La anémona se mecía entre los roqueríos, impulsada por los embates del mar y vista desde una cierta altura daba la impresión de ser una hermosa flor acuática. Flor desdeñosa, se diría, ya que las puntas de sus finísimos tentáculos estaban provistos de un poderoso veneno que hacía quedar patitieso a cualquier infeliz bichito que estuviese a su alcance. Dos pequeños pececitos que intentaban hacer una travesía por aguas poco profundas, tuvieron la pésima ocurrencia de acercarse donde esta traicionera señora para que les indicara el camino más propicio. La anémona que también tenía un poco alma de gata, quiso jugar un rato con los animalitos antes de manducárselos y les dio una serie de indicaciones falsas de tal modo que los pececitos trazarían interminables círculos en rededor suyo hasta terminar completamente mareados. Entonces, la anémona les cogería con sus tentáculos y se daría un feroz desayuno.
No siempre los hechos se suceden de manera tan lineal a como uno lo presupone. Un pequeño niño que jugueteaba en las inmediaciones, vio a lo lejos a la anémona y como el afán destructivo es propio de la inocencia (y que no se cuelguen de esta descripción los que no son tan niños y que utilizan este recurso para sojuzgar a los débiles), se acercó a grandes pasos con una palita de juguete en sus regordetas manos. La anémona supo entonces que había llegado su hora y se encomendó a sus antecesores, entre ellos un pulpo de cinco patas que había sido su bisabuelo y que había conocido por relatos de sirenas. El niño, entusiasmado, empezó a chapotear, creando una serie de remolinos irisados que mecían a la anémona más de la cuenta, mareándose ésta, al punto de comenzar a desvanecerse. Su última imagen antes de perder el sentido fue la del horrendo niño enarbolando la amenazadora pala sobre su escuálida humanidad… Un agudo grito, proveniente de la garganta del niño, pareció emular al nostálgico canto de las ballenas. Luego, marcha atrás del rapazuelo, quien, arrojando lejos su palita de juguete, emprendió una rápida retirada. ¿Qué había pasado? Muy sencillo. Los pececitos al ver a la que consideraban su amiga en evidente peligro de muerte, desanduvieron una vuelta y medio mareados, atacaron como dos pequeños torpedos, los blandos tobillos del agresor. Cuando la anémona supo esto, se arrepintió de su maldadosa acción, abrazó cariñosamente a los pececitos con sus tentáculos que esta vez eran pura dulzura, les besó en sus mejillas y luego, con lágrimas en los ojos, les indicó el camino correcto.
Los pececitos crecieron y ahora son dos estupendas merluzas que cada vez que pueden, se acercan a esas aguas poco profundas para ir a saludar a la señora anémona que ahora está un poco desmemoriada por sus muchos años, pero que siempre guarda y posiblemente conservará hasta su muerte el recuerdo agradecido hacia esos buenos peces…
|