Se levantó la mañana de aquel sábado con la carraspera en la garganta y la tos crónica que provoca el tabaco. En la cocina, comenzó el ritual para aliviar el malestar. Tomó un sobre de té verde y el bote de miel (pura de abeja, por supuesto). El frío del invierno había convertido en un espeso grumo el interior del recipiente. Se ayudó, como cada mañana, del fogón encendido para diluirlo.
Sus labios no habían aún saboreado el segundo sorbo de aquel manjar cuando su móvil, con un tono característico, avisó de la recepción de un mensaje. Con una servilleta limpió sus manos y su boca antes de sacar el celular de su funda.
Leyó el mensaje. “Barcelona, hoy a las 17h”. Su rostro palideció y un sudor frío emanó de sus sienes. Aquel mensaje le invitaba a participar en una partida. Empezó a jugar de forma clandestina porque necesidades económicas le acuciaban; luego, con el tiempo, jugar se convirtió en una adicción. Sólo con la ayuda de psicólogos, psiquiatras, y sobre todo, su mujer, fue capaz de salir de un infierno que a punto estuvo de llevarle a la muerte. Un lustro había trascurrido desde la última vez.
Ahora, delante de aquel mensaje, un impulso le dominaba para responder con un rotundo sí. Su mujer, al ver su rostro, tuvo la necesidad de preguntar; él mintió, al responder, que el problema no era lo bastante grave como para no ser resuelto en un corto viaje a las oficinas de la empresa en Barcelona.
Al fin, respondió con un sí al mensaje. Aquella misma noche estaría de vuelta en casa. Eligió un traje gris marengo que ocupaba un lugar de privilegio dentro del armario, en una cartera metió unos papeles que sólo le servirían de estorbo y que a buen seguro quedaría olvidado en el avión. Se despidió de su mujer en la puerta de casa, pero antes de salir, como siempre, ella le ajustó la corbata.
Llamó a un taxi, no le gustaba que su Audi estuviera en grandes aparcamientos. Llegó al aeropuerto con el tiempo justo de tomar el vuelo de las 14h del puente aéreo, así podría almorzar en el avión y no perdería el tiempo en restaurantes. Guardó la cartera en los huecos para los equipajes y se sentó para buscar el relax en el piano de Chopin. Sólo fue interrumpido por una azafata al ofrecerle el almuerzo que él rechazó.
Llegó a Barcelona, le esperaba un hombre bajito con un letrero en el que estaba escrito su nombre. A aquel hombre no le había visto nunca y era muy probable que no lo volviera a ver. El hombre bajito lo guió, cogiéndolo por un brazo y sin dirigirle la palabra, hasta un coche que esperaba con el motor en marcha. Antes de entrar en él, le colocó una venda en sus ojos. Durante el recorrido sólo escuchaba el ir y venir de los automóviles que poco a poco, y al apagar el motor, dejó lugar a un silencio sepulcral.
El recorrido no llegó a media hora. Fue ayudado a bajarse asido por sus dos brazos. Escuchó cómo el coche, que hasta allí lo había llevado, se alejaba. Cuando hubo andado unos diez pasos, sintió en chirriar de una puerta metálica que daba acceso a una nave abandonada. Alguien tomo una vara del suelo para quitar una gran telaraña que impedía el acceso al interior. Cuando llegó junto al respaldo de la silla que ocuparía durante la partida, le quitaron la venda de los ojos. Vio entonces otras dos sillas, aún vacías, y una mesa central con un tapete verde sobre ella. Todo colocado sobre una tarima a modo de escenario. El público lo formaba un número considerable de personas, que habrían entrado por una puerta no tan tenebrosa. No podía ver a nadie porque unos potentes focos se lo impedían. Se quitó la chaqueta y la colocó con mucho cuidado sobre el respaldo de la silla, luego tomó asiento. Sus dos adversarios llegaron al instante, el que ocupó la silla de su izquierda ya lo conocía de otras partidas; el que se situó a su derecha era un chaval de no más de veinte años, nuevo en aquel mundo y probablemente ante su primera partida. Un murmullo manaba del público. Nada había cambiado desde la última vez.
La tensión apareció en los rostros de los jugadores, cuando el maestro de ceremonias se acercó a la mesa con un antifaz en el rostro para colocar, con sumo cuidado sobre el tapete verde, un revólver Remington con una sola bala en el tambor.
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