Con el tiempo, llegan los links muertos. Sucede paulatinamente, y para la mayor parte de la población virtual, resulta imperceptible. Los sitios más pendientes de su vigencia se encargan de borrarlos, o renombrarlos. Basta sólo un poco de esfuerzo; entrar a la plantilla html de la página y darle al suprimir en el código específico. “Href”; “Nombre”; “¿Está seguro de realizar los cambios?”; “Guardar cambios en la plantilla”. Y así, de a poco, van quedando marginales esas páginas de error, como fantasmas penando en el caché de Google durante meses, hablando de una vida alguna vez llevada; Comalas virtuales ignorados por cientos.
Internet es veloz; una máquina de devoramiento y creación de información frenética y eventualmente desordenada; tanto así que cierta encuesta dice que la gente piensa que de aquí a cinco años la red será el principal medio de información. Las ventajas son varias, aparte de su carácter descentralizado, quizás la mejor de ellas es que eliges qué saber; y no necesitas perder el tiempo revisando página por página tus sitios favoritos; nada más te configuras un lector de RSS y lo cargas cuando se te antoja. La generación virtual subestima la televisión. La ve de repente, y se burla. Se cree mejor. “Hay más conectividad; todo el mundo está aquí”, pero nunca habías estado más solo. Técnicamente solo. Porque por más que las cámaras web, capturas digitales de imágenes y/o sonidos o píxeles contenidos en una pantalla LSD intenten recrear la realidad, lo único que tocan tus dedos es el plástico del que están hechos los mouses y teclados. Por eso prefiero definir este espacio como un antro alienado, y al final un sucedáneo torpe y frenético de lo cotidiano; como una rutina salvaje, diez veces más activa que una normal. Porque pese a todo el tiempo que puedes ahorrar, por ejemplo con un lector RSS, en la práctica no ves que hayas reservado espacio vital para hacer otras cosas: tan sólo miraste más páginas, y las olvidaste apenas clickabas la pestaña siguiente; de pronto sabes que la disputa electoral está muy reñida en Francia, al siguiente explota un coche bomba en algún país oriental, y al otro Sarkozy, electo, hace lobby mundial por Ingrid Betancourt a la par que Taiwán continúa con su lento pero inexorable derrotero que terminará en su anexión a China nuevamente. Y tú, desesperado, vas de un sitio a otro revisando con neuroticismo las actualizaciones, no vaya a ser que Estados Unidos ya haya bombardeado Teherán o que por fin se extinguieron los pandas gigantes y tú todavía no lo sepas.
Al final, cuando por fin piensas que has observado los indicadores mínimos que den al menos un espectro mediocre de la contingencia mundial, te das cuenta de lo aberrante que es lo que haces, de lo limitado que te encuentras, de lo poco y nada que sabes acerca de ti mismo y de los otros; y para solucionarlo decides no leer sobre “actualidad” (o sea, los revolcones políticos y sociales de índole mayoritariamente sensacionalistas), consciente al fin de su banalidad, para buscar refugio en aquella cálida, anquilosada pero absolutamente incomprensible madre llamada arte, que en realidad es una divorciada loca muy verborreica que no sabe lo que dice, pero que es muy convincente por cuanto críptica. Te sientes a gusto en los baremos inconscientes que parecen controlarla, porque en esa inconsciencia, que es en verdad ignorancia, piensas radican las grandes verdades del universo. Sectario, persigues con sed insaciable los nombres de tus nuevos líderes: Béla Tarr, José Lezama, John Coetzee, te sumerges humildemente en sus discursos y los haces tuyos, esperando alcanzar la iluminación de repente, el gran insight que dé con la solución al problema del hambre, calentamiento global, las guerras étnico religiosas, el gas con Argentina, o sea, contra el egoísmo inherente a nuestra especie. Pero eso es otra historia, otro drama inabordable e inentendible, algo inútil de analizar, de pensar; algo en que no vale la pena invertir el tiempo que sí gastas recorriendo páginas, dejando atrás lo obsoleto, lo de ayer, ignorando absolutamente los kilos de historia-vidas perdidos en cuanto blog hedonista, o quizás bello, perdido por ahí.
Inmediatamente tomas conciencia de la ferocidad del medio cibernético, y te da pena por todos los miserables reprimidos que tímidamente asoman a diario en un recodo desconocido anunciando la creación de su fotolog, de su presencia irrelevante en un panorama sobrecargado y déspota. Son ellos los que con el tiempo, quizás en un momento de lucidez, terminan abortándose, abduciéndose, y desapareciendo de la misma forma en que aparecieron: sin que nadie se dé cuenta.
Tú te encuentras de repente sobrecogido por una paradojal sensación de vacío, ¿cómo puede ser posible, con tanto avance, con un lector de noticias tan eficaz, con la filmografía casi completa de Béla Tarr, saberse tan irrelevante? No entiendes cómo te sientes absolutamente insustancial y liviano, contravenido, sin peso alguno. Te conformas diciendo que no importa, que no te importa, así como a nadie le importa nada excepto sobrevivir de la mejor manera posible.
Pero no dejas de darle vueltas al asunto. De repente se te ocurre que nunca vas a entender mínimamente el lugar en donde vives, ni por qué quieres entenderlo. Quizás nunca sepas de donde viene esa ambición, esa esperanza irracional de que, pese a la evidencia, la existencia tenga un propósito, aunque sea estúpido.
Algo más tranquilo, más desesperanzado, con los zapatos más pesados, apagas el computador y sales al patio a mirar a tu perro. Revolotea alegre corriendo esquizofrénico por entre las plantas y la maleza. El aire, todo, se te revela tan arbitrario que te alegra; en esa imprecisión, impredecebilidad; en esa trivialidad yace una naturaleza tan intensa como inabordable, y te relajas pensando que no tienes acceso a eso.
Crees que la nostalgia nace de todo lo perdido. Por infantil que parezca. De todo lo perdido, lo que se va y no vuelve, lo que se quiebra, lo antónimo a lo que avanza, al progreso, al futuro. Al futuro real, no a los sueños. Asumes que la renovación involucra reemplazos, destrucción y abandono.
Mirando fijamente el pasto húmedo empiezas a desear con fuerza un retroceso generalizado, a pensar como viejo o como blogger anónimo que se suicida en un autorreferente silencio. Volver, encaminarse unos diez o quince años, a la infancia temprana, cuando la clase media chilena consideraba un lujo tener un computador, y todavía había una lucha igualitaria entre los casetes de grabación magnetofónica y los discos compactos, e incluso una justa competencia entre VHS y DVD.
¿Qué pensarán los viejos? Nuestros viejos pasados a segunda guerra mundial, con orejas y mentones alargados por el tiempo, y boinas con olor a pensión mediocre (aroma húmedo, entre verde y grís, como naftalina venida a menos o rata recién duchada); aparte, claro, de la gran marca: nulidad de renovación en todo lo que se renueva. O sea, absolutamente tetrapléjicos adaptativamente hablando.
Qué pensarán esos viejos, que mueren en vida entre poéticos obituarios que nadie lee y cementerios inexistentes, refugiados en alguna radio AM que capte ondas del pasado, de cuando para follar había que casarse primero, de los días en que tener una máquina de escribir mecánica, con un deficiente teclado qwerty, era un lujo.
De repente empezaron a recibir más información de la que eran capaz de asimilar; se enteraron que el mundo era gigante, que habían musulmanes que odiaban encarnecidamente a los estadounidenses y eventualmente a los europeos de alta alcurnia, que el comunismo en la práctica es ley de gallinero, que el capitalismo hace funcionar las bolsas del mundo justito como lo describe la ley de la selva: la fantástica e inconsciente sobre existencia del más fuerte. Decrépitos, obsoletos, mal remunerados, se ven aturdidos porque nada dura, porque el aire empeora o mejora, los índices de todo mutan y lo único que permanece fijo, aparte de su fecha de muerte, son las colas en los policlínicos.
Pobres viejos todos los viejos, los links viejos que no dan a nada, o sitios muertos de gente viva (o quizás muerta), los personal stereo con casetes, los Icaritos y Soluciones Escolares que nunca sirvieron de nada, los organilleros que tenían remolinos de colores, los teléfonos con consola de números giratoria. Qué pena por nosotros, que no tenemos nada a lo que rebelarnos, porque hasta lo retro está exacerbadamente manoseado. Nosotros somos las ovejas, que vivimos pasivos entre avances inconscientes que en realidad no tienen nada de malo; alienación quizás. Porque no hay tristeza en nosotros. Nos renovamos. Pinchamos aquí y allá y borramos a los que se van muriendo. Los que están tristes son los viejos, pero se van a extinguir luego, así como desaparecerá Taiwán, o como desapareció Biafra; con ellos se va ir la pena. Se la van a llevar junto a su continuo estado de estupefacción. Se van a ir y que te apuesto que a nosotros no nos va a pasar lo mismo; porque nada pasa igual si todo está cambiando. Seguiremos chateando hasta morir, imaginando que tenemos el mundo en las manos por saber un par de cosas que mañana serán anecdóticas; con nuestros atentados terroristas impostados, con nuestras tontas crisis energéticas, con nuestra descarada hipocresía y egoísmo masturbatorio característico.
Pero no es preocupante porque nadie nos puede ni nos va a juzgar por algo así. Con qué fin alguien se molestaría. Con qué fin hablar de algo así, o sentirnos culpables allá cuando estemos por morirnos; cuando menos sentido tiene, porque menos importa el mundo y más tú mismo y tu propia incomodidad inútil, más el miedo inminente de convertirse en larva, un caché perdido e ignorado de entre tantas cookies almacenadas entre desesperanzas adquiridas y formateos de cerebro. A quien le importa que los links se quiebren con el tiempo, si ya vendrán más, si nacen más chinos todos los días, si Bolivia y Mongolia nunca van a tener mar. A quien le interesa el desastre del lago Victoria, la crisis cultural de los Inuits, la desaparición del tigre de tasmania y los onas, y los diaguitas, y los tebanos, y los cartagineses, y Leonardo Favio, o el axé; a quien le importa si lo que importa es el presente, la actualización de las plantillas, el transantiago, la pronta invasión a Irán, la muerte de Bush; a quien le importas tú, o yo, o en realidad todo el circuito, si lo que importa es la masa, o sea nadie, o sea la humanidad, pero no los humanos; la demagogia, no las palabras; África, no los africanos, y así en tantos órdenes de cosas que los particulares, los execrables, los segregados se van desprendiendo del todo, aunándose en caminatas solitarias a las seis de la tarde, con las bufandas bien amarradas y la mirada perdida entre el tumulto; entre el tumulto que sabe vivir con el cambio, que comprende que retener no sirve de nada.
Lo viejo se va reubicando en estos ghettos modernos que describió Juan Rulfo hace tantos años; esa Comala maldita, densa y atmosférica, tiernamente oscura y destinataria. Porque a quien, dime a quien, le importa que el viento se queme solo, o que las focas aprendan a volar, o cuanta cosa estúpida pasó en la historia; como estúpido fue Adán en follarse a Eva repartiendo espermios y esparciendo el caos, engendrando un Abel santo matado de inmediato por Caín. Ni la raza humana se interesa por sí misma, o sea a mí, a nosotros, qué nos importa creer en algo si todo es tan complejo e inabordable, tan tirado de las mechas y loco, porque si ponemos atención nos damos cuenta que lo que me gusta se va muriendo cuando se mueren los viejos pasados a muerte, cuando se camufla la nostalgia con el simpático mensaje de error, cuando el viento sopla y sopla revolcando las animitas de un pueblo visceral e independiente, olvidado sin gloria ni nostalgia en una inexistencia programada, en un recuerdo reprimido e inservible, tonto y obsoleto. |