Era viernes, diez y media de la noche. La luna se intuía a lo lejos, llena de miel, tras la ciudad. Y salimos entre sueños. Eran sueños pequeños, jóvenes, juguetones que nos siguieron un rato, hasta cansarse, mientras nos alejábamos de casa.
¿Con quien sino vos podría fugarme allá? Quizá me llamó la nostalgia.
Fue un trayecto corto, saltando entre esas nubes grisáceas, altivas, indiferentes a visitas fugaces de dos locos en vuelo.
Los viajes allá son siempre de noche, cuando las luces se apagan para que brillen otras, más sutiles. Es en la oscuridad cuando podemos escuchar los deseos más profundos.
Amanecimos ahí, en ese mar turquesa con esmeraldas, llenito de olas mansas que apenas lamen las rocas. No esperaba nadie: ni las prisas, ni las obligaciones.. éramos por un rato, por ese momento sagrado e infinito, niños perdidos. Desnudos, tumbados sobre las planas losas de tosca, nos doramos al sol. Lejos, casi en el horizonte, un par de barcos que quisimos de piratas, un par de sirenas, allá dónde acaba el cabo, y esa brisa traviesa llena de luz y de sal.
Volvimos a ser libres, a jugar sentados con las conchas, a buscar erizos, lapas, a contemplar entusiasmados los cangrejos que se escondían tímidos en las pequeñas grietas. Caminamos felices sobre alfombras de algas, suaves, aterciopeladas, abrazándonos casi inocentes de pura felicidad.
Pasaron tranquilas las horas, sin empujarnos sus minutos y llegó el atardecer rojo, con sus mechones rubios y lilas. La bahía se vistió de ocres para nuestros ojos, regresaron pesqueros y gaviotas, y con sus primeras notas nos pusimos a cantar.
Era una canción sin letra, de cuerpos entrelazados, de lenguas rotas. Compases de caricias, de caderas, tus manos en mi cuello, en tu espalda las mías.
Y nos juntamos más, hasta fundirnos, parte de la misma melodía. Jadeaste, tiernamente mordiste mi cuello, y yo te alzaba.
Fue duro volver, a la fábrica, al mundo terco y hostil, tras pasearte orgulloso por Nunca Jamás.
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