Me desperté sobresaltada...mi respiración se agitaba vehemente. Sentí un escalofrío por toda mi espalda, era gélido y dulce al mismo tiempo.
De repente su sombra surgió mezclada con la luz de luna que se colaba en la habitación. De sobra sabía que era él. Solamente habían pasado seis meses desde su muerte y por alguna razón era reacio a abandonarme.
Conocía el motivo de su visita, estaba aturdida pero no iba a negarme a él, a ese oscuro espectro que en vida me hizo sentir lo que nadie se atrevió a ofrecerme por cobardía o por mediocridad, sólo él fue capaz de despertar mi frenesí y mi deseo, sólo él me enseñó el verdadero significado de la palabra pecado.
Sigilosamente se acercó a la cama sin dejar de clavar sus ojos en mí, esos ojos miel a los que les había jurado mil veces que eran el único lugar donde quería verme reflejada.
Abracé a aquella sombra, la apreté fuerte contra mí y en cuestión de segundos la locura ya había invadido mi cuerpo. Los besos, las caricias y los susurros se fundían con el silencio y la quietud de la noche. De nuevo volvíamos a enredarnos…resultaba demente amar lo que se esfuma, lo que está condenado a desaparecer…
Fue entonces cuando las lágrimas brotaron saladas y cristalinas de mis ojos, estábamos a punto de rozar juntos el límite del placer y sólo deseaba morir con él, alejarnos del mundo terrenal y suspendernos ingrávidos en el limbo de lo irracional, me estaba dando cuenta de que jamás volvería a tenerlo tan cerca, se alejaría para siempre y en mí sólo quedaría el recuerdo y la huella de su visita, aquella visita que me hizo morir y vivir a la vez.