Vienen los tiuques, vienen ahora. De todos partes, de los cerros, de los álamos muselinos, de los parques, vertederos y orillas de zanjones y canales. Están en la cima de los postes, en los tejados, en las copas de los árboles más altos de mi ciudad oscura, gélida e hiriente.

Vienen con sus remiges tiesas, marrones, asperjadas de blanco, con su pico azulino y filoso, con sus garras punzantes y amarillas. Inquietantes y pacientes, nos vigilan desde el aire, como queriendo decirnos que se acaba todo, que hasta aquí llegamos, anunciando la gesta del colapso, preconcibiendo nuestros lastimosos términos definitivos.

Vuelan en círculos, de a dos, de a tres, de a mil, son todos, están sobre nosotros, chillando, agudos. Están perfilándose en las nubes, enjambres de carroñeros no convencidos, queriendo ser predadores, haciéndose panteras nebulares de los aires, creciéndose veloces, pasando a ser muy luego tigres alados, despampanantes, rugiendo a su manera, en unísono gigante, ruidoso, como latones machacados por martillos, como truenos guardados en un puño.

Están bajando, vienen por nosotros y temblamos. Y nos abrazamos temerosos, apretando dientes y panza, endureciendo muslos, encogiéndonos, en cuclillas. Los ateos rezan sin confesarlo, las mujeres gritan, la alharaca es indecible, nos aterramos tanto. Los tiuques nos miran rapaces y chillan nuevamente, un millón de veces, todas las veces, siempre todas las veces, sin fallar jamás. No quisiésemos que fuesen audibles, no queremos sus sonidos, ni sus vibraciones en los huesos, ni el desparpajo en nuestras vísceras y heces.

Se diluvian desde lejos en lo alto, en los cirros. Alteran la presión y humedad, asteroides de carne, meteoros, aerolitos desplumándose por la fricción contra la troposfera, demasiado fuertes para esfumarse, para hacerse espuma en el viento. Son las municiones que nos acabaran en solo unos segundos. Nos dilapidarán, se estrellaran en nuestros cráneos, los perforarán, regurgitarán nuestros cabellos y piel. Porqué periclitar, porqué aguantarnos tanto. Ellos están en el cenit, vienen a comernos, a picarnos, a rasgarnos, no podemos defendernos.

Roban el oxígeno, lo respiran ellos. No estamos ahogando a centésimas siquiera de su impacto en nuestros cuerpos. No queremos desvanecernos. Roban la luz, nos eclipsan. Perdemos el color, no refraccionamos, los fotones nos buscan y se pierden, los encuentran a ellos, se quedan con ellos, los aman a ellos. Una nueva estrella reina, es su masa, su volumen, nuestro nuevo Sol, un nuevo calor estrenándose en nosotros a micras de la muerte. Seremos abono para el nuevo mundo, seremos los espectros de las crías de los tiuques.

Los tiuques no terminan de llegar y yo optó por rendir mi voluntad a estos nuevos dioses y adorarlos, sacrificado a ellos, empeñado a ellos. Los tiuques no llegan y yo me desespero. Los tiques no llegan y como fuego y se hacen químicos mis sueños y pensamientos. Y me atomizo doliendo, percudido, secándome, encabritado y rabioso, para el resto de mi vida sumergido en sufrimiento, como crucificado bajo agua negra, una noche líquida. Permito ser destrozado a destajo, permito convertirme en presa, no me importa nadie, nada.

Para cuando llegaron los tiuques estaba loco, no sentía nada.

(Para quien no sepa que es un Tiuque busque en google “Milvago chimango”)