Clareando el alba en Lebu, en medio de gorjeos y arreboles matutinos, Ernesto bajaba el cerro rumbo a la playa. Llevaba en una mano el “chinchorro” especie de canasto hecho de malla de plástico y con la otra asía firmemente la pértiga de una pequeña carreta. Atrás iba su hijo mayor, Iván, de 8 años.
Ambos caminaban a buena velocidad, ayudados por la pendiente que en serpenteante camino, los conducía lentamente hasta el lugar de trabajo habitual del hombre.
El, ataviado con traje de agua amarillo, botas de goma y gorro de lana, tranqueaba largo. El niño, con pantalón de mezclilla una blusa de color azul, grande para su talla y un remendado chaleco de lana roja, con su negro cabello revuelto y su carita más pálida que lo habitual por el frío matinal. A saltos y trotes, trataba inútilmente de ponerse al paso del hombre.
Esa mañana se habían despertado más temprano. Era el primer día de trabajo del pequeño, quien debía acompañar a su padre a sus labores y aprender el oficio que proveía de alimentos a la familia.
Inútiles habían sido los ruegos de la madre, por la corta edad del muchacho. Las razones del hombre eran poderosas y suficientes: Se requería de ayuda para acopiar la mayor cantidad de carbón en la orilla de la playa y no había otro que Iván, el mayor de cuatro hermanos, para hacer frente a este trabajo.
Al principio la discusión había sido áspera, más luego la mujer debió ceder y aceptar que se necesitaba de toda la ayuda que fuera posible para aumentar el presupuesto familiar, cada vez más escaso e insuficiente para mantener a la familia.
Con los ojos aún adormecidos, el pequeño Iván avanzaba a tropezones por el camino pedregoso del cerro, acelerando a veces, sujetándose firmemente para no caer en otras, añorando la tibieza de la cama y el calor de los cuerpos de sus otros hermanos con quienes compartía la estrecha cama.
El sol con sus rayos luminosos ya despuntaba por el oriente y los pájaros ensayaban su primeros trinos, anunciando un nuevo día de verano.
A ambos lados de la calle, las chimeneas de las casas exhalaban el humo matinal, anunciando que la actividad ya estaba comenzando en el pueblo de Lebu. Algunas mujeres salían apresuradas de las viviendas, a cumplir labores de empleadas de casas, otras a compras mañaneras y algunos hombres, rezagados de las faenas forestales, emprendían loca carrera cerro abajo a alcanzar los vehículos que los transportarían hasta los sitios de trabajo.
Luego de bajar durante quince minutos de rápida caminata, llegaron al plano de la ciudad y enfilaron hacia el puente, para cruzar el río y tomar en seguida el camino del puerto desde donde ya estaban prácticamente en su destino.
Ernesto tenía su lugar en Playa Larga y aunque nadie se lo había asignado, era su territorio en el cual ejercía soberanía, al igual que sus otros vecinos, hombres cesantes igual que él y algunas mujeres jefas de hogar, que también realizaban la misma labor.
Cuando llegaron al sitio, ya había varios que estaban trabajando y habían comenzado a juntar en pequeñas pilas, el carbón que colaban de las aguas del mar.
La faena era riesgosa ya que debían entrar a las heladas aguas y hundir en la arena el “chinchorro” una especie de canasto hecho con alambre grueso armado en forma circular, al cual se le amarraba una malla de plástico, la que era reemplazada generalmente por bolsas del mismo material, debidamente acondicionadas. Una vez sumergido el artefacto en el agua, este debía lavarse varias veces para que escurriera la arena y finalmente quedaban en la malla, pequeñas piedras negras de carbón junto con pedazos de algas y algunas basuras que debían sacarse cuando se vaciara en la playa. Este trabajo era el que estaba reservado al pequeño Iván. Con la ayuda del niño, la tarea se agilizaría y podría salir antes que los otros a vender su carbón por las casas, ganándole entonces a sus competidores.
Al principio el niño tomó como un juego sacar las basuras y pequeñas conchitas que se mezclaban con el mineral. Era un trabajo sencillo y no requería más que de atención. Luego de unas pocas instrucciones, ya pudo realizarlo y a medida que la mañana avanzaba, tardaba menos en despachar las canastadas que intermitentemente su padre lanzaba a la pila.
Entretanto el sol había comenzado su recorrido y la brisa marina se había convertido en gélido viento que azotaba inclemente las manos y mejillas del infante. Tratando de calentarse, soplaba con el aliento sus manitos y se las pasaba por la cara, tratando de transmitir el calor. Luego volvía a la faena concentrado afanosamente.
Su padre en tanto se introducía en el mar con temeraria imprudencia, en busca del preciado mineral. A medida que la pila crecía, la sonrisa del hombre se le dibujaba en el rostro y al ver a su hijo concentrado en la labor, lo acariciaba con gesto rudo pero cariñoso cada vez que descargaba su canasto, instándolo a seguir.
- ¡Bien, hijo! ¡Lo estás haciendo muy bien!
El levantaba la vista y veía a su padre inmenso, recortado contra el sol, enfundado en el traje de plástico amarillo, con los pantalones arremangados, que dejaban ver las pantorrillas y algo de las piernas, en las que se notaba nítidamente la diferencia entre aquellas partes expuestas al sol y las que ocultaba la ropa.
A veces el niño suspendía su labor y levantaba la vista. Se quedaba estático contemplando arrobado las bandadas de gaviotas que se arremolinaban por un momento en el aire sobre los hombres, las que al no hallar comida seguían su camino. Otras veces eran pequeños grupos de gaviotines y veloces bandadas de golondrinas de mar que se acercaban tímidamente a los “chinchorreros” buscando algún alimento entre los montones de carbón. Más a lo lejos, majestuosos grupos de pelícanos o petreles cruzaban el horizonte. Luego de observar este espectáculo, agachaba la cabeza y volvía a su labor.
A Iván le parecía tan distinta la playa a los días en que venía con su madre y sus hermanos pequeños. Era diferente porque entonces, sólo se había ocupado de jugar, de construir castillos de arena y casitas con caminos. Por ellos circulaban pequeños trozos de madera que simulaban pesados camiones como los que veía pasar desde la ventana de su casa. Ahora no era así. No había familias en la playa y nadie jugaba a los castillos. No había vendedores de helados y tampoco gente jugando a la pelota en pichangas interminables. Sólo algunos perros vagos, que husmeaban las pilas de carbón y luego seguían, acezando, con la lengua afuera, indiferentes a los hombres y mujeres que en un incesante ir y venir, aumentaban lentamente sus respectivas rumas de carbón.
Casi al mediodía su padre, extenuado, se tendió en la arena y cerró un momento los ojos. Luego se volvió hacia el niño y contemplando la pila, le dijo:
- ¡Bien! Hemos estado muy bien. Tenemos por lo menos dos sacos ya. Has trabajo bien pero ahora debemos descansar. Comeremos nuestro pan y luego seguiremos. Pásame la bolsa -Le dijo indicando hacia un bulto que había en la carreta, al lado del montón.
El niño se incorporó y fue en busca del bolso y se lo pasó. Este lo tomó y sacó del interior un pan envuelto en una blanca servilleta. Lo abrió y partió un pedazo que le extendió al niño
- ¡Toma! Este será nuestro desayuno y nuestro almuerzo. - Le dijo.
Comieron en silencio y luego de consumida la frugal merienda, el hombre se volvió de espaldas y colocó las manos en la nuca a modo de almohada. Contemplando el cielo azul sin darse cuenta se quedó dormido. Entretanto el niño, después de comer su parte de la colación, se incorporó y tomando el “chinchorro” fue hasta la orilla del mar, pensando en imitar a su padre y contribuir al trabajo con algo más de carbón. Contempló un momento el agua y comenzó a meter la malla y sacarla, depositando en la orilla pequeñas porciones de arena que sacaba, llena de conchitas y algas pero no de carbón. Así estuvo durante un rato, corriendo de aquí para allá, arrastrando el artefacto. En esos menesteres estaba cuando al sacar un puñado de arena, más grande esta vez, algo quedo reluciendo. Curioso, se agachó y tomó la pieza que brillaba. Era una monedita. La tomó entre sus manos y la dio vuelta varias veces, fascinado por el brillo que despedía. Se agachó para mirar si había más y como no vio ninguna, se incorporó y fue hasta donde dormía su padre, para mostrarle su hallazgo. Cuando llegó a su lado, vio que dormía plácidamente y no se atrevió a despertarlo. Inquieto por el hallazgo y sin saber qué era la dejó a su lado. Volvió a la orilla, buscando otras. Entrando y saliendo del agua, esquivando las olas, el niño continuaba con su búsqueda. De pronto, algo brilló. El niño la vio desde la orilla, pero esta vez estaba un poco más adentro. Dudando entre ir por ella o seguir de largo, esperó un buen rato, con la esperanza que las olas fueran más pequeñas. Como hipnotizado, contemplaba la brillante pieza que se movía con las olas. Cuando notó que éstas disminuían su fuerza, se atrevió una vez más. Fue en vano. Nuevamente comenzó el ciclo de las grandes olas y debió retroceder. Así estuvo un buen rato, hasta que finalmente el mar pareció calmarse. Rápidamente el niño se adentró en las aguas hasta llegar a su preciado tesoro. Se sumergió parcialmente pero no alcanzó a tomarla. Resueltamente aspiró una bocanada de aire y se sumergió, esta vez más profundamente. Alcanzó la moneda y la tomó firmemente. Cuando emergió para respirar, una ola enorme, oscura y tenebrosa, se abalanzó sobre el pequeño ser indefenso que fue levantado violentamente. Primero fue envuelto por las aguas, revuelto con la arena y espuma de agua para después azotarlo violentamente contra el fondo de la playa. Luego lo lanzó suavemente a la playa, para recogerlo nuevamente. Por un breve instante, se divisó la mancha roja del chaleco del pequeño sobre la cresta de la ola, para ser sepultado enseguida por la masa liquida, que lo envolvió en un gigantesco abrazo y lo acunó para llevarlo adentro. Después de un momento, el mar en su incesante movimiento, se alzó nuevamente en una montaña de agua que corriendo vertiginosamente explotó a la orilla de la playa para depositar esta vez suavemente el pequeño cuerpo, rodeado de espuma que semejaba un lecho de blancas azucenas. El niño, con sus negros ojos muy abiertos y la boca con gesto de asombro quedó contemplando el cielo azul, esta vez ya sin vida. Su cuerpo con los brazos abiertos, y las piernas dobladas, semejaba una marioneta a quien se le hubieran cortado los hilos, en una posición desordenada.
A los gritos de las mujeres y los hombres que se arremolinaron en torno al cuerpo del niño, despertó el hombre. Miró el sol con la mano sobre los ojos a modo de visera y luego a la orilla del mar, donde vio el tumulto. Buscó con la mirada a su hijo y al no encontrarlo, se incorporó velozmente.
- ¡Iván, Iván! – Llamó y un oscuro presentimiento le cruzó por la mente. Corrió hasta la playa desesperado y abriéndose paso entre la gente, estalló en llanto al ver a su hijo, en desarticulada posición.
- ¡Iván, Iván hijo mío. ¿Qué te ha pasado? - Exclamó arrodillándose al lado del niño- ¡Mi hijo, Señor!
Los hombres silenciosamente miraban la escena y las mujeres luchaban con las lágrimas que asomaban. El hombre inconsolable, tomó al niño entre sus brazo y lo besó tiernamente. En su inmenso dolor miraba a quienes los rodeaban, como buscando una explicación. Los hombres bajaban la vista conmovidos, las mujeres lloraban quedamente.
- ¡Mi hijo, Señor! ¡Mi hijo! - Repetía el hombre – ¡Despierta mi niño, despierta! ¡Vámonos! ¡Ya nunca más te traeré a trabajar! ¡Ya no te voy a traer! - Le decía el hombre, abrazando el exánime cuerpecito con fuerza. -¡Mi Dios – Prosiguió el hombre- ¿Qué haré ahora, Señor? ¿Cómo se lo diré a su madre?
Luego de un momento con los ojos arrasados en llanto lo depositó en la arena nuevamente y lo examinó con cuidado. Ordenó el cuerpo con sus piernecitas en forma correcta y colocó sus brazos a los lados. Le abrió las manos que estaban cerradas, La izquierda primero y la derecha, con más dificultad. Al hacerlo, una monedita reluciente, cayó a su lado.
FIN
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