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Enrique Sifuentes falleció de leucemia tras un año y nueve meses de agonía. Era muy buen amigo de papá y lo lloró durante varias noches en complicidad con su almohada. Lo había conocido en la universidad y fueron compadres de juergas y bailes en sus años jóvenes. Yo lo conocí mucho tiempo después, cuando ya tenía uso de razón y pude recordar las primeras palabras que me dijo: “Llámame Tío”. Fiel a su petición y a una maldita costumbre que tengo de extranjerizar los nombres comencé a llamarlo tío Henry hasta el último día de su vida.

Era de una contextura gruesa, con una barriga hinchada por el buen comer. De pocos vicios y muy buen carácter, nunca lo vi enojado ni siquiera cuando la empleada que tenían allá por la mitad de los años noventa le quemó con la plancha su saco favorito y que le había costado casi la mitad de su sueldo. Los últimos días que lidiaba con la terrible enfermedad de su sangre, adelgazó en exceso, era una sombra de lo que hubo sido en sus buenos años, sus manos se tornaron débiles y no podía sujetar ni siquiera un lapicero; los pómulos le sobresalían del rostro con el pellejo pegado al hueso, la barriga había desaparecido completamente pero aun mantenía esos rasgos de buen humor que tanto bien le hicieron para seguir luchando hasta el final.

Fueron días difíciles para su esposa y familia; en las pocas visitas que realicé mientras se encontraba tumbado en la cama matrimonial del departamento donde vivían pude sentir, a pesar de mi inexperiencia en la vida, una tensión propia de la ansiedad por saber como iban a resultar las cosas y como serían a partir del desenlace. Los doctores habían predicho que si podía soportar más de dos años en esa situación de enfermo eterno, la enfermedad podía ser curable. Se hicieron los esfuerzos por alargarle la vida más de lo que podían, y en algunas ocasiones hasta se vislumbró un mejoramiento de semblante y hasta intentos de volver al trajín que tuvo antes de caer inútil y minusválido en esa cama a la que lo ataban con un par de bolsas de suero conectadas a sus venas del brazo derecho. Pero todo esfuerzo fue sin resultados favorables, las fuerzas le disminuían a diario y hubieron veces en que nos sacaron del dormitorio solo para no escuchar sus lamentos.

Mamá no podía dormir por sueños extraños con relación a él, como uno que me comentó después del funeral y en el que lo veía caminando sobre un campo de flores blancas, volteando muchas veces, sonriente hacia ella y diciéndole adiós con la mano para desaparecer en el horizonte tarareando una canción que bien podía ser confundida con un canto angelical, así como también me contó un hecho extraño que acaeció la misma noche del sueño aquel cuando en medio de la noche sintió irrumpir en su habitación a una presencia que llenaba el ambiente con un olor sulfuroso parecido al de los huevos podridos. Mamá dormía boca abajo aquella noche, cosa que muy pocas veces realiza, y lo que hubiera estado ahí se mantenía en su lugar, oculto detrás de la puerta entreabierta que daba a su habitación, sintió una mirada fría que le caló los huesos chocando contra su nuca, trató de voltear pero la sensación de que alguien se le abalanzaba sobre sus espaldas la tumbó nuevamente boca abajo. Trató de voltear nuevamente pero su cuello se había endurecido, era incapaz de volver su cabeza para observar que sucedía; se le apagó la voz, no emitía ni un solo murmullo y era incapaz de pedir algún tipo de ayuda por medio de su voz, se movió incontables veces hasta que papá despertó y preguntó porque tanto alboroto. La presencia había desaparecido de la habitación.

Papá lloró mucho el hecho de haber perdido a uno de sus mejores amigos. En nuestras noches en vela lo vi caminando de un lado hacia otro sin pronunciar palabra pensando mucho en el amigo enfermo, varias noches se iba a dormir con los ojos hinchados alegando una basurita en ellos. Las noches las pasaba recordando sus andanzas de juventud en compañía al tío Henry, el cómo se conocieron en la universidad, en como en una de las tantas reuniones él conoció a la mujer de sus sueños y con la cual se casó varios años después en lo que fue para mi papá “la parranda del siglo” y en tantos otros recuerdos alegres que lo ayudaban a mantener la cordura frente al agonizante cuerpo de su amigo. Me contó días después del entierro, que en sus noches en vela pedía por Enrique, hacía plegarias a Dios por el alma de su amigo hasta verse nuevamente mojado en sus lágrimas y lograr conciliar el sueño entre sollozos. Pero hubo una noche en que el peso de la edad y el dolor le cayeron como un plomo y quedó rendido en su cama, con tanto aturdimiento de los sentidos que no sintió de buenas a primeras el que mamá le estuviera pateando de una manera desesperada. Lo sintió como en un sueño, primero fueron unas cosquillas sutiles en las pantorrillas para luego ir acrecentándose de forma pausada hasta hacerse sentir como sendos golpes de futbolista desesperado, dio un salto en la cama y mamá dejó de moverse, la sintió agitada y con los ojos desorbitados, le preguntó que era lo que le había sucedido pero ella no respondió, se levantó con cuidado y colocándose su bata bajó a la cocina por un vaso con agua; mientras ella hurgaba en la cocina por el agua, papá se recostó nuevamente observando hacia la pared tratando de explicarse el porque del comportamiento de mi madre, su mente caía pesadamente en el sueño que había contraído un par de horas antes y sintió, como cada noche fría, a uno de mis menores hermanos entrar velozmente en la habitación y acostarse en la cama buscando abrazar a papá. Nuevamente sacado de su letargo y con la conciencia de que su hijo menor pudiera sentir frío a esa hora de la madrugada, se dio vuelta y cuando estuvo a punto de cubrirlo con la frazada se dio con la sorpresa de encontrar tan solo la otra mitad vacía de la cama.

Mis noches las pasaba en casa pensando en como una persona jovial y con mucho camino por recorrer en la vida podía contraer una enfermedad mortal que pocas veces daba aliento para seguir luchando. Me aterraba el fantasma de la muerte viéndolo cerca al tío Henry, observándolo al lado de su cama esperando en su silencio al momento oportuno para actuar y llevarlo lejos de este mundo. Las pocas veces que lograba conciliar el sueño no hacía otra cosa que recordar episodios que habíamos compartido con el tío Henry y que mi subconsciente sacaba a flote cada vez con mayor nitidez. La mayoría de veces me las pasaba mirando al techo pensando en que no debía de pensar en la situación que acaecía por esos momentos; muchas veces oía los murmullos de mis padres conversando en penumbras, o los sollozos de mi padre, ahogados por la almohada, o como esa noche el paso desesperado de mi mamá al bajar a la cocina por un vaso con agua y su respiración agitada al volver a ingresar a su habitación cerrando con llave su puerta al atravesarla. Eran cerca de las 6 de la mañana y debía de alistarme para salir al colegio, el cual quedaba bastante lejos de donde vivíamos en ese entonces y en donde aun estamos instalados; después de un duchazo y alistar mis implementos y libros necesarios para ese jueves bajé con sigilo hacia la cocina a prepararme el desayuno. Era el cuarto sorbo a la taza de leche con café que me había servido cuando un rumor sordo de losa que chocaba y metales que se rozaban llegó a mis oídos provenientes de los reposteros de la cocina en donde me hallaba sentado. Con los latidos del corazón acelerados volteé para observar, sin quererlo, los anaqueles que aun mantenían sus puertas cerradas y el sonido sordo desde su interior. Me levanté, dejando a medias mi desayuno en el lavadero y sin ningún rezago de haber estado allí, y subí por mis cosas para retirarme al colegio, mas cuando me encontraba a la mitad de la escalera sentí el Ice Maker de la refrigeradora ponerse en acción, primero soltando hielos en una superficie vidriada para luego ser llenada con agua. Di crédito a mi imaginación y terminé por olvidarme del asunto y preocuparme por no llegar tarde al colegio. Entré a la cocina para apagar las luces y sobre la mesa donde había tomado desayuno observé con pavor y con los cabellos de la nuca erizándose un vaso de vidrio con hielo y agua que en definitiva yo nunca hube dejado ahí.

Varias semanas después y en una de nuestras clásicas sobre-mesas familiares, las tres historias salieron a la luz sin haberles quitado hasta ese momento su matiz de sobrenatural y sin haber llegado a nuestros oídos, por lo menos en forma conjunta. Llegamos a la conclusión, después de una deliberación que nos tomó unos cuantos minutos, que la noche de los sucesos fue en realidad la noche de la despedida de este mundo del tío Henry, que ya cansado de luchar se dejó abatir por el ángel de la Muerte pidiendo un permiso para visitar a todos aquellos a quienes había querido en vida, ya que al amanecer de ese jueves frío y mucho después de haberme puesto en rumbo hacia el colegio, mis padres recibieron la llamada de la esposa del tío Henry, para decirnos que sus últimas palabras fueron un adiós para nosotros que no pudo pronunciar esa madrugada cuando pasó como alma en pena por nuestra casa.

Texto agregado el 03-06-2007, y leído por 139 visitantes. (1 voto)


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