Si alguna vez quisiera hacer algo - quiero decir, si alguna vez tuviera voluntad de - lo haría con él. Junto a él. Hasta las cosas más osadas del mundo, como escribir un libro, saltar en paracaidas, plantar un árbol, hacer dedo hasta Honduras o tener un hijo. Si quisiera tener un hijo, lo tendría con él. Él, en cambio, diría que es un verdadero fiasco, refiriéndose prácticamente a todo lo anterior y en especial a tener hijos. Está convencido de que sus padres no deberían haber concebido jamás, pero al mismo tiempo ama ser quien es y las ideas de suicidio se advienen sólo cuando ha bebido demasiado y se da cuenta de que está completamente solo.
Yo no estoy con él; no podría. Me está vedado de algún modo. Por él, claro. Digamos que a veces me invita a jugar a quererse y yo, que lo quiero tanto, accedo como la adolescente que jamás he sido. Pero lo conozco muy poco, a pesar de la cantidad de horas que hemos compartido. De vez en cuando me pregunto si será posible conocerlo. Y si es posible, cómo. Y entonces para qué conocer al hombre si después de todo él es otra cosa, una figura de carne y hueso que vale su peso en lágrimas. Él no es un hombre: es un concepto.
De a ratos, cuando se va del mundo, se me da por armarlo y desarmarlo, como si fuera un rompecabezas. Creo que de hecho lo es. Me gusta observarlo cuando no está. En general, lo hace en un sillón de mimbre muy viejo y con Los Cantos de Maldoror en la mano. Yo misma le sugerí ese libro, y cuando me pasa de quererlo demasiado lo llamo Isidore. Entonces Él sonríe, se sienta junto a mí, me besa la cabeza mientras con sus manos me roza los hombros. En esos momentos, juraría que siente una terrible pena por mí. No lo culpo, yo en su lugar sentiría lo mismo.
Cuando no está, comienzo desarmándolo por arriba. Separo su pelo, oscuro y desprolijo, sus ojos también oscuros y además oportunos. Si tengo tiempo y él permanece ausente, separo de su rostro cada vello, que son pocos, y con ellos su juventud, que es mucha.
Luego los labios. Con sus labios me gusta jugar un poco más, con su boca de niño, del color de lo cierto, siempre de labios húmedos, siempre vírgenes. Separo del resto sus orejas y su nariz. Habiendo acabado de desarmar su rostro, concluyo que es hermoso. Me levanto de la silla y pongo el agua a hervir para hacerme un té de durazno. Él sigue lejos. Elijo un disco y sé que dondequiera que esté, podrá oir el libertango que le ofrezco. Vuelvo a mirarlo y su paz me acompaña en el camino hacia su cuello y sus hombros, que desarmo con criterio habiéndolo ya desvestido. Su pecho frágil, sus brazos largos y blancos, dios mío, su blancura me eclipsa cada vez que lo veo desnudo. Su cuerpo redunda de beldad, responde al frío con aromas de frutas y al calor con una brisa propia que llega hasta mí cada vez que se mueve. Entonces las manos, auténticas, solemnes, poéticas. Las separo con todo el respeto que esas manos obligan. Su tacto lo precede, y creo que no lo sabe. Hay muchas cosas que aún ignora. Desarmo de él su cadera, su ombligo y su sexo. No me detengo. Continuo con sus piernas y sus pies.
Ya no hay nada.
Lo he desarmado por completo.
Miro la silla de mimbre donde él no está y es hermoso.
De quererlo tanto me he olvidado su nombre.
Pero algún día lo armaré sólo con su voz y con sus manos, sin su voluntad en obviarme y sin tozudez en fingir que no existo.
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