El niño alzó la vista hacia la anciana con sus grandes ojos resplandecientes de ilusión. Le parecía enorme, como todos los adultos, pero ésta tenía una “enormidad” especial. Cualquier persona hubiera dicho que era una viejecita arrugada y bajita, tan pequeña y normal que cabía esperar que su nombre se escribiese con solo 4 letras, y el chico tenía la certeza de que la primera era la “v”. Pero los niños ven cosas que los adultos olvidamos.
El pequeño la observaba con expectación, leía en su rostro apergaminado la longevidad y se agarraba de sus faldas, porque de algún modo sabía que cabía esperar grandes cosas de ella.
La anciana bajó la vista, una mirada tan antigua como el mundo, y se dirigió al niño:
“Que ocurre chiquillo… ¿Sabes quien soy?
Yo soy el principio, SOY EL CAMINO.
Mira, nada te ofrezco, consíguelo tú mismo.
Yo regalo lamentos y vendo momentitos, de ti depende atesorarlos”
Las palabras lo estremecieron de tal modo que se grabaron a fuego en su mente, como si en aquel momento un duende se colase en su cabeza para cincelarlas con martillo y escoplo en la memoria.
Ya de mayor nunca supo si aquel instante fue vivido o soñado, de tan desgastado y borroso que tenía el recuerdo. De cualquier modo, en tal momento gozó de enorme fortuna, pues pocas veces tienen los mortales el honor de encontrarse con uno de los Eternos.
La voz que escuchó no fue la de una abuela cualquiera, sino que la VIDA misma le habló con los labios de la experiencia.
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