Me impresionó más el llanto desconsolado del tipo ese. Más que la pena de los deudos o los sentidos homenajes que se estilan en ocasiones como esta. Un funeral es un funeral. Más, reconozcamos que el Ave María de Schubert que se despachó en la misa una amiga del difunto mientras la afectada concurrencia recibía el sacramento de la comunión apretó el corazón a un punto de estrella nova y era imposible no emocionarse. Yo, y mucha gente más, métale llanto…
Pero ese hombre, aquel encargado de consumar el entierro, arreglar canastos florales y coronas, esperar juicioso y paciente que la gente culminara los gestos de gratitud, recuerdo y despedida, finalizara las oraciones, los cantos y demás manifestaciones de afecto frente a la tumba, ese hombre lloraba desconsolado y aplaudía cada vez que se venía la ovación en señal de póstumo adiós, ese empleado del cementerio no ocultó su afectación, que al menos a mí me pareció profunda y sincera. Y contagiosa, porque sincronicé mi lacrimosa postura con la de él. Mamá me miraba y yo, niño y todo me hacía el que no me percataba para continuar en esa suerte de catarsis con el enterrador…
Al final, despedidas, abrazos, besos al viento en dirección del féretro que se hallaba tapado por la horda de flores. Sólo los familiares del difunto demoraron la partida a casa. Mientras caminaba con mamá rumbo a la salida, ví con el rabillo del ojo cómo aquél y otros enterradores se reunían en forma paulatina, y ya bajo el crepúsculo que agregaba su corazón bullente, trataban de encontrarle explicación y conformidad a tanta fatalidad junta dándose mutuos palmotazos en la espalda mientras de a poco se iban calmando. A varios les costó llenarse de consuelo…
Fumaban, mientras discutían la agenda de la jornada siguiente…
|