A la hora prevista, el condenado sale de su celda y se dirige al patio a cumplir su sentencia. Un gendarme alto y fornido le esposa las manos detrás de la espalda y caminando a su lado cruza el recinto ante la mirada seria y sombría de los demás reclusos. Detrás del condenado va también un sacerdote susurrando entre dientes algo parecido a un rezo. Delante de los tres va el capitán del pelotón de fusileros con su sable de plata enfundado a un costado de su pantalón.
A algunos metros de distancia los aullidos de una jauría de perros hambrientos despabila la quietud incierta del amanecer. Cuando los cuatro hombres logran salvar el pórtico del ruinoso edificio, a ambos lados del camino una multitud de rostros pálidos e inexpresivos contemplan la procesión. Son ojos curiosos que ven cómo el torpe tropiezo de sus pasos avanza hacia el fondo del patio; no es el apremio de los grilletes lo que cercena sus pisadas sino el peso lastimero del corazón más lúcido de la tierra.
Cuando el condenado es puesto de espaldas contra el muro, su mirada extraviada en medio del tumulto logra darle un instante de sosiego. Alcanza a divisar el movimiento ágil de la hilera desplegándose delante de él como una fuerza invisible y antes que el gendarme le cubra la vista con el paño oscuro, el condenado alcanza a percibir en lontananza un ligero resplandor entre las sombras; la luz tenue y casi adormecida del amanecer inunda de pronto el recinto con un tono gris escarlata.
Una bandada de pájaros soñolientos cruza el cielo formando una v invertida. A lo lejos, un ruido indefinible parece sugerir la presencia de otros seres…a lo lejos.
El eco que levanta el trepidar de las herraduras sobre el empedrado, el cántico desquiciado de los zorzales en medio de los maizales, el ronronear lúgubre del molino, el desorden alegre de las ovejas, el monótono rugido del río, perfilan el paisaje de un campo… el condenado está sentado a la mesa junto a su madre: frutas y legumbres la adornan. Desde muy temprano han ido él y sus hermanos a ordeñar las vacas, a limpiar la granja con los ganchos verdes de un quillay, a desmalezar la huerta, a poner en orden los aperos. Ya llega, ya llega el hombre de la casa arriando el ganado. En sus ojos cansados se dibuja la dureza de la serranía y el frío de las nieves eternas: siete días con sus noches. Y viene bajando al valle dejando tras de sí la huella de un abigeato.
“Está fea la cosa, Manuel”, le dice el hombre que lo acompaña: “Los Neira no van a quedar así como así”, continúa. Y él responde:”Era ahora o nunca. Total, ellos comenzaron… Y por último: ¡las bestias son mías!”… De pronto rompe el silencio. Un griterío ensordecedor desciende sobre sus cabezas: son los Neira abalanzándose colina abajo, cercándolos.
“¡Arráncate, Manuel…!” le dice el otro con la voz desgarrada de espanto porque antes de terminar, un disparo en la garganta termina por derribarlo. Como un pesado saco cae delante de su cabalgadura y Manuel, con el corazón acelerado, hunde espuelas contra su caballo y se va barranca abajo.
De un salto consigue atravesar el estrecho manantial que serpentea el cerro. A unas cuatro o cinco cuadras está su granja y Manuel adivina la mesa dispuesta para el banquete: la cazuela de ave que a él tanto le gusta, el pebre cuchareado, el ají cacho de cabra y la botella de vino tinto. Atravesando el portón de su parcela, no siente la descarga de rifles sacudiéndose a sus espaldas. Una punción en el hombro y después el lancetazo pérfido de los perdigones en su espalda lo arrojan desde su cabalgadura y lo dejan plantado a un costado de la mesa.
La mujer corre hacia él con el rostro desencajado. El terror de la imagen acribilla la dulce inocencia de los niños y los precipita contra el cuerpo sin vida de Manuel. A algunos metros de distancia, indiferente y con el alma destrozada, el condenado contempla con sus ojos de niño lastimado la escena cruel del arrebato. El silencio que parece envolverlo le dan una extraña fisonomía. Desde el fondo de sus ojos negros parece irradiar la furia incontenible de un sentimiento nuevo; el aire casi tibio de la tarde lo arroja contra la vida y contra la barbarie. Es como un nudo que jamás se abre. Van a pasar los años y el condenado ha jalado la cuerda y cuando al fin la suelta, del otro extremo el paredón se despliega ante sus ojos como un inmenso escenario del absurdo.
Cuando el oficial termina de anudar el paño detrás de su cabeza, un escalofrío recorre la piel del condenado. Al percibir delante de sí al trémulo escuadrón, un sentimiento de angustia le recorre el cuello y al oír el desenvaine del sable, un reguero tibio comienza a rodar por sus mejillas.
Los imperceptibles rayos de la mañana horadan la superficie blanda del terreno, y el condenado percibe límpidamente el olor a musgo y el penetrante hedor que han secretado sus glándulas aguijoneadas por la certeza trágica del destino.
El capitán camina con su sable erguido delante del pelotón. Con el sigilo propio de su oficio pasa revista a cada uno de los tiradores. Cuando termina la inspección, el capitán se pone a un lado y agarrando con fuerza la empuñadura levanta verticalmente el machete dejándolo caer con el rictus de su rostro sombrío que despabilan sus labios al proferir a voz en cuello la inequívoca orden:
-¡Fuego...!
El condenado al oír el bramido de la voz, encoge el cuerpo e inclina la cabeza; parece ser la inocencia personificada. El estrépito de los fusilazos rompe la infinita calma de la mañana. El condenado ya siente la herida. Adivina a través de sus ropas la mancha postrera de su existencia. Es un dolor agudo que atraviesa su alma. Pero es tan precisa y penetrante que parece estar concentrado sólo en aquél minúsculo espacio de su cuerpo. A pesar del impacto, una dulce sensación lo invade. Es bello y paradójico a la vez. Siente un tenue adormecimiento que va invadiéndolo todo, cubriendo cada partícula de su ser, subiendo por sus venas y cuando ya alcanza su cerebro, una imagen apenas perceptible se escurre debajo del paño que lo cubre.
Más que una imagen, oye el delirar de unas voces, el aullido inconfundible de los perros, los cascos febriles de su caballo y ve dibujarse a través del paño funesto el esbozo de su propia sonrisa pintada en su cara…
Va corriendo cerro abajo el dueño de las serranías, el terror de la comarca, dejando tras de sí un charco escarlata… y ríe, ríe estrepitosamente, satisfecho y feliz.
En medio de su dolor, el condenado logra esbozar una sonrisa leve y bajando el rostro hacia la tierra, deja escapar el último aliento de su agonía…
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