Para Anémona
Santiago de Chile. Capital multitudinaria de un país extremadamente largo y angosto. Escenario ideal para que día a día se recree una especie de batalla de las Termópilas entre la miseria y la grandeza. El estrecho paso entre la mendicidad y la opulencia, entre las profundidades abisales del dolor y la ceguera voluntaria de los que tienen las llaves de la ciudad y de las soluciones.
Arriba de los puentes la vida se desarrolla rumorosa con esas hormigas carniceras que
todo lo depredan, todo lo compran y todo lo venden, desde honras fortificadas hasta simples bagatelas. Arriba, la opulenta escuela de Derecho forja en sus doctos crisoles a los nuevos leguleyos, abajo, en la Caleta Chuck Norris,se bosquejan las incipientes reglas establecidas por unos rapazuelos que, a la vez, juegan con el desenfado más absoluto a las escondidas, al pillarse y al corre el anillo, rindiendo su propia y sórdida enseñanza básica que probablemente les conducirá tarde o temprano a la delincuencia, bebiendo pisco, cerveza y cualquier trago escamoteado y sorbiendo con desesperación los gases del tolueno derramado en una bolsa plástica, elemento éste que les permite transformarse en superhéroes intergalácticos, seres superiores que sólo pierden su poder cuando el miserable tarro se vacía y entonces es preciso ir donde el tío aquel que se los vende a hurtadillas sabiendo que les está escamoteando vilmente sus escasas neuronas. Tristes personitas son estas, que recrean en sus juegos los mundos de las poblaciones marginales en las cuales están enquistados sus maltrechos hogares. Será que en su afán de olvidarse de la pésima relación con sus padres, se conforman con revolotear entre pedregales, insectos e inmundicias. Madre, hay una sola dicen y la de ellos se lo pasa en casa fumando de esos cigarros apestosos con un amigo buena gente de esos que nunca faltan. -Salgan de aquí, chiquillos de moledera- les gritó con voz aguardentosa esa mujer que lleva la desesperanza pintada en su rostro curtido y ellos, sus retoños obedientes, hace varios años que sólo se dedican a jugar y pelusear bajo esos puentes infectos y cuando el hambre atenacea sus estómagos, nada más hay que subir a la gran urbe que todo lo provee y quitarles a los comerciantes la parte que les corresponde de esa gran tajada tan mal repartida por los señores políticos que hablan con tanto énfasis de la delincuencia, de la miseria, de la educación pero que nunca pero nunca han bajado a compartir con esos niños su pan de amargura. De cuando en cuando un señor bien vestido muestra entre sus dedos anillados un billete de cinco mil pesos y lo agita a esos chiquillos que comienzan a crecer. Son pequeños hombrecitos cuya voz comienza a transformarse en una sinfonía de gallos y ellas, mujercitas a las cuales les empiezan a crecer sus raquíticos pechos, razón suficiente para que entren a tallar tempranamente en el mercado de la oferta y la demanda.
Cierto día se los llevaron a la superficie, para darles una oportunidad de crecer, educarse y poder entrar al ritmo de los que llevan una vida digna. Algunos se adaptaron, otros, acostumbrados al rigor de la calle, huyeron. Es más fácil rebuscárselas, capear el frío invernal con la panacea de siempre. Y bolsa de tonuelo adosada a su angustia y la aventura como compañera de juegos, esos chicos que aprendieron a conducirse como roedores, gustando de los olores putrefactos, de las miasmas, de la basura que crece como flor silvestre, viven su existencia underground de puentes, escarcha y jolgorio, muy ocultos a los ojos invidentes de la insensibilidad... |