PAULA
Nina me esperaba en su departamento a las siete. Tenía una hora para estar con ella.
A las ocho volvería a casa, pues mi familia me esperaba.
Faltaban unas cuadras más para llegar a destino cuando el celular me sobresaltó. Rogué que no fuera ella cancelando nuestro encuentro.
El número que marcaba el teléfono era de Paula.
No iba a contestar, pero lo hice.
Fueron dos años de amor, de encuentros furtivos, de complicidad. Pero todo había terminado para mí. Tal vez tuvo que ver Nina. O quizás era una relación que había cumplido su ciclo. Ella sabía que el final se acercaba. Y cuando dije las palabras, ella no pareció sorprendida. Dolorida, pero no sorprendida. Lo aceptó. Pronto me di cuenta que no era así. Me llamaba por cualquier cosa y quería verme.
Me dije que sería la última, pero ahora sí, la última vez que le contestaría.
Su voz llorosa a través del teléfono decía, que si no iba a verla haría cualquier cosa. Y con acento dramático recalcó: cualquier cosa.
-Dejá de llorar y escucháme. Ya lo hablamos la última vez. Se acabó. No volveremos a vernos. Me pediste sinceridad. Te la di. Guardemos un buen recuerdo de lo nuestro.
Se hizo un prolongado silencio. Oí su respiración anhelante. Dijo con un murmullo apenas audible: Adiós.
Antes de cerrar el celular, me llegó claro, limpio y dramático, el estampido de un disparo.
Mi corazón se detuvo un instante y se ubicó en mi garganta. Grité su nombre, varias veces, pero nadie contestó.
Detuve el auto en una calle poco transitada. Estaba temblando. Esperé unos minutos tratando de calmarme. No lo conseguí del todo. Logré encender un cigarrillo después del tercer intento. Tenía la seguridad de que Paula se había metido un tiro. Una vez había dicho: Si me dejas, me mato. Claro que las personas enamoradas suelen decir cosas como esas. Pero no podía mentir una pasión que ya no sentía, un amor que había desaparecido.
Nos habíamos conocido en una cena de amigos comunes. Me gustaron sus ojos grandes, como de niña asustada, su frescura y belleza. La amistad surgió y fue creciendo. Nos buscábamos. Charlábamos. Gozábamos conversando por horas, oyendo música en su departamento. Sabíamos que el contacto físico se daría, que llegaría y no necesitábamos apurarlo. Ella estaba casada. Yo también. Casi nunca hablábamos de ello. Hasta que una tarde de lluvia ocurrió. En vez de hacer las compras que dijimos que haríamos, enfilé directamente hacia un reservado. Así, sin planearlo. Ella no dijo nada. Y los encuentros furtivos siguieron. Nadie sospechó jamás lo que pasaba entre ella y yo.
Hasta hace unos meses en que Pelusa, la secretaria de la Sección Archivos, renunció para casarse. Y apareció la nueva secretaria: Nina. Verla y enamorarme de ella fue todo uno. Fui dejando de lado a Paula. Ella lo intuyó enseguida y me reclamó. Y dije: Negra, mi amor se apagó. No es tu culpa. Perdonáme.
Apagué el cigarrillo. Puse en marcha el auto y enfilé hacia el departamento.
Quizás quiso asustarme. Pasara lo que pasara, no podía seguir con ella. Eso era un capítulo cerrado. Conduje unos diez minutos y llegué a la calle de familiares veredas.
Una ambulancia frente a la puerta del edificio arrancó a gran velocidad no bien llegué. Se veía mucha gente que hablaba y gesticulaba.
Me apeé y pregunté qué había pasado.
-La del cuarto “B” se ha metido un tiro-dijo un viejo mientras escupía por la comisura de la boca hacia el piso.
Paula lo había hecho. Prefirió morir que vivir sin mí.
Me doblé en dos y vomité en la vereda. Algunos de los transeúntes se apartaron con asco, otros murmuraron palabras por lo bajo, señalándome. Alguien preguntó si podría ayudarme. Me recuperé unos minutos después y me dirigí a casa.
-¿Qué te pasó? Parecés un fantasma.
Me encerré en el baño. Las arcadas no pudieron apagar la voz preocupada de mi marido a través de la puerta cerrada.
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