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Primero se ató la agujeta del zapato derecho, se esmeró para que la labor fuera perfecta. Se demoró incluso en las distancias de los cabos y en alinearlos para que terminaran simétricos y en lugares contrarios. Esbozó una leve sonrisa como en señal de triunfo secreto y aún revisó varias veces detalles minúsculos sobre el amarre, la posición del nudo, la caída de los cabos y la posible resistencia necesaria para que el nudo se mantuviera en su lugar por mucho tiempo. La sonrisa se hizo más amplia cuando consideró que aquello era suficiente en revisión y empeño. Luego comenzó a recordar su pasado, un ligero sudor se le presentó en la frente; se limpió con la espalda de la mano izquierda entes de que alguna gota escurriera y se dejó ir tras los recuerdos. Fue entonces cuando inició el dejavu. Si, aquello ya había pasado antes, ya lo había vivido o, más exactamente, ya lo había anticipado. Definitivamente hace tiempo se soñó haciendo precisamente eso ahí, en esas condiciones con un seguimiento puntual de las acciones y las circunstancias. Pero se detuvo a pensar un momento ¿Y de que sirve prever que un día estarás ahí atando la agujeta de un zapato con el esmero imposible de un maniático? ¿Acaso de nada? ¿No sería que sólo se prevé lo que, a semejanza de lo que se recuerda, habrá de ser trascendente en nuestra vida? Si, seguramente aquello era un aviso con el finísimo sentido de anticipar la llegada de algo que habría de cambiarle la vida. El vaticinio de un gigante, el pronóstico cabalístico de algo que de otra forma sería informulable. Aquello de anunciar los grandes deberes humanos debía ser asunto de potestades, algo que estaba por demás cuestionar. El asunto era ahora distinguir lo que se esperaba de él. Una labor apostólica no era destino para un corazón vacilante. Habría que llenarse de inmaculada certidumbre. De la confianza a prueba de un nuevo Abraham o de un reformado Isaac. ¿Cuál sería el papel a jugar? No era evidente, pero llegado el momento habría de serlo sin chistar. Primero tendría que dejar de lado toda ocupación insulsa y poner a disponibilidad todo su tiempo. Cuerpo y alma dedicados a la acción sacerdotal de un elegido. Desmontó el interés en todos sus quehaceres y se dedicó a reflexionar y limpiar sus culpas; las que, por cierto, había que expiar a la brevedad: no fuera a ser que por falta de santidad no se le permitiese acceder a un utensilio sagrado que llegara a ser indispensable para el cumplimiento puntual de lo que habría de ser. Sabía lo que es la expiación, sabía que el dolor es prenda barata y moneda única en estos mercados del alma. Así que con toda seguridad saldar cuentas requeriría de iniciar cuanto antes la necesaria purificación. Había que ir a algún cerro, hacer la colecta de plantas selectas para iniciar la limpia y con ella dar inicio a depurarse el alma. La fórmula del rito involucraba el preparado de “los siete machos”, con los que habría que hacerse un resistente flagelo, capaz de surtirle los azotes necesarios a lograr una condición prístina. Si, debía tener sus cardos, sus hiedras, sus cítricos; para que nada faltase al camino tortuoso del buen martirio. Se debía poner en marcha ¿pero hacia donde? No fuera a ser que por moverse a atender lo que no le era encomendado, se alejara del sitio donde efectivamente tendría que estar para cumplir con lo que el vaticino apenas insinuaba. Y porque ninguna potestad avisa con semanas de anticipación o meses lo que su capricho pide en cumplimiento; de modo que lo mejor era no moverse. Pero el dolor purificador no llegaría si se quedaba ahí, en su condición de estatua monostática. Miró su derredor con quietud e impaciencia. Nada había que pudiera servir para extraer culpas desde el interior mismo de los huesos. De súbito recordó el zapato: si, sólo uno había atado. El otro aún estaba con la agujeta suelta. Si, eso debía ser una señal. Ninguna cosa queda fuera de la clarividencia trascendente, él seguramente había recibido la señal del dejavu justo a tiempo para detenerse y dejar disponible el otro zapato con un propósito definido y claro. Pero había perdido ya demasiado tiempo en cavilaciones absurdas. Se quitó el zapato izquierdo, sonrió para sus adentros ante la clara ironía que aquello significaba, ató la agujeta al zapato a modo de péndulo y comenzó a mecerlo cual badajo de una inmensa campana. Luego se dio el primer golpe. Luego uno más. Siguió un tercero y a este siguió una serie mayor que no parecía tener fin posible. ¿Cómo saber cuándo detenerse? ¿Cuanta expiación hay que cumplir para asegurar que una culpa se ha pagado con creces? Si el numen había enviado sus señales para definir el inicio de un acto, entonces él mismo sabría detonar otros actos que pondrían fin a aquello. Acaso faltaba fuerza, acaso mayor resignación, quizá una entrega sin límites al castigo que justamente merecía. Tomó la decisión de un peón suicida y arremetió el zapato con más fuerza. Lo hizo describir círculos máximos a pesar de la sangre y el pesar que sentía en los dedos. Entonces asestó una serie nueva de duros golpe en la espalda. Oyó el crujido inequívoco de sus costillas. Sonrió débilmente por el intenso dolor que aquello significaba y porque quizá con ello habría sido grato a los ojos de su deidad sanguinaria y e innombrable. Calló de bruces sobre el piso, ahogando la queja que no creía merecer. Tanto dolor era posible sólo por culpas que no tenían nombre y que acaso había ya olvidado en su desdén de criatura ingrata. El último golpe había causado que la agujeta se rompiera. El zapato salió disparado en un rebote que lo llevó lejos de su alcance. Si, aquello era la debida y esperada señal. Pero el cuerpo es débil. No se podía mover como antes luego de tanto haberse golpeado las espaldas. Sólo el espíritu le permanecía intacto y ahora fortalecido. Cerró los ojos para permitirse el descanso mientras le llegaba el anuncio sobre lo que habría de hacer. El dolor era intenso y le causaba espasmos que cada vez se hacían más frecuentes e intensos. Uno de ellos lo acometió sin dejarlo respirar más. Entonces le llegó lo que pensó era la muerte. Se desprendió de su cuerpo aún frágilmente unido a él por finísimo hilo de plata que ata el alma a las carnes. Se elevó un poco y miró lo que antes fue su miserable cuerpo. Más aún ahora que yacía el cuerpo sangrado y molido en medio de la habitación. Le llegaron como ráfaga marina los recuerdos de la mas tierna infancia: sus años cándidos en los que la niñez lo era todo. La época en que adquirió y fue aprendiendo cosa por cosa desde el caminar hasta el habla y mas tarde la capacidad de amar. Súbitamente le vino a la memoria la imagen prístina de un recuerdo: En el pueblo natal, el sacerdote lo enseñaba con su rigor de maestro sempiterno como liarse los zapatos. El gesto del hombre era severo, metódico y al mismo tiempo bondadoso. ¡Cuanta de aquella bondad no había aprendido! Una sola lección sobre aquello había sido suficiente para aprender al respecto. Entonces le sobrevino el llanto. Un nuevo espasmo llegó y de nuevo se vio depositado en el cuerpo sanguinolento, pesado y doloroso que antes mirara desde fuera y ahora, un instante después, desde dentro. ¿Cómo es que había confundido un feliz recuerdo de sus más tiernos momentos, con alguna anunciación apostólica? Los recuerdos siguieron llegando mientras él miraba el techo con mirada perdida. La noche llegaba y comenzó a sumergir la habitación en la penumbra. Los recuerdos seguían sucediéndose, ahora sobre el telón negro de la noche. Pasaban más y más rápido. Como queriendo hacer transcurrir la vida entera en el insuflo de algunos minutos. Parpadeó sin poder distinguir entre los ojos cerrados o abiertos, abrió la boca como para decir algo y exhaló su último suspiro.

Texto agregado el 05-06-2007, y leído por 115 visitantes. (0 votos)


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