A veces tenía la sensación de estar reviviendo sus doce años, cuando sus padres la ingresaron en un colegio de monjas. Levantarse muy temprno, ponerse el uniforme, la misma comida coinada sin amor y en grandes cantidades, compartir habitación y la monja de turno criticando cada detalle de su comportamiento.
Ahora tenía veintiuno; los cumplió el día antes de subirse al avión. Iba a trabajar en una residencia de la tercera edad que antaño debió haber sido una gran mansión. El primer día que la vío casi no pudo cerrar la boca. El edificio principal estaba rodeado por un inmenso jardín con grandes extensiones de césped sobre el que, de paso en paso, uno tropezaba con una estatua de mármol que recreaba a una especie de angelote sin alas, desnudito y tumbado a la bartola sobre un confortable y marmóreo asiento de formas vegetales. También se contaban un par de fuentes, bancos para sentarse a tomar el frío o la lluvia (porque allí raras veces salía el sol), árboles otoñales, algún pino, matorrales que florecían en primavera y una pandilla de cuervos que daban la pincelada tenebrosa a todo aquello.
El interior del edificio delataba el inexorable paso de los años. La decoración era sobria, madera oscura, poca iluminación, vajillas de cargados diseños expuestas en vitrinas, grandes chimeneas de mármol en los salones, muebles de patas retorcidas, moqueta rojo oscuro y cortinas estampadas con grandes flores desteñidas.
A unos escasos tres metros del edificio principal y dentro de los límites del jardín, se encontraban lo que en tiempos debioron de ser los alojamientos del servicio, ahora ocupados por algunas de las trabajadoras y un par de arrendados circunstanciales.
Tenía que hacer un esfuerzo para regresar de nuevo a finales del siglo XIX. El tiempo parecía haberse detenido en este país mucho antes de que ella naciera. Seguían anclados en el espejismo del patrón todopoderoso, de las señoras con pamela y del puritanismo de puertas para fuera.
Entre todos, pacientes, jefas y empleadas, formaban una gran familia mal avenida. No faltaban los celos, querellas, trampas y zancadillas. Reina fue la víctima ocasional de órdenes contradictorias, abusos de poder, chismorreos en una lengua que ella no entendía, bromas de mal gusto y clases de modales mientras la "educadora" sobaba las tostadas comunes en busca de la más apetecible.
Le sacaba de sus casillas el vikingo catolicismo de estas gentes y sus bárbaros modales disfrazados de florida cortesía. Parecía como si nunca fuera a encontrar su lugar sobre la tierra. |