La vida en el jardín derecho apesta, más cuando uno se sabe fuera de lugar, mi lugar es dentro del cuadro, fui entrenado para ello, fui educado toda mi vida para jugar en la primera línea de defensa y no en la última, en la mera última. Porque allá nadie esperaba que tuviera que defender, para eso estaba allí, para no defender. Pero soy mejor que todos esos que están en el cuadro, en ese momento me decía. Ni aquellos costales de papas ancianos que ya estaban para la liga de jubilados ni tampoco aquellos otros fresoides que se contentaban con lucir bien el uniforme y rebotar cuanta pelota les fuera a las manos eran mejores que yo, eso decía y aún sigo creyendo. Hubo un tiempo en que yo jugaba allí donde estaban ellos, y lo hacía de manera espectacular, nadie me ganaba a la defensiva en el cuadro, ni en técnica ni en garra, pero ante la falta de jugadores que se prestaran para ello, a mi complexión (esbelta) y a mi muy relativa velocidad, los hizo suponer que podía lucir más de jardinero que de cuadro y siempre me mandaran a jugar a la baldía tierra conocida como el jardín derecho.
La verdad, yo en los jardines soy hombre al agua, nunca lograba hacer la atrapada buena en el momento de la verdad, siempre fue así desde mis épocas de infantil.
El marcador era desastroso, muchas a poquitas perdiendo. Cuánto hubiera querido empezar a jugar desde la primera entrada, pero el compagre tenía que jugar, también los hijos del compagre y los primos. A duras me metían, y consternado veía desde mi privilegiada posición cómo a nuestro tercera base se le caían los elevaditos; cómo nuestro parador en corto volaba fotogénica pero ineficazmente por la pelota y cómo nuestro segunda pifiaba la pelota una y otra vez.
La lluvia empezó a caer, el umpire no suspendió el juego, pues aún se podía jugar con las gotitas de agua que caían. Y entonces pasó lo que tenía que pasar: Un batazo profundo, largo, entre el jardín central y el derecho. Yo estaba bien colocado por fortuna y comencé a trotar para atrás, mientras calculaba si el central podía fildear la pelota en mi lugar, tras ver que en realidad él nunca la hubiera alcanzado, algo en mi interior me hizo seguir tras la pelota, que seguía en el aire y pasó por encima de mi cabeza, yo, con toda la sangre fría que jamás tuve, estiré mi mano para alcanzar la pelota y también para detenerme con la reja y la pelota, mansamente, aterrizó en la punta de la cesta de mi guante. Escuché el rugido de la tribuna al tiempo que me estrellaba con la reja. Reboté y con el impulso lancé la pelota de regreso al cuadro, descompuesto y todo.
Say Hey Kid podría haber estado orgulloso de mí.
Al caer el tercer out, el agua se convirtió en hielo y el juego se suspendió, no era todavía juego legal, así que nuestra derrota no se consumó. Cuando recibía las felicitaciones de mis compañeros en el dogout, yo veía el granizo caer en el campo de juego y creía recordar que jamás en la vida había logrado hacer una jugada de ese tipo. Tenía la técnica desde siempre, pero me faltaba algo, me faltaba la confianza, la fe, los cojones pues, eso era lo que me faltaba cuando era más joven para poder hacer esas proezas.
Entonces yo entrenaba todos los días y jugaba cuatro partidos a la semana. Pero comía caliente tres veces al día, tenía un refrigerador que se llenaba mágicamente y mis padres me daban para mis gastos. Era tan fácil todo para mí.
Y al arribar a casa, prendí la tele para ver el fútbol. Justo a tiempo para admirar al Venado Medina recibir mal un balón estando solo frente al portero.
Ya no me quedaban dudas, la técnica depurada es más cuestión de carácter que de habilidad; más de confianza que de condición física; más de huevos que de facultades. Saberlo me acabó de deprimir.
Y afuera seguía lloviendo. |