Cáp. 1 – Futuro nuevo
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Sel se había detenido encima de una saliente en el borde del precipicio. Desde allí admiraba las grandiosas montañas que nunca había visto, habiendo nacido en Fishiku, pero que el resto de su raza había pisado al menos una vez. Cadenas montañosas que corrían enfrentadas por cientos de kilómetros, con sus picos nevados, laderas escarpadas y áridas, y valles profundos cubiertos de árboles que subsistían en las sombras. Las montañas se perdían en el océano, sepultadas bajo enormes cargas de hielo eterno que se deslizaban lentamente, hasta que no podía señalarse dónde terminaba la tierra y dónde comenzaba el mar.
–Vamos, Sel –lo llamó Deshin.
No habían encontrado en los palacios del Kishu a ninguno de sus antiguos miembros; unos se habían marchado a la guerra, los otros habían huido asustados de sus antiguos colegas. Muchos de los miembros de la Casa de Koshin y Shadar habían sido atraídos por la promesa de aventura y fama, y ahora se contaban entre las filas de Sulei, Zefir o Budin. Tal vez, en ese momento ya estaban muertos del otro lado del continente.
–¿Por qué vinimos a este sitio tan apartado? –preguntó Sel, mientras seguía a Deshin, que comenzó a descender por una escalera labrada en la roca, invisible desde arriba, hacia las entrañas del precipicio.
La luz del sol quedaba oculta tras la montaña Sulabi, los rayos anaranjados encendían la nieve del otro lado del valle; se dirigían a un bosque espeso donde la luz escaseaba.
–Presiento que en este lugar encontraremos a los kishime desaparecidos.
–¿Los puedes sentir? –inquirió el joven, emocionado, pero pisando con cuidado los delgados escalones de piedra.
–No, es lógica –replicó Deshin–. Si los kishime desean convertir el mundo en un escenario de guerra, al menos hay un lugar que deben dejar en paz. Además, Bofe, según me dijeron sus sirvientes, está aquí.
Sel pensó que le hubiera gustado una explicación más fantástica. Se preguntó qué estaría haciendo Fishi en ese momento, y en seguida se entretuvo mirando el lugar al que estaban ingresando. La parte rocosa de la montaña terminaba en una rampa de rocas sueltas, despeñadas. Saltaron esa zona y aterrizaron en una tierra roja, un polvillo metálico que se colaba en todas partes, coloreando los arroyos que serpenteaban por el valle e iban a morir en una laguna, oculta entre los árboles.
El interior del bosque estaba oscuro y Sel percibió con temor que las sombras se abatían súbitamente sobre ellos. Pero Deshin avanzaba sin dudar, metiéndose entre los densos árboles de tronco ancho, corto y carnoso. Las ramas rozaron su rostro y Sel gritó llamando a su compañero, hasta que se dio cuenta de lo que se trataba y se sintió estúpido. El piso era húmedo, blando y descendía suavemente hacia el centro del valle. Allí se convertía en un pantano fangoso que rodeaba el lago, que parecía la superficie de un espejo.
Al menos ahora el ambiente poseía una luminiscencia verdosa, por las emanaciones de ciertas plantas suspendidas en el agua. Mientras caminaban hacia ese pantano, se habían cruzado con varios animales que Sel nunca había visto, a no ser en sueños y en libros: bestias peludas que colgaban de los árboles, caballos pequeños con cuernos, lagartos y serpientes colgando de las ramas, entre los líquenes. Deshin parecía contento con el paisaje, como si retornara al fin un lugar largamente añorado; también sentía que no podía distraerse cuando tenía una misión importante.
Por fin vio el refugio en un claro, entre las ramas, sus lámparas lanzando destellos amarillos hacia el bosque circundante. Estaba alejado del piso, construido sobre algunos troncos que, como columnas, sostenían el criadero.
Sentado en una silla de madera, Sulei apoyaba un brazo sobre un cajón que servía de mesa, cubierto por un desorden de faroles, frascos, ropas, vasijas y cucharas.
Se encontraba en la gruta, acompañado tan sólo por el eterno zumbido del artefacto negro.
Zelene entró apresurado, apenas oír lo sucedido a Bulen, y se detuvo sorprendido cuando su jefe alzó el rostro. Tenía los ojos rojos, la piel brotada, sudorosa, y un hilo de sangre escurría por la comisura de su boca.
–¡Trajiste lo que te ordené! –rugió Sulei, quien levantándose y arrojándose sobre el sirviente, lo aferró por la ropa como para sacudirlo, pero tuvo un espasmo en el abdomen y tuvo que sostenerse de la tela para no caer al piso.
Zelene lo ayudó a llegar a la silla, sin quejarse ni asombrarse por su rabia hacia él, que ni Sulei podría haber explicado. El proceso había fallado; le había dado el poder del troga pero por un tiempo limitado. Ahora, su cuerpo resentía el esfuerzo realizado, las heridas no estaban sanando; parecía que la esencia troga se hubiera vuelto en su contra, y como un virus le comía las fuerzas que le correspondían. Sobre la mesa, frente a sus ojos, Zelene depositó el frasco lleno de reluciente sangre roja y espesa.
–Espera... –dijo con voz cavernosa, deteniendo a Zelene que ya estaba en la puerta, pensando en buscar ayuda–, voy a usar esta. Sí, mientras no encuentro al troga... La de humanos le ha servido a nuestros hombres, y esta es especial, porque también es la elegida.
En un haz de luz, Grenio vio desaparecer el campo de batalla y los cientos de rostros en suspenso. Notó, contrariado, que su espada se enterraba en el pecho de Bulen, y llegó a preguntarse cómo era posible que siguiera vivo si la shala podía cortar hasta la energía de su cuerpo. Luego, en un instante la luz implosionó en los ojos del kishime, que se volvieron blancos y radiantes con el shock de la explosión. Grenio movió el codo hacia atrás y liberó la hoja azulada. Al tiempo que salía, la sangre se iba concentrando en ese punto, reparando y sellando la carne blanca, aunque al final le quedó una marca.
Grenio giró para ver el lugar adonde lo había transportado Bulen en su intento de salvar a su jefe. Molesto, se dio cuenta de que continuaba rodeado de una nube que empañaba el paisaje como un vidrio sucio, como si no estuvieran ahí del todo. Tal vez porque el kishime parecía inconsciente. Inspiró aire y trató de volver al combate, fijando la imagen de Frotsu-gra en su mente. Después de un rato abrió los ojos y comprobó que no se había movido del aura borrosa; probó llamar a la humana, pero no sucedía nada. Comenzaba a desesperarse.
Mientras, Bulen se había arrodillado y empezaba a recuperar el sentido. Confuso, miró alrededor, y se sobresaltó. Vio que había logrado su cometido al sacar a Grenio de la batalla, suspiró, pero no podía sentirse tranquilo. Cuando se le ocurrió transportarlo, no había pensado que iban a terminar en otro tiempo. Se hallaban en el futuro; no muy lejos de Frotsu-gra, pero a cientos de años en el futuro.
–¿El futuro? –repitió Grenio, tras escuchar en su cabeza su voz angustiada.
–Estamos en el futuro, troga. Muy lejos en el porvenir –contestó Bulen, irguiéndose.
A poca distancia del campo de cultivo en el que estaban parados, se levantaba una ciudad humana, sin muros ni fosos, pero mucho más grande que las aldeas que había visto Grenio en su vida. La gente iba y venía sin cesar por el camino que conducía a ella, caminando o en carretas. Un cuchicheo constante provenía de sus casas y edificios. Grenio miró hacia otro lado y distinguió una fuente, donde varias jóvenes sacaban balde tras balde de agua. Más allá, reconoció la forma de la costa y las dunas que cercaban su tierra. ¡Tan cerca de Frotsu-gra se levantaba una ciudad humana! No podía creer que los trogas convivieran con ellos, entonces quería decir que... No podía pensarlo. No podía creer que hubieran abandonado su tierra. ¿Dónde estaban los descendientes de los clanes Fretsa, Vlogro, los Froño... ¿En las islas?
Como prueba patente del dominio de los humanos en aquella región, el desierto se había convertido en campo de cultivo gracias a los canales de riego y a los aljibes.
–No tengo idea de por qué o cómo puedes hacer esto, pero sácame de aquí ahora.
Bulen lo miró con indiferencia, declarando que no lo iba a intimidar con amenazas.
Grenio le puso la espada en el cuello. Bulen miró la hoja con desprecio:
–Te saqué de allí con un propósito y lo he logrado... –replicó, pero se interrumpió al ver en la piel descubierta de su pecho, por el frente de su túnica destrozado por la explosión, una marca roja irregular en forma de rayo.
–Tu herida no sana, te quedó una cicatriz.
–¿Por qué? –exclamó Bulen, aturdido, sintiendo de nuevo un escozor dentro del pecho.
Estaba usando mucha energía para mantener a dos seres en el futuro; aún con la fuerza de Kalüb no era suficiente. Tomó su espada y comprobó que le resultaba pesada. Grenio lo miró con curiosidad. Bulen volvió a guardar la espada y se pasó una mano por los ojos, aturdido, cansado, y después se desplomó en el piso, donde quedó sentado, estático, en silencio.
–¿Se te acabó la energía? –se burló Grenio, y luego agregó con tono serio, para sorpresa de Bulen–. ¿No puedes pedir ayuda a esta gente?
En su dirección venían unos humanos con su cargamento de agua. Pasaron junto a ellos, borrosos.
–No pueden vernos... –murmuró el kishime–. No entiendo, ¿por qué no me mataste ahora que puedes, si cada vez que nos encontramos intentas hacerlo?
Grenio bufó:
–Típica estupidez de los kishime. Si quería vencerte, era cuando parecías un enemigo poderoso, digno de combatir. ¿De qué me vale aprovecharme cuando estás herido, débil y derrotado?
Bulen comprendió por fin un poco del modo de pensar troga, o al menos de Grenio, y se sintió agradecido por haber sido su adversario. Pero la palabra derrotado destrozaba su alma. No creía haber sido derrotado; al contrario, le pareció la solución perfecta. Por eso el mundo que veía ahora no se asemejaba al futuro que había conocido antes. Como el elegido estaba a cientos de años de distancia, su raza no corría ningún riesgo.
–Lo siento, no va a ser la muerte de un guerrero –le dijo a Grenio, que intentaba cruzar el aura de energía que funcionaba como un escudo impidiéndole el paso.
Al volverse, el troga vio a Bulen desmayado. Atemorizado, miró alrededor, temiendo desaparecer en lo negro. Pero no, el paisaje seguía sólido. Sólo que estaban atrapados en ese hueco de la realidad y cada vez era menos probable que pudieran volver, a medida que Bulen consumía su fuerza y su vida se agotaba.
Cáp. 2 – Revivir
Entre los kishime no había hombres y mujeres. Su raza no necesitaba dos sexos para procrearse, porque cada uno de ellos nacía pronto para dar a luz a otro ser al madurar. El nuevo ser recibía la señal de que era tiempo de existir, y comenzaba el crecimiento en el interior del cuerpo de su progenitor. En esa época, cuando la gestación empezaba a notarse, los kishime se retiraban a un refugio a descansar. El consumo de energía para engendrar resultaba demasiado extenuante para su sistema, y caían en un letargo de treinta y tres días.
Después del nacimiento, el pequeño era alimentado y cuidado en el refugio por los especialistas, hasta cumplir año y medio. Entonces, cuando ya podían caminar y hablar, eran enviados a una escuela fuera de Sulabi. Sus primeros años permanecían anónimos, hasta que gracias a sus logros o su carácter, eran seleccionados por los jefes de las casas y desde ese momento pasaban a convivir con otros kishime y a tener una ocupación.
En un dormitorio del refugio, hundido entre suaves almohadones blancos y cubierto por un tul que pendía del techo, Bofe dormía. Dos kishime guardaban su profundo sopor, sentados en poltronas a ambos lados de la habitación, que por demás, estaba vacía.
Se levantaron de un salto al ver entrar a Deshin, altivo, Sel siguiendo sus pasos y estudiándolos con curiosidad.
–¿Qué intentan? ¿Qué buscan? –preguntaron a un tiempo, recurriendo a las armas.
Deshin hizo un gesto conciliador con la mano derecha y con calma, saludó:
–Se iku, file Kishu ilin –los dos kishime se miraron extrañados, notando el acento anticuado del recién llegado; pero los dejó atónitos la letanía que siguió–. Soy Deshin, de Fishiku, la traición. Me acompaña Sel, el más joven de Fishiku. Venimos a consultarlos, miembros del Consejo, a rogar su ayuda, miembros del Consejo.
Al fin había encontrado la famosa tierra de los trogas.
Fishi había seguido el rastro kishime, su ruta de muerte y devastación. A él le resultaban bastante indiferentes los humanos, pero por ese mismo motivo no entendía la saña con que actuaban sus semejantes. Debían estar locos. Sin saberlo, seguía los pasos de Grenio y Amelia, pero luego se desvió al seguir las huellas de Fesha, la última tropa que alcanzó Frotsu-gra.
Mientras él deambulaba por el desierto, percibiendo en los cambios del viento alguna alteración en las fuerzas de combate, a las puertas de la ciudad los sobrevivientes de la catástrofe final levantaban la cabeza de entre los escombros. Lentamente, iban surgiendo como sombras del Hades, entre el humo y la nube de hollín que cubría la tierra, recuperando el sentido poco a poco.
Fretsa, que había quedado sepultada bajo una capa espesa de tierra y rocas, extendió de golpe las alas y emergió de las ruinas con una exclamación de rabia en los labios, que murió al tiempo que sus ojos tropezaban con la llanura irregular que había quedado en lugar de la ciudad.
Fishi se agachó, y puso una mano sobre la superficie de la tierra, confirmando lo que había sentido en el aire: la vibración de un ejército moviéndose. La primera luna aparecía en el horizonte marino. Se dirigió hacia ese satélite, alcanzando pronto la orilla del mar y de allí se transportó hacia la punta lejana de donde se levantaba una espesa humareda.
Recorrió el campo cubierto de cadáveres desmembrados tan lejos como podía apreciarse, la mayoría quemados por la explosión, que calculó de formidable dimensión ya que había aplanado la ciudad como una mano gigante. Las piedras que esa misma mañana sostenían edificios, ahora eran rocas demasiado calientes para el tacto, y el aire estaba tupido de cenizas y de humo pestilente.
Consternado por haber llegado tarde a tal combate, deambuló por el campo lentamente. Donde los kishime habían acampado, muchos utensilios habían quedado abandonados.
Alejado de otros restos, saliendo por detrás de una roca, divisó un pie.
Se acercó y reconoció la figura de un tuké, con su cabeza calva y brazos delgados, poco dados al cultivo o la caza. Fishi lo pateó en las costillas, pero el tuké no reaccionó. ¿Estaba muerto? Era el único ser entero, al que podía consultar, y le pasaba esto. Se agachó y tomó la cabeza entre sus manos. De sus dedos brotó energía, y el cuerpo se Tobía se arqueó abruptamente, sostenido entre la punta de los pies y la coronilla. Fishi lo soltó y el cuerpo se ablandó, cayendo a tierra. Tobía parpadeó y al abrir los ojos, se encontró cara a cara con un kishime. Por supuesto que rodó, se levantó de un salto y salió corriendo.
Fishi lo siguió, sin apurarse, por la dantesca escena de cadáveres y despojos revueltos.
–Recién estabas medio muerto y ahora tienes demasiada energía –le dijo.
Tobía tropezó con una pierna y cayó junto a una cabeza troga que lo miraba fijo con ojos amarillos. Se volvió hacia el kishime, apretando la mano contra su pecho, y lo miró aterrorizado:
–¿Qué quieres? –balbuceó.
–Yo soy quien te salvó, monje idiota –respondió Fishi con tono gélido, y luego continuó, revolviendo entre sus manos la espada–. Dime, quiero noticias. Dime, ¿qué ha pasado con la guerra?
Tobía lo miró, desconcertado.
–¿Cómo? ¿Quién eres?
–Ah... me olvidaba, mi nombre es Fishi y vengo de Fishiku, la ciudad libre.
La pequeña caravana había abandonado su aldea con todo lo que podía ser transportado: cinco jurros, unas bestias de carga de patas peludas y cuerpo macizo, que iban cubiertas de pieles curtidas, herramientas, sacos de comida, mientras que los dos caballos propiedad del jefe cargaban unos cuantos niños, muy pequeños para la ardua caminata. Los hombres abrían la marcha y guiaban a los animales, sus rostros cuarteados por el sol y la sequía; detrás venían algunas mujeres, jóvenes y niños. En total, viajaban unas treinta personas, sobrevivientes del paso arrasador de las fuerzas de Fesha. Tratando de dar un rodeo por zonas poco transitadas habían perdido su camino en el desierto, que no conocían.
El viento se había detenido, permitiendo a los peregrinos quitarse las capuchas o velos que cubrían sus rostros. El primero en divisar el cuerpo fue un muchacho que acompañaba a su padre, a la cabeza de la caravana. Destacaba como una sombra alargada en la luz anaranjada del atardecer, a unos metros de su camino, y excitado, el joven comenzó a gritar:
–¡Un muerto... un muerto!
Los adultos se pusieron a murmurar. ¿No sería peligroso seguir en esta ruta? ¿Había una aldea cerca? ¿De donde había venido ese cuerpo? El muchacho, sin tanta precaución, corrió hacia el cadáver, seguido de otros jóvenes curiosos. Lo rodearon y se pusieron a contemplar el vestido manchado de sangre seca, en una tela fina color azul como jamás habían visto.
–¡Es uno de esos... ¡Un ángel de la muerte! –exclamó uno.
–No, tonto. Mi padre dice que son espíritus, por eso vuelan por el aire y echan rayos... Además, esta es una mujer –replicó el que la había encontrado.
–¿Está muerta? –preguntó una niña, ocultándose tras su hermano.
–Seguro –respondió el primero, mirando con admiración el rostro medio oculto por el cabello, que el viento había revuelto y llenado de polvo.
Para entonces, el padre del muchacho se había acercado, armado con un rústico azadón, pidiéndoles a gritos que regresaran. Se estaba por poner el sol, debían armar un fuego y permanecer juntos. Él también miró a la joven postrada, pero además se agachó junto a ella y tocó su mano.
El hombre respingó y llamó a gritos a su esposa; había sentido la piel tibia y no fría como era de esperarse.
La mujer, que tendría cuarenta años pero aparentaba diez más, se acercó a la joven y aplicó la cabeza a su pecho.
–Tienes razón, esposo. Está viva, pero no le queda mucho tiempo. Mira esta herida –dijo, descubriendo la tela y dejando ver un corte inflamado desde el hombro izquierdo al esternón.
A pesar del dictamen de su esposa, el hombre decidió recoger a la joven y llevarla con ellos, intrigado porque llevaba un vestido similar al de los espíritus, y ansioso por saber cómo y por qué había llegado a ese lugar.
Tobía había corrido como loco por la quebrada, siguiendo al azar sus ramificaciones hasta llegar a un pasaje estrecho y poco profundo. Trepó por la tierra como un gato y salió al desierto. El viento le traía el fragor de la lucha. Pensó que Amelia estaba corriendo peligro y tenía que conseguirle ayuda. Lo único que podía hacer era recurrir a Grenio, aunque tuviera que meterse en medio de la batalla.
Eso pensó, pero cuando se aproximó a Frotsu-gra, se quedó impresionado ante la cantidad de kishimes que lo separaban de los trogas. Llegó justo a la interferencia de Bulen, y aunque no pudo ver la desaparición de Grenio, percibió que algo malo pasaba por el abrupto silencio. Tobía se escondió detrás de las tiendas y allí reconoció el color de Sulei. Ya tan cerca, no resistió la tentación de echar un vistazo. Había visto donde guardaba las gemas del templo, pues Sulei las había colocado frente a sus ojos en un cofre donde guardaba sus armas, tal vez imaginando que ese conocimiento no le serviría de nada después de muerto.
No había nadie cerca y se pudo meter en la tienda y extraer las gemas. Luego escuchó la explosión, un estruendo que lo dejó helado en su sitio. En seguida, la onda expansiva lo tiró al suelo. En cuanto recobró la conciencia y se dio cuenta de que los kishime se preparaban a partir, se arrastró tan lejos de su vista como pudo.
Por supuesto que no le contó a Fishi nada de sus designios ni de la situación en que había dejado a Amelia, limitándose a describir los planes del Gran Tuké y lo que había visto al llegar a Frotsu.
–Así que la profecía se cumplió, pero al revés –comentó Fishi con voz sombría.
–No puede ser, no creo que no haya sobrevivientes. Los trogas son fuertes.
–¿Y el elegido?
–¿Grenio? –Tobía frunció el ceño–. No sé, pero si él hubiera estado aquí, habría detenido a Sulei y a sus hombres antes de que sucediera esta desgracia.
–¿Y la humana? –exclamó Fishi, alzando los ojos al cielo.
Tobía miró hacia otro lado y suspiró, preparándose para contarle una buena mentira. Lo que fuera para lograr que lo ayudara a encontrarla.
–Me siento bien –aclaró Sulei, recién salido de la máquina, a Zelene que se acercaba solícito.
Su sirviente asintió, y anunció: –Lo están esperando, shoko.
Sulei salió del templo. Dalin y Fesha aguardaban, escoltados por sirvientes y mensajeros. Al verlo salir radiante, saludable y con rostro sereno, se inclinaron levemente y lo saludaron.
–¿Qué desean?
–Sulei, es decir, shoko Sulei –comenzó Fesha–. Teníamos curiosidad... ahora que el mundo es nuestro, ¿dónde le gustaría establecer nuestro nuevo Consejo?
–¡Ah, era eso! –exclamó Sulei, sonriendo y caminando por el puro placer de sentir su cuerpo elástico, rejuvenecido–. Consideremos... Dilut sería el valle más hermoso, pero lo destruimos, y Sidria es grandiosa, pero abandonada, y si no hay súbditos humanos no vale la pena. Tal vez debamos construir nuestra propia capital, en algún lugar agradable, como a las orillas del Bleni, o en los lagos.
–He escuchado que Rilay es una región hermosa y fértil –apuntó Fesha.
Sulei asintió.
–Está bien, entiendo sus indirectas. Den las órdenes necesarias para ocupar esa región.
Dalin asintió y salió alegre, ansiando demostrar que también ellos podían hacer un buen trabajo y no quedarse observando mientras otros se llevaban la gloria. Fesha parecía titubear.
–Sí, Fesha –murmuró Sulei entre dientes, adivinando sus intenciones.
–¿Es posible que... los poderes que han demostrado tus hombres... también los tengan los nuestros? Debo confesar que varios de mis jóvenes están desfalleciendo de agotamiento.
A Sulei le cayó bien su preocupación, más que el ánimo belicoso y cruel que habían evidenciado Zefir, Budin y Dalin. Por ello accedió a que trajera enseguida a los jóvenes que se hallaran en peor estado. Sonrió, aparentando convicción, pero en el fondo no podía dejar de cavilar acerca de qué le habría sucedido a Bulen.
Cáp. 3 – Futuro viejo
Luego de tres días de estar encerrados en su burbuja viendo pasar humanos y escuchando su charla, podían entender más o menos el futuro.
Al parecer, la ciudad pertenecía o pagaba tributo a otra más grande, lejana, que llamaban capital. Los hombres se quejaban de la pesada carga de fabricar joyas y piezas metálicas para máquinas que sólo los superiores podían utilizar. Una vez, Grenio vio pasar una comitiva fastuosa, y un carro que se movía sin caballos, que trasladaba al señor supremo de la ciudad hacia un balneario de famosas aguas curativas. Desde lejos lo presintió, y al verlo entre la aglomeración de sirvientes, no dudó de que se trataba de un kishime. Un kishime era el gobernador y severo guardián de la ciudad. Entonces entendió los comentarios de los campesinos. Los superiores que tenían el control de todos los habitantes hasta el otro mar, eran kishime.
Pero, ¿acaso no había un troga en esta tierra, dominada por sus enemigos? Si vivían, ¿dónde se escondían, y cómo sobrevivían?
Bulen, que seguía en estado catatónico, pero percibía todo a su alrededor, entendía que la causa de este futuro extraño era haber sacado al elegido del medio, cambiando la profecía de forma radical.
El troga comenzaba a sentir también los efectos del drenaje de su energía. Miró al kishime, que seguía sentado con la mirada fija en el suelo, en la misma posición que hacía tres puestas de sol.
–Llévanos de vuelta –le dijo.
–No puedo –contestó automáticamente Bulen, sin mover los labios.
–Entonces voy a comerte.
El kishime sabía que los trogas podían absorber las facultades de otros seres mediante la digestión, pero aún así no se movió. Grenio se acercó a él, puso las manos a ambos lados de su cabeza y Bulen lo miró horrorizado, con pupilas dilatadas. Los ojos troga refulgían con luz purpúrea. Grenio apretó su cabeza y Bulen trató de defenderse. No quería ser comido; trató de tomar su espada pero tenía el cuerpo paralizado. Entonces, parte de la energía del troga comenzó a fluir hacia él, y asombrado, sintió renacer sus fuerzas a la vez que la herida sanaba totalmente.
El aura borrosa que los rodeaba se volvió turbia y oscureció, como si el ocaso cayera más rápido de lo habitual. El aire se arremolinó en torno al cuerpo de Grenio y este sintió el cosquilleo y la presión del viaje. De pronto, el remolino quedó estacionado y el piso se hundió bajo sus pies. Bulen trató de impedir el regreso y lo atacó con su espada. Grenio soltó la mano izquierda de su frente, y la usó para detener la espada, atajándola por el filo. La energía a su alrededor se dispersó en una onda y ambos quedaron flotando en el espacio negro. El troga lo soltó y al mismo tiempo se desvaneció en un vórtice, mientras Bulen se desintegraba y aparecía de nuevo en la luz del día.
Del cielo azul emergió su figura pálida, y antes de detenerse en el suelo, Bulen se había dado cuenta de que estaban de vuelta. Por voluntad del troga habían retornado, y eso lo hizo pensar, con asombro, que cuando se decidía a utilizarla, Grenio poseía la capacidad superior para transportarse que había tenido Kalüb en su tiempo.
La isla que había constituido el hogar principal del clan Fretsa por siglos, era un peñón rocoso casi en mar abierto, lejos de la protección de la costa y sujeto a los vientos y el oleaje bravío. Se podía navegar hacia sus costas solamente por un canal que iba de la península, pasando entre varias islas y escollos. Si se equivocaba el paso, las corrientes arrastraban las balsas al océano a gran velocidad. A sotavento, había una ensenada circular, con una finísima playa custodiada por farallones verticales. El mar había socavado los bordes bajos. De cerca, se podían divisar las entradas de las grutas que llevaban arriba y al interior de la isla.
Las cuevas estaban repletas con gente de todos los clanes, y allí habían tratado de acopiar víveres, combustible, madera. Unos fogones aislados iluminaban los rincones donde algunos conversaban en susurros, y otros se miraban en silencio, resignados, desalentados, con un talante oscuro, amargados y resentidos con el destino.
En la residencia, construida de roca gris y madera petrificada, se hallaban los enfermos y jóvenes que habían llegado primero. Ocupaban los salones y el establo. Los pocos animales que tenía el clan, habían sido mudados al patio, y Fretsa tuvo que pasar entre ellos y un montón de objetos desechados, para dirigirse al salón de entrenamiento, una estancia grande en el primer piso donde se reunían sus guerreros. Al traspasar el umbral, notó con pesar lo reducido que había quedado su número, no porque fueran vencidos en batalla, de eso podía enorgullecerse, sino por el fuego y los escombros que habían asesinado a una docena sin previo aviso.
–Hija –la llamó la anciana jefa del clan, que estaba sentada junto al gran hogar semicircular que adornaba la pared exterior–, ¿han llegado noticias de los otros clanes?
–No, abuela –anunció ella con gravedad–. No lo han intentado siquiera. Y tampoco creo que lo hagan; al menos sé de unos cuantos que prefieren luchar por su cuenta.
–Querrás decir esconderse en sus islas y esperar que pase todo –acotó su tío, contratado como entrenador de sus guerreros.
Toda la tropa se había reunido a su alrededor.
–Aunque no sea al estilo tradicional –dijo entonces su abuela, levantándose con dificultad del sillón y arrastrando tras de sí una capa negra bordada, que a sus años le quedaba larga de tan encorvada y consumida que estaba–, nosotros te apoyaremos si decides ser jefa de los trogas, y estoy segura de que todos te darán su confianza.
Los guerreros respondieron al unísono: –¡So, Sonie Fretsa!
Ella hizo un gesto de aceptación, aunque en su interior dudara de la lealtad de otros clanes, que se habían ido a ocultar en sus cuevas o en cualquier islote rocoso e inhóspito.
Tenían otros problemas, además. Al pasar por las grutas, un troga le había comentado que con la cantidad que habían llegado, no tendrían provisiones para más de una semana, y la isla no podía sustentar a un cuarto de los hombres que tenían ahora. Los guerreros en buen estado eran la minoría absoluta. La mayoría estaban heridos y el curandero no daba abasto con sus pocas medicinas.
Necesitaba un milagro.
Fretsa salió al patio y dejó la residencia para vagar por el pequeño bosque que cubría las faldas del peñón, helándose con el viento nocturno, escuchando el estruendo del mar que al menos coincidía con su ánimo. Cuando estaba alcanzando un promontorio que servía para vigilar la llegada de los barcos, vio venir corriendo a Raño, lo que le pareció ridículo por los pequeños saltos que iba dando un hombre de su tamaño. Se preguntó de qué se habría estado alimentando últimamente. Luego vio su rostro iluminado, y escuchó que le gritaba, lo cual no había notado antes por el rugido de las olas.
–Mira, mira –señaló Raño, agitado, al detenerse frente a ella–. Yo sabía, yo sabía...
Fretsa miró y sus ojos también se iluminaron, sintiendo un alivio tremendo al ver venir a Grenio caminando lento y seguro por el mismo camino que Raño.
–Jra –saludó él con calma, contemplando el paisaje con una vaga inquietud.
Ver trogas, escuchar sus voces, había sido el paraíso por un momento, luego de volver de un futuro desolado sin su raza. Pero ahora volvía la preocupación por la guerra, por el estado en que habían quedado, por la forma en que lo recibirían.
Por Fretsa no tenía que temer; tanta emoción sentía, que lejos de poder expresarla en palabras y sin tener la confianza para tocarlo, cayó arrodillada a los pies de Grenio, y se llevó ambas manos a la boca unidas con devoción.
Mientras, Raño le ponía una mano en el hombro.
–Ya lo sabía –repitió, y agregó con naturalidad–. Uds. serán nuestros jefes. Jre Grenio y Sonie Fretsa, y esta vez vamos a darle con todo a esos enanos blancos.
Amelia se despertó en la oscuridad, sofocada de calor y perturbada por una pesadilla, y lo primero que enfocaron sus ojos fue la niña de su sueño. Kiren la miraba con ojos negros y brillantes, con un rostro serio y amenazante a la vez, mientras se acercaba a ella despacio. Gritó su nombre y se incorporó de un salto, chocando con el toldo bajo de cuero que cubría su lecho: –¡Kiren! –pero antes de que su voz se desvaneciera, ya se había dado cuenta de su error.
La niña, asustada, había salido corriendo en busca de su madre. Hacía días que la joven deliraba y se retorcía inquieta y sudorosa, hablando en lenguas extrañas y abriendo los ojos pero sin reconocer dónde estaba. Mientras su madre estaba ocupada en otras cosas, ella la vigilaba.
Con sus sentidos despejados y alerta, Amelia recorrió con la mirada el lugar donde había despertado. ¿Frotsu-gra? En seguida sintió un dolor lacerante al moverse y vio el grueso vendaje que le habían colocado por encima de un hombro y alrededor del pecho, y también apreció la venda en su antebrazo derecho al secarse el sudor del rostro. Recordó que había caído en el desierto, luego de ser herida por el kishime. ¡No había muerto! ¡Nunca se había sentido tan viva como al despertar sana y salva después de esos momentos en que vio su fin tan cerca!
La matrona apareció junto al lecho y la miró con escrutinio severo. Le tocó la frente y las manos con más rudeza que cuidado maternal, pero Amelia no podía resentir el trato de alguien que la había salvado. La mujer se apartó y comenzó a hablarle en su lenguaje gutural, haciéndole preguntas.
–No entiendo –contestó ella con voz lastimera y ronca, sacudiendo la cabeza con desazón.
La mujer, al menos, entendió que tenía sed y le trajo un cuenco de madera con un líquido turbio. No era agua pura y no sabía que otras cosas contenía, aparte de unos frutos y hojas flotando arriba, pero para Amelia fue maná de los dioses. Bebió varios sorbos con avidez y la mujer le arrancó el cuenco de las manos. Decepcionada, Amelia la contempló con despecho.
Pronto aparecieron los demás miembros de la familia y luego toda la tribu se agolpaba en torno al fogón para echar un vistazo a la joven salvada del desierto. Le dieron un potaje para comer, y se dio cuenta de que no podía recordar cuándo había probado bocado por última vez. Al rato le trajeron sopa y más jugos, de a poco, por indicaciones de la mujer que parecía mandar sobre su tratamiento.
A pesar de todo se sentía bastante bien, y no le causaba ningún temor hallarse entre esta gente. Le generaban una intensa añoranza por su hogar, por el mundo de los humanos, aunque a la vez no podía sacar de su mente la preocupación por saber qué había pasado con Tobía y los trogas.
Eran dos viajeros que se habían encontrado por casualidad y se unían por necesidad, pero, por otra parte, Tobía no se quejaba. Ya había tenido compañeros de viaje raros. Este tenía el malhumor de Grenio, y así se lo dijo cuando alcanzaron al fin las nacientes del río Bleni y el otro protestó por la tardanza.
–Es porque duermes demasiado, monje, y paras para comer, beber y no sé cuántas cosas más –se quejó Fishi, haciendo caso omiso del esplendoroso amanecer que los saludaba, en un campo verde y amarillo jamás hollado por el fuego de la guerra.
–Tú duermes más que yo, y nada más caminar te agota –replicó Tobía, sin inmutarse del gesto, habitual del kishime, de poner la mano en la espada cada vez que quería hacerse notar.
A sus espaldas quedaban las montañas que aislaban Sidria. Tobía le había dicho que sabía en qué lugar más o menos estaban los cuarteles de Sulei, pero resultó que Fishi no podía transportarlos porque no conocía el río Bleni. Sólo podía ir a sitios conocidos, y lo más cercano eran esas montañas. A partir de allí debieron usar el método tradicional y descender a pie.
–Espero que sepas adonde vas –agregó Fishi, sentado con calma en la orilla, mientras Tobía miraba en todas direcciones, buscando una señal de vida.
–Fíjate si hay un barquero, o al menos alguna barca abandonada. Corriente abajo llegaremos rápidamente.
–¿Adónde?
–No sé exactamente; vi a Sulei cerca del río y mencionó que le quedaba de paso. Sin embargo, por su vanidad de conquistador del mundo, no creo que pase desapercibido donde sea que esté.
Fretsa caminaba de un lado a otro por el salón de entrenamiento, como si hiciera guardia. Muy irritada como para soportar las quejas y preguntas de sus subordinados, había conseguido que todos los guerreros se quedaran murmurando del otro lado de la habitación, junto con la anciana que dormitaba junto al fuego. Sus cuchicheos también le resultaban molestos, así que salió a dar una vuelta por el patio. Allí se encontró a Vlojo, que recién después de tres días se levantaba de su lecho, adonde llegó con quemaduras en todo el cuerpo. Ahora sólo tenía unas en el torso y una pierna y se acercó con entusiasmo:
–Jefa, escuché que Grenio regresó del otro lado. Son buenas noticias –afirmó.
–So... –respondió ella entre dientes, conteniendo su rabia porque Vlojo le inspiraba compasión, le hacía recordar a los guerreros que había perdido en la batalla.
–¿Dónde estuvo tanto tiempo? ¿Está herido? Presumo que agotado. ¿Dónde está?
–Dice que estuvo en el futuro –murmuró ella, y luego bramó–. Ahora está abajo, hablando con el curandero. Porque quería ver a los sobrevivientes.
Vlojo asintió, inocente. No tenía idea de la forma cómo ella construía su curiosidad por ver a los heridos: quería saber qué había pasado con la humana. Ya le había dicho que desapareció por su cuenta.
De hecho, Fretsa tenía razón en su suposición, porque Grenio en ese mismo momento estaba escuchando lo mismo de boca del curandero. La humana había desaparecido durante la batalla. Un momento estaba ayudando con los heridos, pero después que los embarcaron, ya no la vio. Estaría enterrada en las ruinas, sugirió el curandero, restándole importancia.
Pero Grenio no creía que hubiera muerto. Había sobrevivido a él mismo, a Bulen y a viajar por el desierto con un monje inútil. ¿Por qué iba a perecer ahora? Salió al exterior, a la madrugada gélida y tormentosa, se detuvo en medio del camino, y trató de viajar hasta su posición.
Cerró los ojos y la percibió, un punto en la inmensidad, titilante y efímero como si estuviera muy lejos. Se disponía a usar el poder para saltar hacia ese lugar, cuando sintió otra presencia idéntica, más fuerte, que ejercía sobre él la misma atracción magnética que conocía bien, que lo había guiado tan lejos como a la Tierra. Sintió miedo, dudó. Tal vez porque resultaba extraño que hubiera dos, su instinto le prevenía con un escalofrío desagradable.
Cáp. 4 – Los peregrinos.
Amelia se despertó en su lecho de pieles de olor rancio, debido a una luz que le daba justo en los ojos. Se levantó y caminó siguiendo el farol, que parecía flotar en el aire, y le extrañó no tropezar con el resto del campamento. Estaba sola en mitad de la noche. Dos lunas brillaban en el cielo, dos cuernos. Sintió un aullido y su eco. No tenía miedo de su soledad.
Se dio cuenta de que estaba soñando y de que la luz se había parado frente a ella. Extendió una mano para tocar el cálido resplandor amarillo y la esfera se desvaneció.
–Me alegra que estés bien –dijo la voz resonante que quedó en lugar de la luz.
Amelia miró alrededor, pero en lo que parecía una superficie lunar, blanquecina y llena de cráteres, no había nada.
–Lug, ¿dónde estás? –gritó, corriendo de frente, luego se detuvo y corrió en otra dirección–. ¿Dónde estás?
–En tu sueño –respondió él con naturalidad, lo cual no le pareció de mucha ayuda a la joven–. Lo importante es que tú me digas dónde estás. No podemos localizarte.
Amelia pensó, intentó darle algunas referencias, pero en suma no lo sabía. En algún lugar a varios días de viaje de Frotsu-gra, pero había estado inconsciente y no podía hablar una palabra con la gente que la había recogido. A veces creía entender la palabra tuké, por eso suponía que la caravana se dirigía hacia el monasterio.
–Frotsu-gra ya no existe –acotó Lug.
–¿Cómo? –se sorprendió ella, era la primera noticia de que algo había salido mal.
Si los trogas no podían detener a Sulei, pensó abatida, los humanos estaban perdidos.
–Sulei escapó con vida luego de una gran explosión que arrasó todo. Eso le contaron a Grenio, porque él estuvo atrapado tres días en el futuro con Bulen.
–¿Bulen?
–Sí, y también regresó a salvo, gracias a que nuestro troga actuó con mesura esta vez y no lo mató allí, a riesgo de quedarse anclado en un pseudo espacio. Aunque no lo mató porque dice que no sería honorable derrotar a un enemigo herido. Ten cuidado.
–Lo sé... pero no te preocupes, ellos creen que estoy muerta –Amelia dudó un segundo y luego le contó lo sucedido con Zelene, y su extraña prueba de sangre.
–El mensaje de Grenio es que no te dejes atrapar por los kishime de nuevo.
–¿Por qué no lo dice él mismo?
–Porque es tímido.
Amelia replicó, mientras su mente dejaba de soñar y perdía la conexión:
–Me alegra que conserves el sentido del humor –y agregó con sarcasmo–, aunque no tu cuerpo.
Por segunda vez creyó despertarse, esta vez en serio, y la luz que la rodeaba era la del sol en alto. La caravana había visto disminuido su ritmo de avance como consecuencia de su herida, lo que no ayudaba a tranquilizar los ánimos de la gente. Ahora que podía incorporarse, aunque le doliera la cortada, y aunque no podía caminar por la debilidad en sus piernas, la pusieron en un caballo y siguieron la marcha. Los niños volvieron a alborotar alrededor de los adultos, que iban serios y precavidos, escudriñando en todas direcciones. La mujer que la había cuidado le puso un atado de tela en la cabeza para protegerla del sol. La blusa que traía estaba inservible, así que le habían prestado una camisa blanca, una de las mejores prendas del muchacho que la encontrado y por eso creía tener cierto derecho de propiedad sobre ella.
Luego de varios días, había perdido la cuenta del tiempo que llevaban viajando, y el paisaje no la ayudaba, siempre plano, amarillo y gris, pasto alto, pasto bajo, soledad. De esa forma se dio cuenta de que no seguían el mismo camino que ella había utilizado para llegar a Frotsu-gra con Grenio y Tobía; pero también se alejaban del mar, y no se cruzaron con los kishime, su mayor temor. Contagiada de la aprensión de los hombres, miraba todo el tiempo al horizonte en busca de alguna nube de polvo o mancha oscura, sabiendo que si los hallaban no tendrían oportunidad alguna. Sin embargo, un amanecer que ya se sentía más fuerte, saludó con alegría los picos que aparecieron en el horizonte a su izquierda, una lejanísima franja azul, en la cual creyó reconocer las montañas que había atravesado antes con tanto esfuerzo. Por algún motivo, tal vez porque le eran conocidas, le dieron un poco de esperanza. El muchacho, que llevaba la brida de su caballo, se volvió hacia ella como buscando una respuesta y entre los dos intercambiaron una sonrisa alegre; los dos estaban emocionados por ver cambiar el panorama. El muchacho tal vez creía que su hogar estaba allí.
Más tarde, descifró que su nombre era Jarut, y trató de hacerle repetir el suyo, aunque en su lengua sonaba como “Amara”. Los demás le tenían desconfianza porque no hablaba un idioma conocido, y de no ser por la mujer que la curó y juraba que era humana, la habrían tirado al costado del camino.
Ya no volvió a ver las montañas. En cambio, la caravana cruzó una zona pantanosa, donde uno de los hombres cayó en el cieno y no volvió a salir más. Acamparon en un lugar que a Amelia le recordó películas de terror: los rodeaba una niebla espesa que las hogueras no podían dispersar, y toda la noche sintió criaturas que ululaban o lanzaban chillidos, y algo que producía un chapoteo constante al moverse por el pantano no muy lejos de sus camas. Además, luego de tantos días de sobrevivir a base de un potaje de color indefinido, extrañaba las comidas suculentas que, en comparación, preparaba su anterior compañero de viaje. Al menos con el troga siempre tenía carne y fruta. En sus sueños, comía en establecimientos de comida rápida y bebía refrescos dulces y burbujeantes, y al despertar se reprendía por pensar en la Tierra por comida y no acordarse de su familia y amigos.
Luego de sobrevivir a la noche de horror en el pantano, se levantó por primera vez sin esfuerzo y sin fiebre, aunque todavía no podía levantar el brazo, que le había quedado entumecido y le asustaba bastante.
Al poco rato de abandonar esas tierras húmedas, vieron un movimiento extraño a lo lejos, algo que se movía rápido y errático. Con creciente temor, continuaron su camino y entonces los hombres del grupo comenzaron a cuchichear ruidosamente y a recoger sus pocas armas: palas y azadones. Al acercarse, Amelia pudo distinguir de qué se trataba: una manada de animales salvajes, del tamaño de perros grandes y de color pardo. Notó la inquietud a su alrededor; la gente temía por sus animales y no estaban seguros si esas bestias atacarían a los humanos.
Primero, creyeron que la manada no los había olfateado y perseguían otra cosa, pero luego las fieras dieron la vuelta y se dirigieron directo a la caravana. El olor a miedo debía de ser un gran estimulante para aquellas bestias, que ahora Amelia podía ver claramente, con lomos arqueados como hienas, hocicos cuadrados como Rotweillers llenos de feroces dientes, y patas ágiles como de felino. Era increíble la velocidad con que cambiaban de rumbo y surcaban el pastizal. Todos apuraron el paso, pero el choque era inevitable.
Amelia se bajó de su montura y señaló a varios niños que ahora iban a pie, y necesitarían el caballo más que ella. No quería imaginarse que una de esas bestias hambrientas atrapara a un niño. Las madres, agradecidas, subieron a sus hijos y espolearon a los caballos para que se alejaran; lo que no era necesario, una vez sueltos de sus correas los animales huyeron despavoridos.
Pero parte de la manada pareció reaccionar a esta fuga, y los más rápidos fueron tras ellos. Amelia se adelantó unos metros y cayendo de rodillas, empezó a recoger piedras con su mano sana y arrojarlas, tratando de atraer la atención de los animales o mejor, espantarlos. Jarut se unió a sus esfuerzos y arrojó los cascotes más lejos, incluso acertando alguno en el flanco de las bestias, lo que las hizo ladearse y girar enloquecidas, lanzando tarascones al aire. Amelia tragó en seco, deseando estar a mil kilómetros de esas fauces.
Mientras, el resto de la manada se iba acercando más precavidamente al grupo principal, oliendo el temor de los jurro y de los hombres, con sus inútiles armas. La primera bestia se lanzó, saltando encima de un hombre grande, quien logró darle un golpe con su azadón y tirarla al piso. El resto de la manada no se animó a atacar de a uno y una jauría se lanzó, chillando, sobre los animales y algunos humanos que se habían quedado paralizados en lugar de huir. Amelia vio pasar corriendo junto a ella al resto de la tribu, pero notó que dos hombres se habían quedado atrás dispuestos a cerrarles el camino. La mayoría de los animales se ensañaba con una torpe bestia de carga. Lanzando mordidas al cuello, vientre y lomo, derribaron al animal en pocos segundos.
Jarut estaba parado junto a la joven, con una pala que había conseguido mágicamente, porque un momento antes no la tenía. No se quedaron a contemplar el espectáculo, y siguieron al resto de la tribu, a tiempo para darse de frente con una mujer que estaba siendo atacada por un animal feroz con los dientes expuestos y echando espuma al saltar sobre ella. Derribó a la mujer de bruces y le lanzó una dentellada al cuello, errando por centímetros la yugular y quedando atragantado con su cabello largo.
Sin darse cuenta siquiera de haber tomado la herramienta, Amelia se acercó y le dio un palazo a la bestia, que se despegó de la mujer y rodó sobre su lomo. Sin dudar, la joven le dio otro palazo en el hocico al tiempo que el animal se lanzaba contra ella. La bestia cayó al suelo, ensangrentada, furiosa, chillando como demonio y debatiéndose en la tierra. Una azada se le clavó con fuerza en la nuca y terminó con su miseria. Amelia levantó la vista siguiendo el mango de la azada y reconoció al padre de Jarut. El muchacho estaba ayudando a levantarse a la mujer, que estaba más asustada que lastimada.
Lejos de contentarse con los jurros, la mitad de la manada había seguido a los humanos, además de los que iban detrás de los caballos y ya se habían perdido de vista. El terreno ascendía suavemente, pero ya resultaba mucho esfuerzo para Amelia, que se cansó en seguida de correr y lamentaba haber usado los dos brazos con la bestia, azuzada por la adrenalina, y ahora se le había abierto la herida. La sangre traspasaba la venda y algunos puntos rojos se translucían por la camisa. Resoplando, notó que la tribu la adelantaba, dispersos, tratando de alejarse de aquellos que alguna bestia elegía como presa. No quiso mirar atrás, segura de que vería a un animal pisándole los talones o a un hombre siendo desgarrado por colmillos y garras. Entonces, presintió que un par de animales la seguía, olisqueando la sangre fresca en su ropa. Podía escuchar el jadeo de las fieras. Se comprimió un brazo con el otro, apretó los dientes y corrió, trazando una tangente respecto al resto. No quería que se lanzaran contra los otros por su culpa.
Iba acercándose adonde terminaba el terreno y se abría el cielo, en una carrera eterna, pensando que tal vez se salvaría si llegaba a la cima de la colina, temiendo lo que iba a encontrar del otro lado. Comenzó a ver la copa de unos árboles más adelante, a distinguir el galope de los caballos que se habían alejado bastante de los demás. Jarut la llamaba a gritos y se esforzaba por alcanzarla, seguido por su padre.
El pasto volaba bajo sus pies, bajo las finas suelas, hasta que al fin resbaló, por un momento le pareció flotar, y cayó de espaldas con un golpe seco. Sintió una sombra que se acercaba a gran velocidad y sus dedos tantearon un cascote. Cerró los ojos, evitando ver el momento final, cuando el primer animal se arrojó sobre su cuerpo, caliente y resoplando un aliento fétido a carne cruda. Apenas sintió la pata sobre su estómago voleó el brazo derecho y la piedra en su mano se destrozó en mil pedazos contra el costado de un hocico húmedo de sangre y saliva. Ahora no tenía con qué defenderse. Abrió los ojos; tras un segundo de sorpresa y dolor, la bestia se alzó sobre sus patas traseras para lanzarse hacia su garganta.
Al instante, el peso del animal desapareció y lo vio desplomarse sobre un costado. No entendía por qué, pero no esperó para arrastrarse con ayuda de sus piernas. Algo la levantó por el cuello y entonces, se dio cuenta de que había sido un hombre alto el que la había salvado, con una flecha que ahora distinguía sobresaliendo del pecho de la bestia. Lo miró agradecida, y le extrañó, porque no podía pertenecer a la tribu, con su pelo trenzado y calva arriba, su atuendo de cuero brilloso y las armas contundentes que cargaba.
Aliviada, miró mientras él se deshacía de la otra bestia con un tiro de ballesta, y volvió a levantar la vista hacia el recién llegado, notando que apenas le llegaba al pecho y que parecía una heladera de grande.
–¿Oro caló? –preguntó el hombre con voz ronca, clavándole unos ojos huraños.
Por suerte Jarut y su padre se acercaban y este último se encargó de hablarle al extraño.
Amelia pudo comprobar que además de este, habían hecho acto de aparición otros cuatro jinetes bien armados, que tenían a salvo al resto de la tribu y ya lograban espantar a las fieras.
Pero todavía le esperaba una sorpresa mayor ese día, cuando su tribu los siguió y se reunieron con un numeroso grupo de guerreros y cazadores. Por el atavío, Amelia reconoció a los cazadores de los lagos cercanos a Sidria. Estaba allí parada entre animales y niños, distraída entre la gente que pasaba a su alrededor saludando a los recién llegados, en medio de un campamento bien surtido, cuando oyó gritar de lejos:
–¡Amelia! ¡Señora Amelia!
La joven movió la cabeza, atónita, porque nunca había esperado oír su propio nombre en ese lugar, y su mente estaba tratando de buscar una explicación, cuando vio venir corriendo a un tuké, la túnica flotando a su alrededor y saludándola con la mano alegremente. Un gesto de la Tierra. Ella sonrió, aun antes de reconocer a Mateus por la pancita que resaltaba en medio de su pequeño cuerpo.
Los demás se apartaron con reverencia mientras ellos se saludaban con un abrazo apretado. Amelia apenas podía contener las lágrimas, y secándose los ojos con la mano, iba contestando a las preguntas de Mateus:
–¿Estás bien? ¿Por qué estás herida? ¿Llegaste sola? ¿El troga? ¿Qué pasó con los kishime? ¿No has visto a Tobía por casualidad?
Más o menos le fue contando lo que había sucedido desde que se separaron, y el monje trató de contener las preguntas que se iban agolpando en su mente al escuchar sobre los sucesos asombrosos en Fishiku, la historia de Lug, y la destrucción de Frotsu-gra.
Amelia notó que el tuké era tratado con gran consideración en el campamento, los guerreros más adornados y fuertes le cedían paso, y la gente común no se animaba a mirarlo directamente, ni a rozarlo siquiera.
–De alguna forma he adquirido fama de hombre bueno y sabio –explicó, al notar su mirada curiosa–. Pero antes que nada, hagamos que revisen esa herida que traes. Estás pálida.
Amelia agradeció el reposo a la sombra de un toldo, y el agua fresca, transparente. En todo el rato que había pasado todavía no había decidido si contarle sobre Tobía. El tuké no tenía por qué imaginar que se habían cruzado, y si le decía cómo lo dejó, se iba a preocupar por su suerte. Además, la conducta de Tobía no era muy clara, y si no volvían a verlo, quedaría como un traidor. No, se dijo la joven, mejor espero a ver qué pasa; si vuelve vivo, que dé sus explicaciones y aclare la situación, si no, mejor recordarlo por todo lo que ayudó en vida. Se acordó de la cara de orgullo que tenía cuando la llevó ante el difunto Gran Tuké.
Mateus le contó que, camino al monasterio con una muchedumbre de gente que huía de sus aldeas destrozadas, sintiéndose todo un santo seguido de huérfanos y heridos, lo picó la inquietud al cruzarse con este ejército que pretendía poner un alto a esos seres extraños, pero no tenían ni idea de a qué se enfrentaban. Allí se le ocurrió que podía satisfacer su impulso de presenciar una batalla histórica, y a la vez ser de utilidad, así que dejó seguir a los otros monjes y se unió a esta tropa improvisada.
–¿Adónde vamos? –inquirió ella, al día siguiente, ya que apenas amanecer los guerreros estaban preparando sus caballos y levantando el sitio.
–Nosotros vamos a seguir el rastro kishime hacia el oeste, ya que no tenemos esperanza de interceptarlos a la salida de Frotsu-gra por lo que contaste –aclaró Mateus, dándole a entender que ella seguía camino con el resto de campesinos que se dirigían al monasterio.
–No –replicó ella, poniéndose a juntar las cosas del monje, libros y papeles–. Tengo que ir con Uds. Pienso que no llegué a este mundo por casualidad, ni para quedarme de brazos cruzados esperando que pase algo.
–¿Desde cuándo crees en tu destino? –preguntó Mateus, con escepticismo.
–Desde que puedo decir que mis sueños no son simples sueños.
Cáp. 5 – Persecución
Bulen caminó en círculos por el estrecho espacio que tenía como prisión, una construcción con forma de cilindro cerca del centro de reunión del Kishu y de su propio hogar, el pabellón de Sulei. Aún a través de gruesas paredes de piedra, podía sentir el lago y la presencia de unos kishime; muy pocos porque la mayoría estaba en guerra, desplazándose con impunidad y a la luz del día por territorios que hasta poco tiempo atrás no se animaban a pisar, tierras de humanos. Al parecer, su jefe había logrado que su raza recuperara el coraje. Tenía mucho tiempo para meditar sobre eso, desde que Sulei lo había mandado encerrar.
El recinto estaba preparado para kishimes de alto nivel. Un anillo de color ámbar ceñía las paredes de la prisión, absorbiendo su energía y manteniendo su fuerza en un nivel bajo. Otro ya habría caído desmayado, pero Bulen seguía caminando con nerviosismo de un lado a otro, aunque esa actividad consumiera su preciosa energía. No dejaba de pensar en la entrevista con su jefe.
–Se iku, su shoko –había saludado con calma, cuando entró en la cueva al volver del futuro, como si nada hubiera pasado aunque todos podían ver su túnica destrozada.
Comprobó que la herida de Sulei había sanado, a pesar de la ansiosa advertencia de Zelene, el primero que lo había encontrado, caminando por el campo al amanecer.
–Bulen... –replicó Sulei, volviéndose con gesto adusto y un tono de voz áspero.
Ambos se midieron con la mirada; Sulei había notado el cambio en Bulen al segundo de verlo en Frotsu-gra. En la gruta encontró rastros de sus actividades.
–¿Me vas a regañar por entrometerme en tu pelea? –lo atajó Bulen, con un tono más atrevido del que se había animado a usar jamás.
–Ya me di cuenta de que probaste la máquina en ti mismo, profanando un cuerpo de tu propia raza.
–Otras veces hemos usado a nuestros semejantes –se excusó Bulen, dándole la espalda–. Los artefactos que veneras, esa misma máquina, se basan en la esencia, en la fuerza, de seres que alguna vez fueron kishime como nosotros.
Sulei sonrió, pero había algo decepcionado, amargo, en su voz: –Cuando te di libertad y poder fue para que te independizaras, te convirtieras en un líder y no una sombra, pero tú... Tú, Bulen, superaste mis expectativas.
–Deli, Sulei –balbuceó Bulen, bajando la cabeza, sinceramente arrepentido ante la mirada acusadora de su superior.
Dos guardias aparecieron en la puerta. No se sorprendió, pero esperaba la pregunta:
–¿Qué viste?
El frío Bulen lo miró con una expresión que lo intrigó, llena de lástima, desesperación, o tal vez, desolación. Por un momento el corazón de Sulei se detuvo, dudando por primera vez de sus planes; en seguida se recuperó, atribuyendo su desazón a la sangre humana.
–Vi que no hay profecía –fue la oscura respuesta de Bulen.
Por un momento pareció que iba a explicarse. En realidad, dudaba si contarle lo que vio primero, la destrucción, y su indigna muerte, porque el futuro cambiaba radicalmente al sacar al troga de la historia. Al final, se mantuvo callado, y a una señal de Sulei, los guardias lo escoltaron. En la puerta se volvió, con una mueca torcida como si quisiera sonreír:
–Si tanto creías en la profecía de Kalüb, ¿por qué no me haces caso? Yo soy Kalüb ahora –exclamó, tirando de un mechón del cabello que le rozaba el hombro–. No necesitas su poder, es peligroso para ti. La solución es terminar con el elegido.
Detuvo su caminata en torno a la cámara sellada y se sentó en el centro. La fuerza de Kalüb brillaba en su interior, podía visualizarla como una galaxia girando, cristalina, móvil, tranquila y fría, pero no desapegada del resto del universo. El espíritu de ese kishime tenía mucha atracción, porque en vida había visto un futuro más allá de los peligros; había tenido atisbos de lo que podía ser cuando las cosas fueran bien para su raza. Bulen tenía esa idea impresa en su imaginación, pero no había logrado ver algo magnífico que justificara la esperanza. Ahora que no podía ir a ningún lado, se concentró en sus recuerdos, y dejó vagar la mente, esperando que alguna respuesta se abriera paso, que un rayo de luz le mostrara cómo alcanzar esa paz.
La partida de jinetes se acercó al río Bleni al atardecer, levantando una intensa polvareda gris. Sin saberlo, pasaron a un par de kilómetros del lugar donde estaba Sulei, entre los montes que dejaban a su derecha, rocas ásperas que los vigilaban con insolencia. Los caballos cruzaron el vado, sus patas levantando una nube de rocío espumoso, y Amelia sonrió con el espectáculo aunque se empapó hasta los huesos. En el transcurso de su marcha, no se habían topado con ningún rastro de los enemigos.
De nuevo se encontró surcando una pradera ondulada y fértil como la región de Sidria; un paisaje adornado de pequeños bosques y perfumado por una templada brisa de flores y hierbas exóticas. Mateus, que cabalgaba a su lado, le explicó que estaban cortando camino para llegar al Parilis, un caudaloso tributario del Bleni que regaba la comarca llamada Rilay. Allí vivían pueblos prósperos y numerosos, los que sin duda atraerían la atención de los kishime. En el otro flanco tenía a Krandon, el cazador que la había salvado de las bestias, quien señaló en ese momento una columna de humo negro que se elevaba detrás de unos árboles. La delgada cinta oscura destacaba en el azul profundo del cielo vespertino, pero ni él ni los otros jinetes podían afirmar si se trataba de un incendio indeseable o del fogón de una aldea. El grupo se detuvo a cubierto del bosque y dos hombres se animaron a ir a investigar.
Mientras, Amelia desmontó junto con los demás y todos se sentaron a esperar novedades, cuchicheando con gran animación pero sin dejar su precaución habitual.
Los dos enviados volvieron al rato, cuando las primeras luces de la noche tapizaban el cielo aterciopelado y la brisa refrescaba bajo la humedad de la llanura. Apenas vieron sus rostros pálidos y movimientos alertas, se dieron cuenta de que el fuego no era natural. Los comandantes del grupo escucharon con atención su relato y luego dieron órdenes de seguir la marcha con mucho cuidado.
–Los kishime ya han pasado por aquí –explicó el Gran Tuké, en español–. Debemos proseguir con mucha cautela, en silencio. Lo que han visto es espantoso...
Aunque se trataba de dos hombres endurecidos por años de vivir de la naturaleza, luchando con fieras y otros pueblos aún más bravos, no estaban preparados para lo que iban a ver. Un pequeño campamento humano había sido atacado y sus modestos habitantes, seres primitivos que no contaban con armas, ni herramientas, ni siquiera con casas donde esconderse, habían sido desollados vivos con algún tipo de gancho filoso. Por alguna razón, sus atacantes habían hecho una hoguera e incinerado algunos de los restos, dejando otros cuerpos a la intemperie, masas sanguinolentas a disposición de los insectos y fieras. Ya de lejos se podía sentir el olor nauseabundo de huesos quemados y el hedor de las vísceras. Los cazadores, sobrecogidos, no se quedaron a contemplar la escena y apenas se aseguraron de que los agresores habían partido, poco tiempo atrás, a suponer por el fuego que ardía con violencia, salieron corriendo a relatar lo encontrado.
Amelia recordó a los kishime que entrenaban en las afueras de Tise, asesinando y quemando aldeas enteras, por diversión. Al menos, no parecían obtener ningún beneficio de lo que hacían, y suponía que esto se debía a que no tenían un gramo de compasión o interés por los seres humanos. Trató de contener los temblores que le recorrían el cuerpo y le dificultaban hasta sostenerse erguida en su caballo y tomar las riendas. Se preguntó cómo iban a enfrentar a tales enemigos y qué podía hacer ella.
–Jefa, tenemos kishime a la vista –anunció Vlojo en voz baja, pegándose a su hombro en la oscuridad.
Llevaban días siguiendo el rastro dejado por sus confiados enemigos al salir de las ruinas de Frotsu-gra. Sabían que algunos grupos se habían desviado de los demás, luego de detenerse por cierto tiempo. Pero, aunque decidieran seguir distintos caminos, Fretsa estaba segura de que se dirigían al oeste, donde los humanos habitaban sin ser molestados todavía, disfrutando de la fertilidad de la tierra y el clima templado, lejos de las inclemencias del océano y la aridez de las montañas. Si acaso creían que los habían derrotado, y ya se podían dedicar a dominar humanos, estaban muy equivocados. Los seguirían hasta el fin del mundo para vengar su destrucción, aunque les llevara hasta el último aliento de vida.
Fretsa sacó un brazo de la capa negra con un gesto veloz en el cual desenfundó su tridente corto. El movimiento puso en alerta a otra docena de sombras que se adelantaron al unísono, irguiéndose entre los pastos altos donde permanecían casi invisibles en la oscuridad, aunque podían ver con claridad gracias a sus ojos nictálopes.
Pero no todos los kishime tenían la certeza de haber terminado con toda amenaza por parte de los trogas, y cuando Fretsa se abalanzó con sus guerreros, creyendo tomarlos desprevenidos, se encontró con un grupo que la esperaba bien preparado. Acompañados por el susurro del viento que zarandeaba la vegetación, avanzaron por el pastizal como sombras, los ojos temibles brillando en las tinieblas. Pero no estaban solos, en la distancia comenzaron a brotar como hongos unas figuras fantasmales.
Vlojo se detuvo, agazapado, delante de una forma pálida que escrutaba la oscuridad con ojos atentos, batiendo la espada lentamente delante de su cuerpo. En el rumor del viento se confundían los roces producidos por los trogas al avanzar, y el kishime estaba tratando de forzar su vista pero todo era muy confuso. Vlojo se arrojó sobre él y como un aluvión derribó al sorprendido kishime, que no atinó a defenderse y cayó con el cuello dislocado; apenas exhaló un suspiro. Vlojo se levantó y miró alrededor; varios enemigos fueron habían sido abatidos antes de darse cuenta de lo cerca que estaban.
Pero no todos se hallaban en tan obvia inferioridad. El jefe del destacamento y sus hombres vecinos, resistieron el embate con destreza, esquivando los golpes y manteniéndolos a raya con el largo de sus espadas. Vlojo sorteó un par de cadáveres kishime y cruzó el campo en dirección al grueso de su gente, donde Fretsa avanzaba con ligereza hacia el jefe, empujando fuera de su camino a todos los jóvenes que intentaban frenarla. Lodar la vio venir mientras combatía con una de sus guerreras, que había logrado colarse entre los enemigos sin ser vista hasta que él mismo la detuvo. Lanzó una estocada que partió el brazo de la troga y cuando ella se tiró a un lado, chillando de dolor, él giró y se dirigió hacia Fretsa. Tomando impulso, saltó la distancia que los separaba. Fretsa frenó en su carrera, empuñó sus tridentes y se preparó a recibirlo. El kishime aterrizó frente a su cara a la vez que trataba de derribarla con un golpe de espada. Fretsa inmovilizó el filo entre sus tridentes y lo hizo girar. Lodar rotó junto con su espada, dando una voltereta en el aire y liberando su arma. Fretsa lo perseguía para apuñalarlo. Lodar dio un sablazo hacia atrás, sin mirar, y ella saltó para salvar sus piernas, desplegando sus alas al tiempo que su adversario se daba la vuelta.
Vlojo fue atacado con una lanza por la espalda. Percibió cómo salía la punta por su hombro, y el sordo dolor punzante de la carne destrozada. Una guerrera del clan voló por encima del kishime, arrancando sus manos de la lanza antes de que pudiera dar otro golpe. Vlojo se retorció para quitarse el trozo que había quedado inserto en su espalda y arrojó la lanza al suelo. Comprobó que la herida no era muy grave, y continuó avanzando, golpeando de paso a un kishime en el rostro y lo mandó a varios metros de distancia con las facciones desfiguradas, y de un colazo barrió a otro kishime que intentaba meterse en la lucha de su jefa. Lodar reprendió a uno de sus hombres por interferir, y siguió tirando estocadas y esquivando los golpes de Fretsa con gran agilidad.
De pronto, Lodar se dio cuenta de que sus hombres llevaban la peor parte, porque no podían prever por dónde los iban a atacar: los trogas se arrastraban y se confundían en el pastizal, saltándoles encima de todas partes.
–¡Le po fu li! –gritó, con voz calma y clara a pesar del esfuerzo que debía mantener en la contienda con Fretsa.
Mientras él trataba de vencerla, arma contra arma pero sin poder ganar terreno todavía, unos kishime extrajeron bolsitas de entre sus ropas y desataron las cintas que las cerraban. Luego esparcieron su contenido, un polvo muy fino que se mantuvo un momento suspendido en el aire y fue arrastrado por el viento. El resto de los kishime comenzó a moverse en retirada.
Lodar zafó la hoja de su espada y la apuntó al suelo, midiendo con ojos calmos a su contendiente; luego de un momento, sonrió complacido. Fretsa gruñó y apretó los dientes, estiró los brazos y cruzó sus tridentes frente a su pecho; luego los despegó con un chirrido y dio un paso a toda velocidad. Lodar vio su semblante airado y su forma borrosa al abalanzarse contra él, y los tridentes que lo aprisionaban. Tenía el brazo derecho, el que sostenía la espada, capturado entre las crestas que lo atravesaban a la altura del codo. La única forma de arrancarlo era muy dolorosa y lo dejaría inhabilitado para seguir con la espada. Por otra parte, Fretsa tenía las dos manos ocupadas y para acabar con él primero debía soltarlo.
Los trogas se detuvieron, tosiendo por efectos del polvo corrosivo en sus sensitivos órganos de olfación; los kishime ya se alejaban aunque cinco se quedaron, esperando al jefe. Vlojo se paró, impaciente, a unos pasos de Fretsa y le rogó que lo acabara de una vez.
Antes de que ella tomara la decisión, Lodar abrió sus dedos por los que escurría la sangre, dejó caer su espada y la que tomó enseguida con su mano izquierda. Fretsa reaccionó, soltándolo y golpeando con ambos tridentes la hoja que venía hacia ella; la espada cayó, mal dirigida, y Lodar saltó, flotando en el aire por un momento. Un tridente voló hacia su cuerpo y lo atravesó en un muslo. Lodar tembló. Acto seguido, Fretsa saltó y lo derribó al suelo en el momento en que se posaba de pie.
Lodar se arrastró, escapando del cuerpo de su enemiga, mucho más pesado que su esbelta estructura, y salió corriendo, ayudado por un kishime que lo vino a recoger. Fretsa se levantó e iba a ordenar que lo siguieran, cuando de pronto notó la nube de polvo ponzoñoso que ya estaba atacando a sus guerreros.
–¿Qué haces ahí parado? –le gritó a Vlojo–. ¿No hueles? Es veneno.
–Los cobardes cubrieron su huida –refunfuñó este, cubriendo su rostro con una mano.
Aunque no respiraran lo suficiente para hacerles daño, los efectos de ardor y visión borrosa eran inmediatos, volviéndolos inútiles para luchar por lo menos esa noche. Fretsa fue la última en dejar el lugar para marchar hacia el ancho río que divisaban a lo lejos; pero antes de seguir a sus guerreros, que ansiosos corrían a lavarse ojos y manos, echó una última mirada al grupo que se perdía en la distancia, un poco disminuidos pero en buen estado, tratando de fijar su rumbo. Además de cubrir su retirada, habían logrado borrar el rastro de su esencia en el pastizal, tapándolo con el penetrante olor del veneno. Este adversario era un buen estratega, y ella no podía quedarse atrás.
Fahgorn, el jefe de la banda de cazadores, los hizo avanzar con cautela, a la sombra de ramas que se alargaban desde el tenebroso bosque como si quisieran abalanzarse sobre la pradera. Él marchaba a la cabeza y lo seguían en apretado grupo. Apenas se sentía el susurro de las patas sobre la hierba y la respiración fuerte de las bestias, todos los ojos alertas a las sombras que los encerraban por todos lados. Amelia respiraba por la boca, y llevaba la cabeza agachada instintivamente.
De pronto, comenzaron a oír un rumor sordo, acompañado de golpes repentinos amortiguados, como un peso enorme cayendo en tierra. Los primeros jinetes debieron sosegar a sus animales, que se resistían a avanzar, aunque en toda la extensión de tierra visible no se distinguía ninguna presencia.
–El olor de la sangre –susurró Krandon, que se había deslizado hasta la cabeza del grupo, mientras palmeaba el cuello de su cabalgadura, porque el animal resoplaba con la boca espumosa y giraba los ojos inyectados en sangre.
En la cima de una colina a su derecha, apareció un resplandor verdoso. Los recorrió un estremecimiento, pero Fahgorn mantuvo la compostura, e hizo señas para que nadie saliera corriendo. Algunos se quedaron mirando fijamente la extraña luz que parecía flotar en la oscuridad, donde se mezclaba el horizonte y el cielo. Amelia forzó la cabeza para mirar hacia delante, aunque su corazón se le desbocaba. Su esfuerzo no le sirvió de mucho, porque a los pocos segundos percibió una luz similar de una fuente desconocida, del otro lado del grupo y más lejano, y mientras tanto, el sonido de fondo no cesaba. ¿Adonde se dirigían?, se preguntó con pavor. Pero como todos los hombres se mantuvieron en su camino sin pronunciar palabra, decidió confiar en ellos, en su valor.
Adelante había un bosque, una mancha que cubría el horizonte, y atrás quedaban las luces esparcidas por el campo, que ya sumaban una media docena. Ahora a la izquierda, en lugar de un tono verdoso reconoció el brillo de una fogata, y cuando ya pensaba que el fenómeno no significaba nada, un grito taladró la noche despertando ecos entre los árboles y un revuelo de animales salvajes. Los caballos no aguantaron más y se lanzaron a la carrera.
El grupo atravesó el bosque con las ramas golpeándoles en el rostro. Amelia se cubrió con un brazo al pasar por debajo de un gran árbol pinchudo, y del suelo brotaron raíces como pitones. El rumor grave ahora se sentía más cerca, y la joven percibió, entre los latidos de su corazón, un aleteo violento que cruzaba el bosque no muy lejos de su posición, arrastrando hojas y quebrando ramas ruidosamente. Lo que fuera pasó, y la joven notó que se habían detenido en un claro. Fahgorn, Krandon y Mateus se encontraban observando un trapo que colgaba de las ramas de un árbol, vestigio de la vertiginosa acometida.
En realidad se trataba de los restos de un cuerpo, que se podía llamar humano con excepción de que tenía cuero en lugar de piel y manos muy grandes, con dedos alargados que terminaban en garras. El vientre destrozado y vaciado, la cabeza colgante y el cuero cabelludo desaparecido, resultaba demasiado aterrador y asqueante para ponerse a mirar con detalle.
Saliendo del bosque, Amelia vio que se hallaban en una colina aplanada y en el horizonte avistó un campamento, cruzando un riachuelo que resplandecía como un cordón plateado bajo las luces de faroles y fogatas, y reconoció la fuente de los sonidos que los precedían. A la izquierda, se alzaba una columna de humo desde una hoguera como la que habían visto los dos cazadores. Tuvieron que pasar entre la pestilencia de los cuerpos humanos destripados, arrastrados y dejados allí, con la piel de la espalda arrancada a tirones.
Fahgorn bramó una orden y el grupo se lanzó a la carrera por la dantesca escena en dirección a la orilla, que parecía alejarse de ellos, sin mirar a los costados, sin prestar atención a los que se reunían en torno a fogatas alimentadas de materiales misteriosos, ni a las figuras nebulosas que recorrían la pendiente cerniéndose sobre ellos.
Grenio viajaba con la mitad de los guerreros de Fretsa, que ella le había prestado con la idea de ahorrar fuerzas y prevenir un desastre. Se encontraron a la orilla de un río, donde Grenio y un par de guerreros estudiaban el agua, percibiendo cambios que indicaban que más arriba sucedía algo. Raño vio que se acercaba su jefa y corrió a avisar a los demás.
–Nos estaban esperando –informó ella lacónicamente, mientras contemplaba a sus hombres lavarse con esmero ojos y narices para sacarse los rastros de polvo venenoso.
Grenio observó que traía algunos rasguños pero no le dijo nada.
–Esta vez huyeron –agregó Vlojo, que no quería quedar como un perdedor de nuevo.
–Bah... –gruñó Fretsa, todavía encolerizada por la batalla como para preocuparse por su orgullo–, utilizaron un truco pero funcionó para cubrir su partida. Si queremos ganarles, debemos adelantarnos a sus planes. Grenio, yo no conozco las tierras humanas muy bien, pero tú que has recorrido tanto, debes saber mejor que nosotros adonde se dirigen.
El troga miró río arriba. Vlojo, que intentaba refrescarse, al beber unos sorbos comenzó a escupir:
–El agua sabe a sangre –exclamó con disgusto.
–No es muy difícil de suponer... –contestó Grenio, dirigiéndose a Fretsa–, llevados por su temor, los humanos se van a concentrar en un punto y allí se dirigen los kishime, cercándolos poco a poco. Creo que este territorio se llama Rilay, y no hay ciudades fortificadas, pero viven muchos humanos.
–Debemos ir corriente arriba –concluyó Fretsa, mirando alrededor como para medir el alcance de sus fuerzas.
–¿Con los humanos? –replicó una de sus guerreras, horripilada.
Fretsa la miró con dureza y rezongó: –Sí, no importan ahora los humanos. Además, nos servirán como carnada para atrapar a los kishime cuando estén ocupados con ellos.
Cáp. 6 – La gruta
El sol plantaba sus primeros rayos sobre el conjunto de piedra, y una neblina blanca iba desvelando la montaña sobre la cual se recostaba el templo abandonado. Tres kishime con túnicas celestes de amplio ruedo y largas cabelleras rubias guardaban la entrada al templo, uno sentado sobre una columna con displicencia, dos caminando por la escalinata que atravesaba las ruinas.
Fesha salió de la cueva oscura, contempló el amanecer con placidez, pasó entre ellos tres y se trasladó hasta el pie del monte, donde el resto de sus hombres permanecían, sentados o parados observando el paisaje, vigilantes. Habían presentido el paso de algunos humanos y trogas a lo lejos, pero no tenían intenciones de dirigirse hacia ellos. Iban siguiendo a Lodar, lo cual no preocupó a Fesha, quien conocía las habilidades de su colega del Kishu. Se sentía contento por el buen estado de sus hombres, en especial la docena que ya había pasado por el proceso revitalizador de Sulei. Necesitaban materiales nuevos para eso, así que encomendó a dos que fueran al río.
A la sombra del antiguo muelle, que sólo conservaba algunos tablones gruesos con remaches en cruz sobre los ocho pilares de piedra que cortaban la corriente, había una pequeña barca, tirada sobre la orilla. Los remos habían sido dejados con prisa junto al bote, cuando Tobía vio bajar a los kishime que conversando, se detuvieron en el muelle justo sobre su cabeza. Desde su escondite precario, hundido en diez centímetros de agua, tembló al escuchar los crujidos de sus pasos encima de él y se preguntó con impaciencia, qué estaría haciendo Fishi. Se había marchado poco antes del amanecer: declarando que sentía un gran número de kishime y que iba a investigar, lo dejó solo en el bote y desapareció.
Tobía se dio cuenta de que los kishime estaban discutiendo acaloradamente, y se preguntó qué les pasaría, cuando el muelle crujió con estrépito gracias al golpe de uno de ellos y se disolvió sobre su cabeza, dejándolo a descubierto a plena luz. El tuké los miró y sonrió, comenzando a decir algo, pero no se interesaron en su explicación. Lo subieron y uno sacó la espada.
–Kel si o –objetó su compañero, poniendo una mano sobre la hoja de metal verdoso.
Tobía estaba transpirando la gota gorda, cuando vio aparecer a Fishi detrás de ellos y suspiró de alivio.
–¿Qué hacen? –exclamó el recién llegado, a lo que los hombres de Fesha se volvieron sorprendidos.
Fishi ya había puesto una mano sobre la shala, pero al notar que portaba un arma de tal calibre, los otros dos ejecutaron una leve inclinación de cabeza, creyendo que se trataba de algún enviado importante.
–Se iku su goshe –saludó el que había detenido el impulso de su compañero, mientras este envainaba la espada en su cinturón.
–Se iku –respondió Fishi con sarcasmo, y luego preguntó–. ¿Uds. son los que andan matando humanos indiscriminadamente?
Tobía se tapó la cara, asombrado por su falta de tacto.
Los kishime se miraron intrigados pero sin sospechar. Claro que no tenían ni idea de qué era Fishiku, pero un rato después comenzaron a imaginar que se trataba de un enemigo de Sulei y se adelantaron un paso.
–¿Quién eres? ¿Qué miembro del Kishu te envía?
–Mi nombre es Fishi, de la... –se interrumpió cuando Tobía comenzó a toser desesperadamente.
Uno de los kishime lo aferró por un hombro y lo sacudió, preguntándole a su compañero:
–¿Qué tiene? ¿Está muriendo?
–No sé, pero tal vez no sirva.
Tobía había acabado con su ficticio acceso de tos, y olvidando lo que iba a decir en tono belicoso, Fishi se acordó de lo que tenía que averiguar:
–¿Dónde está Sulei? Tengo que verlo.
–Ahora no recibe a nadie excepto a Zelene y nuestro jefe Fesha –replicó uno, mientras el otro tomaba a Tobía del brazo y lo arrastraba consigo.
El tuké exclamó, tratando de zafarse: –¡Eh, yo estoy con él, no pueden llevarme! ¡Fishi!
Como los otros lo miraran con curiosidad, Fishi alzó los ojos al cielo, y les dijo suspirando:
–No pueden tomarlo. Es mi prisionero.
Luego de un minuto de tensa espera en que Tobía se sintió perdido, el otro replicó:
–Entiendo, vienes por la máquina. Síguenos, te acompañaremos hasta la gruta.
Fishi sonrió, al fin llegaba adonde quería y pronto encontraría al tal Sulei que tanto alboroto había armado.
–Este lugar se llama Semel –le comunicó Mateus, mientras guiaban a sus caballos entre el gentío que pululaba en el campamento.
Salvados por los pelos de ser atrapados por los hombres de Dalin, el grupo de cazadores de los lagos cruzó el pequeño río y se halló en una llanura repleta de guerreros de todas las regiones reunidos. Habían parado en este lugar una noche, cuando los kishime los sorprendieron. La mayoría eran hombres y mujeres de Rilay, que habían acudido desde sus pueblos y aldeas al llamado de Faney, un querido jefe. También había refugiados de todas partes donde habían atacado los ángeles de la muerte, llegados con noticias espeluznantes sobre destrucción y amenaza. El grupo con el que viajó Amelia, se reunió con otro oriundo de Sidria y comentaron qué les había ocurrido a puro grito.
Enterados de la llegada de un sabio, el Gran Tuké, los asumidos jefes del campamento exigieron su presencia y allá se dirigió Mateus, pidiendo la compañía de Amelia, a quien presentaba como una importante sacerdotisa de otro mundo.
En medio del mar de rostros, cansados y ateridos por la vigilia de la noche o enrojecidos y ansiosos por la lucha que les esperaba, divisaron una ronda de hombres y mujeres en torno a una fogata donde se recalentaba una olla con té de hierbas. Un hombre maduro, de barba gris y pecho amplio, se presentó como Faney. Aunque vestía como el resto de su gente, un pantalón oscuro de lana, camisa blanca y chaleco trenzado de colores, lo distinguía el aire de autoridad. Del resto destacaba un joven alto, de cabello moreno y piel bronceada, que tenía la camisa arremangada y se apoyaba en su lanza mientras escuchaba la conversación de Faney y Mateus sobre los kishime, con aire interesado. Su nombre era Eduleim y se disponía a servir de capitán de las tropas de Rilay en el frente de batalla, aunque toda su vida había sido un simple granjero. No se perdió palabra de la completa explicación de Mateus, entendiendo que contra los kishime de alto rango no tenían oportunidad, y la única debilidad del resto era la capacidad física que no les permitía sostener una lucha prolongada.
Amelia se fue a dormir un rato. En el tolderío se sintió oprimida; percibía a su alrededor cientos de respiraciones. Cerró sus párpados a la visión de los ojos temerosos, desorbitados, de los muchachos de su edad y a la ilusoria seguridad de los hombres mayores que se afanaban allí cerca. Su sueño fue inquieto, perturbado por el sonido de fondo de la fabricación de armas, como lanzas, flechas, y boleadoras, a partir de herramientas de labraza, y el afilado de cuchillos. Más allá, estaba la amenaza latente del enemigo.
El sol espantó las sombras y la niebla de la madrugada, y la joven despertó sobresaltada de una pesadilla, con el hombro dolorido y la sensación de haber visto en su sueño ojos que la vigilaban.
Apenas los dejaron solos y fueron a avisar a Fesha, Tobía aprovechó para preguntar a Fishi:
–¿Qué quieren decir con la máquina? ¿Para qué me querían a mí?
–No lo sé –murmuró el kishime entre dientes, observando el ir y venir de sus congéneres.
¿Qué cuidaban tanto todos esos guerreros, mientras la lucha con la raza humana y troga se libraba en otro lado?
–Grenio habló sobre un armatoste que Sulei tenía en los sótanos de Dilut –musitó el tuké, reflexionando–. Desde entonces Sulei parece más poderoso y ya no parece interesado en el elegido, como si no lo necesitara...
–¿Un artefacto? ¿Kishime? –replicó Fishi, recordando el relato de Sel acerca de la mutación de Bulen, y los antiguos cuentos de su raza.
Notaron que Fesha salía de un agujero excavado en la pared rocosa, y callaron cuando se acercó a ellos. Tobía retrocedió un paso y bajó la cabeza, como correspondía a un asustado prisionero. Pero el kishime siguió de largo, luego de echar un vistazo al pequeño humano con desdén. Luego los acompañaron a un salón en el templo, vacío, donde habían improvisado una celda en una esquina colocando pilares de piedra a manera de barrotes. Tobía fue arrojado en ese espacio, sucio y oloroso por la reciente habitación de otras víctimas. Al kishime lo invitaron a descansar un rato, diciendo que si tenía un mensaje para Sulei debía esperar, porque el shoko estaba ocupado.
Fishi esperó un minuto y salió del templo, escurriéndose hacia la entrada de la gruta.
Zelene cuidaba el sueño de su señor, de pie junto a la entrada de su cámara, un pequeño hueco subsidiario de la cueva del artefacto. Con expresión impasible, escuchaba la respiración agitada que marcaba la alteración de su esencia kishime, y de pronto, Sulei despertó y se incorporó con tal violencia que se dio de frente contra el techo de su lecho excavado en la roca.
–¡Zelene! –llamó, pasándose la mano por la piel, donde la magulladura se volvía visible, pero cuando el sirviente entró lo fijó con la mirada fría de un superior–. Dime, Zelene... ¿Está muerta la humana cuya esencia se encuentra ahora en mi sangre?
El sirviente quedó atónito, revolviendo en su cabeza los recuerdos de esa escena con la cuestión de por qué le preguntaba de nuevo; con cierto nerviosismo confirmó: –Sí, shoko, porque eso fue lo que me comandaste. También confesé que ella me hirió en el abdomen y no fui yo el que la asesinó sino un hombre de confianza.
–Hazlo venir, y a algún lector de mentes –ordenó Sulei, sentándose con calma en su lecho.
No desconfiaba de la lealtad de sus hombres pero tenía la certeza de haber percibido una presencia al dormir: voces familiares que no conocía y la imagen difusa de Amelia.
Fishi había escuchado su conversación, pegado al muro que los separaba de la cámara principal, pero al sentir los pasos de Zelene de un lado y la entrada de los guardias del otro, corrió al fondo, hacia el artefacto negro. Se cuidó de no tocarlo ni con la punta de su ropa, lleno de una sensación desapacible, perturbadora.
No tenía salida, lo iban a ver en cualquier momento, así que abruptamente decidió transportarse, sin pensar adónde iba a terminar.
Cáp. 7 – El augurio
En ese paisaje, a mediodía, eran tan obvios como moscas en la leche. Fretsa se subió la capucha para taparse del sol. Los que la seguían hicieron un alto. Más adelante, Grenio continuó la marcha hasta que un guerrero próximo a él, se adelantó y lo detuvo poniéndole una mano en el hombro. Iba tan concentrado que casi se había olvidado de los otros y no le importaba el peligro que corrían ahora.
–Arg... –gruñó Fretsa, sentándose contra el banco del río–. Los aromas se confunden, sangre, muertos, humanos y kishime por igual. Voy a enviar unos espías antes de que nos capturen desprevenidos.
Los que se habían reunido en círculo a su alrededor asintieron y la jefa señaló a tres, dos mujeres jóvenes de su clan y Vlojo. Salieron reptando con movimientos sigilosos y pronto se perdieron de vista, una entrando a un grupo de árboles que podía usar como trampolín saltando de una copa a la otra, y la otra guerrera se metió en un arroyo que se abría a unos metros en el profundo declive que señalaba esa margen del río. Vlojo se perdió entre las hierbas y flores de la campiña.
En cuclillas, con la mano izquierda sobre la espada, Grenio permanecía estático, con los ojos fijos en los claros remolinos del agua. Su destino seguía dividido; por un lado una presencia fuerte y cercana, lo llevaba como una llama que lo guiara en un túnel oscuro, hacia el grupo de humanos que se había reunido más adelante, y por otro lado, una luz que se había ido apagando, desde la distancia le insistía, pero le hacía sentir desazón. Había prometido a los trogas, quienes no le tenían excesiva confianza, poner toda su fuerza en el combate y acompañarlos hasta el fin. Eso lo mantenía en su lugar, quieto, porque temía lo que iba a hacer si actuaba.
En el refugio hundido en medio del bosque tenebroso, Sel velaba incansable el sueño de Bofe. Lo estudiaba a la luz velada que las ventanas tapadas dejaban pasar, el rostro inmutable tras el tul blanco. Estaba tan ensimismado que al principio no percibió las palabras. Luego de un minuto, se dio cuenta de que le hablaban y se levantó sobresaltado, mirando a todos lados.
Estaba solo en el cuarto, y la voz se había convertido en un murmullo grave apenas le prestó atención. A su pesar, se estremeció, deseando que Deshin no hubiera partido con esa gente del Kishu, dejándolo solo entre extraños. Los especialistas le daban un poco de temor, todos iguales, inexpresivos y parsimoniosos, cubiertos de pies a cabeza por sus uniformes blancos. En ese momento entró uno y, sin prestarle atención, se dirigió hacia el lecho. Sel le abrió paso, contemplando con curiosidad cuando el otro descorrió el velo, pero poco a poco se fue acercando para observar qué sucedía.
–Es un prematuro –anunció el especialista, y su voz sonó dulce en comparación con los ecos de la voz anterior.
En el pecho desnudo del durmiente se agitaba algo, pugnando debajo de la piel y del tejido superficial, empujando hacia fuera. El kishime alargó su brazo envuelto de blanco hasta la palma de la mano y palpó la frente de Bofe.
–Dame tu arma –le dijo a Sel.
El joven dudó, con manos temblorosas tomó la espada que Deshin le había encomendado para que defendiera la vida del hombre del Consejo, pero al final se la tendió, ganando la serenidad del otro. ¿Qué iba a hacer? Seguramente no pensaba hacerle daño con él vigilando. Aún antes de que pudiera objetar algo, el especialista tomó la espada, la pasó sobre el kishime tendido y abrió una incisión en el centro del abdomen. Sel dio un paso atrás.
El especialista le devolvió el arma sin mirarlo. Sel se sintió repugnado cuando metió las manos en la herida y maniobró entre la carne pegajosa. Con un sonido de succión, y un suave tirón, sacó una especie de huevo membranoso. Lo sostuvo entre ambas manos, ante los helados ojos del joven, que se fijaron en el interior de la sustancia gelatinosa, ensangrentada, y pudo distinguir allí otra bola más pequeña que emitía un resplandor. Luego reparó en el herido, pero el especialista le comunicó: –Está bien. Mira, ya está sanando.
Asombrado, Sel se dio cuenta de que Bofe no sangraba y aunque tenía un feo corte hinchado en la piel blanca, no parecía que recién le hubieran revuelto las tripas. Después notó que el rostro del especialista asumía una sonrisa mientras miraba el huevo con admiración, como si nunca hubiera visto uno igual. Sel se preguntó si para trabajar allí habría que adorar esas cosas, porque era la primera expresión de sentimiento que le veía. En el huevo se agitaba algo, y con cada convulsión el brillo aumentaba. Sel se maravilló al percibir que de esa pequeña cosa provenía la misma sensación que de un kishime adulto; y se dio cuenta de que estaba contemplando el comienzo de una vida, toda una vida contenida en ese inconsistente recipiente.
Ya se había olvidado de la voz que lo había perturbado y no recordó preguntarle al especialista si sabía quien podía haber sido.
Eduleim había llevado a sus hombres del otro lado del riachuelo, apostándolos en la llanura que de madrugada se había encendido con misteriosos fuegos verdes, mientras otros se preparaban para formar un segundo cerco en torno al campamento, apilando armas, bultos, piedras.
Amelia pasó entre el bullicio y la actividad, por los fogones donde forjaban puntas y afilaban herramientas para convertirlas en armas. Los hombres de Sidria habían tomado el otro frente, ocupando un triángulo de tierra formado por la desembocadura del río pequeño en el Parilis, y más allá, otros grupos de jinetes habían cruzado para prevenir que no los atacaran por sorpresa desde la orilla opuesta.
Todos esperaban, pero no creían correr peligro inmediato, observó Amelia al pasar por los grupos que estaban comiendo y bebiendo, haciendo bromas y alardeando, a pesar de sus rostros serios y alicaídos, hombres y mujeres por igual. Porondeles y Fahgorn la invitaron con señas a reunirse con su gente, que daba un festejo previo, para animarse en la batalla, pero ella rehusó. Había desayunado con Mateus y Faney, y como resultado tenía un nudo en el estómago y un malestar que le hacía parecer prodigiosa la actitud de esos hombres.
–Que no sea su última cena, o mejor dicho almuerzo –murmuró al detenerse a orillas del Parilis, a cierta distancia del resto, y luego se agachó para refrescarse un poco.
Había una conmoción entre los hombres del margen opuesto. Amelia se irguió y vio que varios cruzaban el vado al galope; su corazón dio un vuelco, creyendo que comenzaba el ataque. Después vio que traían a alguien colgando entre ellos. Sin darse cuenta, sus pies ya corrían hacia ese lugar mientras se preguntaba si se trataba de un herido.
Se tuvieron que frenar, rodeados de curiosos que llegaban corriendo de todas partes, y depositaron su carga en el suelo. La joven se abrió paso entre dos hombres enormes y observó, extrañada, que traían un prisionero. Lo habían encapuchado y lo llevaban colgado de unas cuerdas atadas a sus monturas. El hombre a su lado gritó y Amelia reconoció en él a Krandon, su salvador. Los presentes estaban furiosos y sedientos de sangre. “¿Pudieron atrapar realmente un kishime, o será una trampa?” Quería alertarles, decirles que no se confiaran. Notó que por debajo del manto que habían usado para atraparlo sobresalía un par de piernas oscuras y exclamó:
–¡Cuida... –su voz quedó ahogada en el mismo momento por la exclamación de sorpresa del resto, cuando el prisionero se sacudió sus ataduras y se irguió, alto como el más fornido de los hombres, arrastrando en su intento de fuga al jinete que trató de asirlo.
La cuerda zafó de sus manos, ya que los demás no habían atinado a pararla, y la criatura aprovechó para correr, tratando de sacarse la tela que le tapaba la visión. Todos se habían echado para atrás, excepto Amelia y Krandon, quien le gritó a un jinete que se acercaba desde el campamento. Al instante, Porondeles sacó su ballesta, en plena carrera, y disparó la red sobre el fugado a la vez que este lograba librarse del manto.
De nuevo atrapada, la furiosa criatura se sacudió en el piso, arrancando un dardo del suelo pero enredándose más. Amelia corrió tras Krandon y los demás también se animaron a acercarse. La joven había reconocido al troga, pero al acercarse notó que no era la Fretsa que recordaba aunque se parecía mucho, por su piel rojiza, cuerpo musculoso y pequeñas alas negras. Krandon y Porondeles apuntaron con sus lanzas a la cabeza de la troga, quien les devolvió la mirada con ojos amarillos y rabiosos.
La otra guerrera había visto que su pariente estaba a punto de ser capturada. Su primer impulso fue seguirla, pero Vlojo la atajó a tiempo y le dijo que debían consultar con la jefa, antes de hacer contacto con un enemigo. Volvieron corriendo hasta los demás y Fretsa decidió ir a rescatarla, sólo un grupo pequeño. Ella misma guió a Vlojo y otros tres hacia el sitio humano, dando un rodeo por el bosque. A la orilla del Parilis, captaron la esencia de su compañera y nadaron al otro lado.
Amelia iba pensando a toda velocidad. ¿Estaban tan cerca los trogas? ¿Habían venido desde Frotsu-gra? ¿Dónde estaba Grenio, y por qué no le había avisado Lug?
–¡No, no es su enemigo! –gritó Amelia interponiéndose frente a la lanza de los dos cazadores que querían asesinarla.
Mientras, la troga cortó algunas hebras de la red con sus largas garras y se alzó libre. Amelia notó que se erguía detrás de ella, alta y poderosa, y en un parpadeo, antes de que pudiera moverse, la tomó del cuello. No trató de escapar; sentía su respiración entrecortada y se imaginó que la troga estaba asustada, la atacaba en defensa propia.
–Fla... –murmuró, recordando las palabras troga y rogando no equivocarse, intentó con más seguridad– Fla. Fla.
La troga se sorprendió y aflojó el apretón, dejando en su cuello unas marcas rojas pero ninguna herida. Los hombres amagaron con sus lanzas, y esta vez no la hubiera salvado la joven, de no ser por la llegada providencial del jefe Faney.
–Alto, mis hombres –ordenó, frenando su caballo a escasa distancia–. Están confundidos, esta criatura no es un enemigo, no es un ángel de muerte.
Y Mateus trató de convencer a la troga, en su lengua, de que no intentara nada y la dejarían libre.
–No somos enemigos, ahora no.
El sirviente dejó la prisión atemorizado. Día y noche, cuando iba a llevarle el agua mínima necesaria para sobrevivir, veía a Bulen sentado en la misma posición en el suelo, con los ojos abiertos y sin responder. No se animaba a entrar para analizar su estado, y los demás kishime tampoco sabían darle una respuesta. Tendría que consultar con Sulei, pero para eso necesitaba mandar un mensajero.
Se dirigió al salón del Kishu. Atravesó las solitarias arcadas, subió la escalera y caminó por una columnata, donde encontró al kishime que buscaba, el guardia que había traído al prisionero. Lo vio hablando con alguien de espaldas a quien no pudo reconocer, y esperó.
El kishime desconocido dijo algo al guardia y se dio vuelta, mostrándose ante el sirviente. Lo miró, un poco sorprendido. Él aprovechó para acercarse y comunicar sus dudas.
–¡Bulen! –exclamó Deshin, que había estado tratando de mantener al guardia ocupado mientras esperaba a los otros dos afuera del salón del Kishu–. Repite lo que has dicho... ¿Bulen, el segundo de Sulei, en la prisión?
–Yo mismo lo traje por orden de Sulei, por traición –interpuso el guardia, y se acercó más–. ¿Por qué preguntas?
Si fuera Fishi ya hubiera recurrido a la shala, pero Deshin sonrió pacíficamente y respondió que sólo tenía curiosidad. El guardia se fue con el sirviente, para examinar el estado que le daba tanta preocupación, sabiendo que del bienestar de su prisionero dependía su propia vida. Deshin suspiró, y un minuto más tarde aparecieron en lo alto de la escalinata Koshin y Shadar. Notó con placer que Shadar cargaba con unas plaquetas de metal atadas con cintas de cuero. Deshin tendió las manos y el otro le entregó el paquete.
–Gekimi –dijo en tono solemne, tocando la placa superior con reverencia.
–Vámonos de aquí –replicó Koshin con impaciencia, comenzando a descender los escalones–. ¿Te ha visto algún guardia de los rebeldes?
Shadar y Deshin lo siguieron en su apuro. Mientras tanto, el guardia y el sirviente de Sulei llegaban a unos pasos del edificio cilíndrico al tiempo que un temblor sacudía el piso y las paredes se estremecían.
–¿Qué es eso? –preguntó el sirviente, haciendo equilibrio al igual que su compañero, mientras el terremoto seguía sacudiendo el terreno–. ¡Hay que sacarlo!
El epicentro del temblor se hallaba en la misma celda de Bulen, y el guardia comenzó sospechar que no estaban ante un fenómeno natural cuando la luz se coló a través de las grietas que se iban formando en los muros. Pero tampoco podía ser un intento de escape: a esta altura el prisionero estaría debilitado y el anillo protector seguía en su sitio. En ese momento, como para corregirlo, el cordón ámbar empezó a agrietarse a medida que las rajaduras de luz lo alcanzaban, y un segundo después estalló en mil fragmentos cristalinos.
Los dos kishime se lanzaron al suelo, a la vez que una onda de trocitos color ámbar y escombros de piedra barrieron todo el lugar.
Entre una cortina de polvo, Bulen emergió de la destrucción, caminando con sus propios pies, sano y salvo; pasó como un espectro por delante de los dos kishime, que apenas alzaron sus ojos del suelo, aterrados, y se perdió de nuevo entre los restos de la inmensa explosión.
Helado, Koshin se detuvo en la explanada junto al edificio del Kishu, al sentir el estruendo y la energía desplegada por Bulen para romper el anillo que lo detenía. Deshin movió la cabeza en la dirección de la que provenía tanta energía y pareció intrigado.
Bulen se detuvo junto al lago, los ojos perdidos en la distancia como cuando estaba sentado en su celda, y se metió lentamente al agua, despidiendo vapor allí donde su ropa y piel, calientes todavía por la explosión, se enfriaban lentamente. Las moléculas del lago lo atravesaron en reconocimiento a un viejo amigo; Bulen se hundió hasta la cabeza. Después de diez minutos, las aguas se removieron y emergió en la superficie, alzándose ligero sobre la superficie del lago. Sus ojos, ahora claros y precisos, se volvieron al sol, y con un barrido de luciérnagas, desapareció.
En la pequeña playa amarilla, divisaron a la joven Fretsa, en compañía de Amelia y un grupo de guerreros a caballo.
–¡Vamos! ¡La mataré! –exclamó la jefa de los trogas, ante la sorpresa de su gente que, al contrario, se habían alegrado al ver que su compañera seguía en buen estado.
El grupo de la playa no presentaba una actitud sospechosa, observó Vlojo mientras corría, la troga se hallaba libre y un poco separada de los humanos, que tenían sus armas bajas. Sólo después reconoció a la joven humana como la descendiente de Claudio.
Porondeles sintió que algo andaba mal y miró a un lado. Lo sorprendió el grupo que se acercaba, por su apariencia monstruosa y sus tamaños que denotaban una gran fuerza.
–¡Ea! –gritó, cuando pudo reponerse de la impresión.
La troga ya había notado la vibración del suelo y luego el aroma conocido. Los trogas los rodearon antes de que pudieran recomponerse del susto, del desconcierto. Era la primera vez que los humanos se veían cara a cara con estos seres, bestias con gran poderío; pero a diferencia de los animales y de los cadáveres que habían encontrado en el camino, sus ojos transmitían astucia y comprensión.
Fretsa se metió en medio de los jinetes empuñando un tridente, tomó a Amelia de un hombro, y dándole un tirón le hizo perder el equilibrio y caer. Desde el suelo, la joven la miró interrogante. Los guerreros tomaron sus armas pero se contuvieron, encerrados entre monstruos y temiendo por la vida de la joven. Fretsa la miró con ojos brillantes por un momento y luego se abalanzó sobre ella para apuñalarla en el pecho con su arma. Los guerreros protestaron. Amelia levantó los brazos para protegerse, obtuvo un raspón y logró parar por apenas un segundo el brazo de la troga que furiosa, perdía su concentración.
–Jefa... –interrumpió Vlojo–. ¿Por qué te metes con una enemiga que pertenece a Grenio? Recuerda que es su venganza, pero que no es nuestra enemiga. Según el mismo Grenio, gracias a ella pudo alcanzar Frotsu-gra a la hora de la batalla.
–Sí. No sé por qué, pero esa humana intentó salvar mi vida –agregó la recién recobrada guerrera con tono indeciso.
Fretsa había dejado de atacar, por el debido respeto a la opinión de sus hombres, pero no pretendía perder esta oportunidad. Le parecía que Grenio se tomaba demasiado tiempo para cumplir con su venganza, y ella quería aniquilar el problema de una vez. Además, la profecía se había cumplido, la humana sólo había traído desgracia.
Amelia se levantó, pero no salió corriendo. No quería mostrarle miedo, aunque le tuviera mucho, a esta troga que la miraba como si la hubiera ofendido. A pesar de su diferencia de estatura, masa, y fuerza, no pretendía dejarse avasallar.
–Yo tomo la responsabilidad –susurró Fretsa entre dientes, y sus hombres comenzaron a alejarse lentamente, sin perder de vista a los humanos.
Los guerreros observaron la retirada sin entender, pero aliviados. Fretsa no se pensaba marchar, sin embargo. De repente aferró a Amelia del brazo y la arrastró consigo, corriendo hacia el bosque. Los hombres espolearon los caballos y las persiguieron, con Krandon a la cabeza. Cruzaron el vado pisándoles los talones y la troga tuvo que cargarse la humana al hombro para huir y meterse entre los árboles. Trepó a un ejemplar alto. Amelia pataleó para que la bajara y al fin se lo concedió, pero entonces la joven se dio cuenta que estaba en serios problemas.
Fretsa la arrinconó contra un tronco, tapándole la boca y amenazándola con la punta de su tridente en la garganta mientras a su alrededor los jinetes batían la espesura en su busca. Siguieron de largo y entonces la troga mostró los dientes, en lo que pareció a Amelia una mueca de satisfacción. Levantó el brazo y Amelia gritó, cuando de pronto las cegó una luz que apareció de la nada y las envolvió.
La troga sintió que detenían su brazo y por más que quiso, se trataba de una fuerza inamovible, mientras que Amelia se cayó de la rama, chocó contra el follaje bajo, y aterrizó entre las hojas muertas. Desde su posición tendida de espaldas, pudo ver que una figura se formaba junto a Fretsa, y emitía tanta luz que la piel troga se volvía cobriza. Los límites difusos se fueron aclarando y Bulen se hizo visible, parado en la punta de la rama y apretando aún su mano armada.
Mareada, Amelia se preguntó por qué, de todas las criaturas posibles, se le aparecía este kishime, si en realidad quería salvarla, matarla, o raptarla para más pruebas raras.
–¿Qué haces, si tú me dijiste que debía deshacerme de ella? –inquirió Fretsa, apenas reconoció su fuente de luz.
Ambos descendieron y Amelia se incorporó, maravillada aún por la presentación de Bulen. El brazo de Fretsa tenía algunos moretones y llagas.
–Ahora eres jefa de los trogas. No deberías mancharte inútilmente de sangre –replicó Bulen y su voz resonó en sus cabezas con la claridad del cristal. Fretsa notó que el kishime se había apoderado de su tridente y lo había convertido en un trozo de metal retorcido–. Ahora vete en paz; disculpa mis malos consejos –agregó el kishime.
Fretsa lo miró enloquecida. Vio a la humana con la atención fija en él, notó cómo había quedado su piel por el toque de los dedos kishime, sintió los llamados de su gente, y al final decidió marcharse. Al menos, meditó mientras esquivaba las ramas bajas y espinosas, el kishime se encargaría de la humana.
–Amelia –murmuró Bulen, sin posar en ella sus ojos grises insondables–, ahora sé que no soy yo el que debe asesinarte porque conozco el porvenir y es hermoso. Lo único que debes saber, es que tu deber es destruir al engendro oscuro y estarás salvando tu propio futuro.
Luego se desvaneció, dejándola más extrañada que nunca en su vida, y así la encontraron poco después Krandon y Porondeles en su camino de regreso.
Cáp. 8 – Viaje infinito
Preocupados por su tardanza, los guerreros trogas vieron venir finalmente a su jefa, resoplando por la carrera.
–¿Te hicieron algo los humanos, Sonie Fretsa? –inquirió un troga de hombros caídos y la piel erizada de púas sobre la espalda.
–No –respondió, cortante, aquietando los ánimos revoltosos de sus hombres.
Vlojo se extrañó al observar que sus manos estaban limpias y no llevaba el olor a la sangre. Pero no se animaba a interrogar a su jefa. Por su parte, Fretsa también se llevó una sorpresa al preguntar por Grenio. Se había marchado sin dar más explicaciones.
No muy lejos, luego de la algarabía, la actividad y la conmoción, en el campamento humano se había abatido un silencio sepulcral. Eduleim y sus hombres habían visto brotar ante sus ojos un conjunto de figuras que salpicaron la planicie. No sabían qué pensar, estaban confusos y preocupados; el enemigo se mantenía a poca distancia pero inmóvil, disperso y tranquilo, mientras entre ellos crecía el nerviosismo y la agitación. A Eduleim le costaba reprimir a algunos de sus hombres, que querían tomar sus caballos y lanzarse hacia los kishime.
Cuando Amelia retornó con Mateus al centro del campamento, encontró que el temor en los rostros de la gente se había acrecentado, y comenzaban a contagiarla con un sentimiento supersticioso, en parte por la visita que había recibido. No entendía esa mezcla de Brad Pitt con Yoda, tenía la impresión de que quería manipularla. En cambio, los cazadores con Fahgorn a la cabeza, parecían mantener un buen ánimo y se mostraban dispuestos a enfrentarse con todo, y saludaron con entusiasmo la llegada de una columna kishime que se ubicó en el recodo del Parilis, con Zidia al mando.
Faney daba órdenes a medida que los mensajeros iban llegando con noticias de un frente y otro. A su lado, montados en sus caballos a la espera, Mateus y Amelia contemplaban cómo se iba formando un círculo de enemigos en torno a ellos hasta que no tenían más escape que retroceder por tierra, y seguramente por allí también encontrarían enemigos ocultos.
–No entiendo a estos seres –comentó Faney al Gran Tuké–. Cualquiera diría que se han equivocado ¿Por qué están apostados del otro lado del río, cuando es más fácil atacar por tierra?
–Así sería con nosotros –replicó Mateus, poniéndose serio–. Pero ellos pueden atravesar el Parilis, tan caudaloso, de un salto.
Mientras, el primer grupo kishime se había aproximado a los hombres de Rilay de súbito y lanzas en mano. Eduleim gritó que no se movieran, observando a lo lejos a otros que permanecían ajenos a la batalla, pero con sus arpones listos. A pesar de toda su prevención, los humanos se vieron avasallados por los kishime, que aceleraron de golpe y cual enjambre blanco se abatieron sobre ellos. Se escucharon alaridos escalofriantes mientras los veinte hombres de la avanzada eran asesinados, sin que alcanzaran a herir a un solo kishime con sus armas. Eduleim bramó con furia y todos los jinetes se lanzaron adelante, espada en mano, mezclados con los hombres de a pie. Sus toscas armas chocaron por un instante con los diez kishime; les devolvieron los golpes, saltaron y esquivaron su embestida. Eduleim le dio un golpe de revés a uno, le cortó el cuello y el kishime cayó, echando chorros de sangre. Suspiró aliviado porque también morían. Pero de pronto, advirtió que su gente se había reducido a la mitad entre heridos y descuartizados, y a lo lejos el resto de la tropa kishime avanzaba lentamente, guiados por un hombre joven de cabellera larguísima y ropaje resplandeciente.
Helados como si hubieran presenciado el advenimiento de dios, los humanos se frenaron. Luchando con la tenaza en su garganta, Eduleim logró dar la voz de retirada. Por más que le doliera haber resistido menos de quince minutos de batalla, se daba cuenta de lo poco que podían hacer. Dieron vuelta y corrieron como locos hacia el río, alcanzando el vado que ellos conocían bien, y cruzaron rápidamente.
Del otro lado, Dalin sonrió con desprecio, pasando con cuidado por encima de los cadáveres que sembraban la hierba. Uno de sus hombres levantó a un herido del cuello, exclamando que algunos estaban vivos aún.
–Mátenlos –ordenó Dalin.
Eduleim sabía que muchos de esos hombres eran hermanos o hijos de los guerreros a su lado. Sus rostros se contorsionaron de asco y desesperación, observando al enemigo terminar con los heridos abriéndolos con sus arpones que se enganchaban en la piel y los destrozaban. Sudor frío corría por los rostros de los hombres que del otro lado se culpaban por haberlos abandonado, apretando con fuerza sus armas hasta que los nudillos les quedaban blancos y le saltaron lágrimas de los ojos.
–Vamos a resistir muy poco –murmuró Amelia al oído de Mateus, para que el resto no sintiera su tono desesperanzado.
El Gran Tuké miraba la escena con rostro sombrío, recriminándose su ingenuidad y precipitación. Debería haber aconsejado a todos que huyeran al monasterio, a la montaña. El único que mantenía un rostro fuerte y voz serena era Faney, aunque una línea en su frente marcaba su preocupación.
Los cazadores sostenían una lluvia de flechas sobre la línea kishime, pero la mayoría se mantenía fuera de su alcance. Zidia avanzó, la espada en su único brazo, y caminó entre la mortal precipitación como si llevara paraguas, y se paró a tan poca distancia que le podían ver el color de los ojos. Allí alzó la espada, el sol pegó en el metal rojizo y descendió hasta su mano. La tierra donde se hallaba parado se descorrió en círculos como si fuera agua. La onda se expandió y hasta la orilla donde se encontraban los jinetes se sacudió; la superficie de la tierra se abrió, las piedras se removieron en sus lugares, y los animales retrocedieron espantados. Los guijarros de la playa, las piedras arrancadas a la entraña de la tierra, se elevaron en el aire bajo el comando de Zidia, y tras un instante las arrojó con violencia contra los humanos, que comenzaron a huir despavoridos. Porondeles y su caballo recibieron una buena carga, y el cazador tuvo que abandonar a la bestia. Cayó al suelo llena de golpes y agujeros en los flancos y cabeza; y él se arrastró, cubierto de magulladuras y con un tajo abierto en la cabeza.
El aire en torno a Amelia se volvió denso y brillante, y los que se hallaban cerca quedaron atónitos, extrañados por la presión en sus oídos que atenuaba el sonido de la matanza y los gritos de dolor, y por la luz que bailoteaba frente a sus pupilas sin provenir de ningún farol.
–¿Quién viene? –preguntó Amelia, y su voz transformada por el efecto sonaba lejana aunque Mateus la tenía junto a su codo.
La presión disminuyó y de golpe la luminosidad volvió a la normalidad, junto con un estampido seco, a lo que Faney y sus hombres miraron el cielo sin ver tormenta.
–Disculpa la demora –Amelia escuchó la voz cristalina, resonante, y por un momento le costó recordar de dónde le conocía, esperando a otra persona y no a Deshin.
–¿Tú... –replicó, sorprendida– has venido...?
–Así es. Mi nombre es Deshin, de Fishiku la libre –el kishime se presentó ante los asombrados hombres de Rilay, que no sabían si considerarlo un nuevo enemigo o un aliado, pero igualmente les daba temor con sus poderes fabulosos–. He venido con dos importantes jefes, Shadar y Koshin, a luchar contra los traidores kishime.
Ni Faney ni sus acompañantes atinaron a coordinar una respuesta, demasiado confusos por el hecho de que este ser les hablaba en lengua extraña y ellos lo podían comprender.
–Todavía no se acostumbran a eso de aparecer de la nada y hablarle a sus mentes –explicó Amelia, sintiéndose superada.
Mateus, en cambio, si no había dicho nada era porque todavía tenía la boca abierta, maravillado y casi en éxtasis por conocer a estos personajes míticos frente a frente.
–He traído datos valiosos –agregó Deshin, sonriendo y enseñando las tabletas plateadas–, como tú lo solicitaste, gosu Amelia, para vencer a los enemigos. Tú debes ser el tuké que la envió a Fishiku, toma esto.
Mateus tomó las planchas de metal con expresión anonadada y las palpó con manos reverenciales.
Mientras tanto, Koshin y Shadar prestaban más atención al resto del campamento, los humanos que retrocedían palmo a palmo incapaces de detener a los kishime, que avanzaban en un juego de gato y ratón, alargando la agonía por deporte. Los dos jefes sacudieron la cabeza con desdén.
–Ya presienten nuestra llegada –indicó Shadar, sacando la espada y señalando con ella al grupo de Dalin que ya había pasado el río.
–¡Zidia! –exclamó Koshin, por un momento abandonando su impasibilidad al divisar al kishime–. ¿Cuál prefieres, Shadar?
–Me da lo mismo, tú ve por Zidia y yo me encargo de Dalin.
Resueltos, se dirigieron cada uno en una dirección, mientras Faney todavía no se había recuperado de su sorpresa. ¿Qué significaba esto? ¿Tenían nuevos aliados?
Mateus recorría las tabletas con fascinación, absorto en los símbolos labrados sobre la superficie, aunque a su alrededor había corridas, gritos de mujeres y hombres apurados por llevar lanzas y cargas de flechas para los guerreros, y a unos metros los kishime se acercaban inexorables.
–¿Podrías dejar eso para después? –rezongó Amelia, que miraba con preocupación a los recién llegados, dudando si debían confiar en ellos por como peleaban, sin cuidarse de a quien lastimaban, humano o kishime.
–¡Esto es la explicación de todo! –exclamó él, haciendo caso omiso de sus quejas.
La figura en la cual se había detenido consistía de dos líneas horizontales, la de abajo doble, entre las cuales habían dibujado tres símbolos, y una línea diagonal los atravesaba.
–Driago –asintió Deshin.
Amelia miró el dibujo y los signos que lo rodeaban.
–¿Es lo que dice ahí?
–No... –replicó Mateus, deleitado porque preguntara, así podía explicar–, esto es la fórmula para conseguir driago. Driago literalmente quiere decir, tres, dri, poderes, ago. Poder en el sentido de voluntad o albedrío. Mira, esta línea simple es el cielo y la de abajo doble, es como los antiguos representaban la tierra. Entre el cielo y la tierra, se deben juntar estos tres poderes, eso es lo que indica la línea cruzada.
–¿Y esos poderes que están ahí tachados, cuáles son?
–El poder o voluntad, también puede entenderse como ser. Y en nuestro caso, tres son los seres que viven entre el cielo y la tierra. ¡Es tan obvio! Driago es la conjunción de kishime, troga y humano.
–Pero –interrumpió ella de nuevo, exasperada–. ¿Qué es un driago? ¿Cómo nos va a ayudar a salvar a esta pobre gente?
–¿No lo sabes? –replicó Mateus, pasmado–. Oh, pensé que te lo había dicho antes. Me refiero al poder para viajar adonde se quiere ir, para atravesar a voluntad el tejido del espacio, el poder del elegido, el viaje infinito.
Mientras Amelia intentaba tragar esta información, los otros dos se felicitaban mutuamente.
–Muy bien –decía Deshin, recuperando sus tabletas–. Lo mismo interpreté yo.
–Si se sigue la historia y la escritura antigua, es fácil –dijo Mateus con modestia.
–Excepto que a las líneas yo les doy además el significado de luz y sombra, arriba y abajo, la bipolaridad.
Antes de que Mateus pudiera dar su aprobación y Amelia curarse del mareo que le provocaban los acontecimientos, de nuevo se escuchó un trueno y en un rayo de luz azul, otra figura se presentó.
–Gekimi ti seiku –exclamó Fishi, suspirando al ver que había aparecido justo donde quería–. Por no tener mucha energía, acabo de aterrizar en medio de un grupo de trogas y casi me muero de la impresión.
Luego miró alrededor y se sobresaltó. Se hallaban rodeados de humanos. Estaba a punto de increparle a Deshin qué trataba de hacer, pero este lo calló con una seña.
–Bueno, al menos están todos aquí. Deshin, tal como quedamos fui a Frotsu pero encontré el territorio devastado, y del elegido ni rastro. De todos modos, encontré un humano, un tuké...
–¡Tobía! –exclamó Amelia, tomándolo del brazo con regocijo aunque no fuera del agrado de Fishi, y sin notar que Mateus se iba a dar cuenta de su mentira.
–Sí, y juntos seguimos el rastro de Sulei.
–¿Lo lograron? –inquirió Deshin.
Fishi asintió. Tobía había sido hecho prisionero y los mismos guardias los guiaron hasta él; luego de asegurarse del estado de Sulei, intentó llegar hasta su compañero.
Los trogas se habían añadido a la batalla luchando con empeño, ocupando el lugar dejado por los kishime sobre el Parilis, al perseguir a los humanos. Viendo que no estaban solos, los hombres de Fahgorn se encastraron sus cascos más sólidos, tomaron unas piezas de cuero o madera como escudos, y se lanzaron a la batalla con ánimo renovado. Vlojo se despegó en medio de la confusión y atravesó el sector humano, encargado por Fretsa de buscar a Grenio. Ella creía que se había aproximado a la joven humana.
Pero no, Vlojo divisó a Amelia, bien guardada entre un grupo de hombres a caballo y, estupefacto notó que también estaba acompañada de dos kishime. Raros, porque uno tenía cabello castaño y vestían distinto, pero seguían siendo kishime. Usando su habilidad para mimetizarse se deslizó hasta su cercanía. Pero si bien podía ocultarse a los ojos de los otros, no podía engañar a los sentidos de Deshin.
El kishime se volvió hacia él y lo miró fijamente, lo que lo puso a vacilar:
–¿Por qué has venido, troga?
Amelia notó, al seguir la mirada de Deshin, la fluctuación en el paisaje que producía el cuerpo del troga.
–Ya lo había visto –murmuró–. Es uno de los hombres de Fretsa.
Vlojo decidió darse por vencido y presentarse abiertamente. Luego encaró al kishime y le anunció que había venido a recuperar a su jefe, cho Grenio.
–¿Cómo? ¿Qué ha hecho? –exclamó la joven, adelantándose hacia él, lo que le ganó el respeto de todos los hombres de Faney, espantados ante la apariencia reptilesca del troga–. Sulei tiene un poco de mi sangre... ¿con eso puede viajar hasta él? –añadió con voz trémula, volviéndose a Mateus y Deshin.
El kishime asintió. En su sangre estaba la clave que el troga necesitaba para viajar. Y si sabía que Sulei era el poseedor, no dudaría en ir a enfrentarse con él, prosiguió Mateus. Amelia sacudió la cabeza.
–Lo sabe... porque yo le conté todo a Lug.
Cáp. 9 – Salvación
–Tardaste más de lo que pensé –dijo Sulei.
No se había sorprendido por la llegada del troga, pero Grenio sí estaba sorprendido al contemplar el lugar donde estaban; la gruta natural, húmeda y fresca, y el enorme artefacto que pulsaba con vida aunque estuviera hecho de mineral. Traía la shala en la mano, y la apuntó hacia Sulei. El kishime sonrió y caminó hasta la mesa, donde Zelene había dejado su arma adentro del cofre de cristal almohadillado. El troga esperó mientras él la sacaba y se volvía hacia él.
Sin otra previa, Sulei se lanzó contra el troga de un salto, la punta de su cimitarra buscando su pecho, su corazón. Grenio contuvo el ataque con el lomo de la espada y lo empujó, enviándolo hacia atrás entre las chispas azuladas que saltaron con el golpe. Enseguida avanzó y cortó el aire. Sulei se detuvo, sorprendido, y se miró el brazo derecho: le había destrozado la tela del vestido y tenía un rasguño en su piel. Mientras este se curaba, usó la mano izquierda para tirarle una descarga de energía. Un escudo se formó frente a Grenio y la repelió.
–Estamos iguales –comentó Sulei, cuando chocaron de nuevo sus shalas, sin haberse provocado ningún daño serio.
Grenio bufó y le dio un empujón que lo envió contra la pared. Sulei sintió cómo crujían sus huesos y cayó con una rodilla en tierra, y desde allí vio cómo el troga era atacado por la espalda por Zelene, quien había escuchado los ruidos y alertado a la guardia, pero además no dudó en ir a ayudar a su señor.
–Gracias, Zelene, pero estoy bien –regañó Sulei, levantándose, mientras Grenio se deshacía fácilmente del kishime, partiendo su espada en dos y tomándolo del cuello para lanzarlo hacia la puerta.
El troga vio que en el umbral aparecían Fesha y varios de sus hombres, y se apresuró a terminar con Sulei. Calculaba que con el líder, gran parte de la amenaza kishime terminaría. Sus ojos ardieron, con la mano derecha sacó la daga de su cintura y la lanzó hacia Sulei. Se clavó en el hombro. El kishime se entretuvo sacando la hoja y en el acto Grenio aprovechó para embestirlo, trazando un gran arco con la shala. Sulei reaccionó en el momento que el fuego azul lo tocaba y se desmaterializó.
Grenio se dio la vuelta y allí estaba, surgiendo entre vapor brillante. Sulei dio un paso, vacilante, se tropezó, cayó de rodillas. Al mismo tiempo manó de su cuerpo un collar de gotas de sangre, allí donde la shala lo había atravesado en el momento mismo de su cambio de estado. Fesha había entrado en el lugar y, atónito, se dirigió a ayudarlo. Grenio sabía que estaba rodeado, debía matarlo de una vez y salir de allí, porque no podría ganarle a todos los kishime reunidos. Alzó la shala, y de pronto el tiempo se detuvo.
A su alrededor flotaban luciérnagas de luz tenue y veía a Sulei, arrodillado, mientras sanaban sus heridas, Fesha con la mirada perdida y el resto cercándolos, como a través de un vidrio sucio. Intentó moverse pero no pudo. Algo le sujetaba los brazos, con tanta fuerza que la piel le ardía y los huesos crujían. Ante sus ojos se formó una nube de energía y luego le explotó en la cara.
El aire volvió a la normalidad y desde el piso, atontado por la explosión, Grenio vio que Bulen se alzaba sobre él, y también se dio cuenta de que había dejado caer la shala y un kishime ya tenía el pie puesto encima.
Antes de marcharse Fishi le había corrido un barrote dejándole espacio suficiente para salir. Tobía apretó la oreja contra la pared a fin de oír la más mínima vibración que le indicara que alguien venía, y luego de asegurarse un rato largo, se escurrió afuera.
Al llegar al pórtico del templo, escuchó pasos y roces producidos por un grupo numeroso que se acercaba. Se agazapó contra una columna, y echó un vistazo rápido. Con un suspiro, notó que seguían de largo y entraban en la cueva atrás de las ruinas. Tobía saltó por un hueco donde la pared de piedra se había derrumbado y aprovechó unos escombros para perderse de vista, mientras inclinado caminaba hacia esa entrada.
Los kishime que había visto eran Fesha y los otros guardias, que se apresuraban a responder al llamado del silbato de Zelene, alarmados. Tobía pudo acercarse con impunidad luego de que ellos se introdujeron en la gruta. Ya de lejos se escuchaban ruidos de cosas al caerse y los estampidos de la energía kishime al explotar contra Grenio. El tuké se coló al amparo de la oscuridad que reinaba en el interior, manteniéndose cerca de los muros, y llegó a ver cómo Bulen hacía acto de aparición y sometía al troga. Tobía buscó con desesperación la figura de Amelia, que él creía todavía era prisionera de los kishime.
Sulei se levantó, la camisola negra cortada en dos y la piel rosada donde antes lucía una amplia herida.
Tobía se cubrió la boca lleno de estupor cuando el kishime se lanzó contra Grenio, que estaba desarmado en el piso, y saltando encima de su pecho, colocó ambas manos en su cabeza y comenzó a emitir energía. No quería verlo morir, a pesar de todas las cosas que había vivido por él, aunque no podía nombrar una vez que lo hubiera ayudado, creía que el troga no lo merecía. Sorprendido, Grenio trató de sacudírselo de encima, pero la energía que envolvía su cabeza era enloquecedora; lo dejó aturdido, cegado e inmóvil.
Entonces, una luz roja empezó a irradiar de su pecho, hasta formar una burbuja que expulsó a Sulei; pero se trataba sólo de una reacción defensiva cuando el troga ya había perdido la consciencia.
Sulei se volvió hacia su antiguo subordinado, que luego de aparecer para interponerse entre la shala y su jefe, se había mantenido aparte, contemplativo:
–¿Cómo puede ser? ¿Te dejaron escapar o... acaso te has vuelto tan poderoso?
Bulen no contestó, pero tampoco parecía preocupado porque lo volvieran a capturar.
–Sólo que indudablemente te iba a matar en ese momento, y me pareció bueno intervenir.
Sulei se quedó helado:
–Dices que en mi futuro estaba la muerte... y que tú lo has cambiado.
–No; mi futuro era salvarte la vida, por eso obtuve esta habilidad y la fuerza para escapar hasta de tu prisión.
Después, Tobía fue testigo de como tomaban el cuerpo inerte del troga y lo colocaban sobre la mesa, desparramando los objetos para darle espacio. Se preguntó si debía marcharse antes de que alguno lo descubriera, pero no pudo despegarse de su lugar al ver que entre varios lo alzaban y lo metían en el cilindro transparente. “Así que de esto estaban hablando... Con esa máquina Sulei se mejoró”. Al fin iba entendiendo la idea de Sulei; por qué se había ocupado de enviar a Bulen, primero a salvarle la vida a Amelia, y más tarde a luchar con Grenio. Gracias a sus oficios, porque Amelia no se pudo marchar, el troga había alcanzado el nivel que poseía ahora, y de alguna forma, el kishime había conseguido una máquina para hurtar ese poder.
“La profecía... un poder que puede destruir al mundo... Claro, con la unión de las habilidades de un kishime y la fuerza de este troga, es probable que se destruya a sí mismo y a todos nosotros con él. Era verdad. Pero el elegido, tal vez se refería a...”
Sulei contempló con deleite la culminación de su obra y sonrió a Bulen, quien veía con ojos serios cómo el líquido cubría totalmente el cuerpo, sostenido entre varillas que se incrustaban en su carne hasta los nervios y huesos. En la superficie negra comenzaron a resplandecer unos símbolos y Zelene preparó la secuencia. El resto de los kishime se mantenían expectantes, era la primera vez que veían en funcionamiento al artefacto.
Y Tobía se sentía un pusilánime cobarde, que inútilmente trataba de actuar pero no tenía el valor para moverse. Tanteó las gemas en su bolsillo y se sintió culpable por Amelia, porque había tratado de hacer una buena jugada y que al final todos tuvieran que felicitarlo, y en cambio, no había podido salvar a nadie y ni siquiera era capaz de sacrificarse para detenerlos.
En el interior del cilindro aparecieron burbujitas, el líquido destelló con tonos anaranjados al calentarse las varillas, y el artefacto se estremeció al aumentar la potencia. Sulei se quitó la camisa rasgada y estremeciéndose de anticipación, se dispuso a penetrar en la cámara blanca que se abría con suavidad frente a él.
Un estruendo lo interrumpió en el último instante, y al volverse a investigar vio que sus guardias eran arrojados por una fuerza que se iba abriendo paso hasta el centro de la caverna. Fesha sacó su espada y los demás se pusieron en guardia, sin saber todavía con qué se enfrentaban, mientras Bulen miraba la escena con la tranquilidad de quien ya sabe que va a suceder, y no se sorprendió cuando Vlojo se hizo visible en el lugar, seguido prontamente de Fishi, Deshin y Amelia.
Sulei pareció titubear. Por un momento creyó mejor entrar al artefacto para cumplir lo que tanto tiempo le había llevado, y luego decidió acabar antes con los entrometidos.
–Tú, que te has erigido en líder de nuestra raza –lo increpó Deshin adelantándose a Vlojo–, vas a respondernos a nosotros para que quieres este poder y en qué pretendes que nos convirtamos.
Koshin corrió con la rapidez de un haz de luz y se interpuso en el camino de Zidia, apenas cruzó el Parilis con sus hombres. Zidia pareció sorprendido y se detuvo, levantando la espada antes de que mediara ninguna palabra entre ellos. La mitad de sus hombres pasaron de largo y rodearon a los cazadores, mientras los demás permanecían para enfrentar a los guerreros de Fretsa.
Shadar se transportó hacia la zona desocupada, entre la gente de Eduleim que venía en retirada a toda marcha y Dalin, quien avanzaba solemne con su vestido manchado de sangre.
–¡Detente, Dalin! ¡Esta raza ya está vencida! ¿Acaso quieres exterminarlos a todos?
El otro dibujó una mueca de satisfacción, lo que repugnó a Shadar. Tanta matanza sin sentido, aprovechándose de seres más débiles, le parecía ofensivo a su sentido del equilibrio de las cosas.
–Mis hombres merecen divertirse. Pero si desean rendirse, son bienvenidos, ya que necesitaremos bastantes esclavos para arreglar el desastre que... ah, nosotros mismos hemos dejado –replicó Dalin, zarandeando su lanza con punta de arpón–. Aunque supongo que si has venido a detenerme, tenemos que pelear.
Ambos se abalanzaron en una ráfaga de metal y se apartaron, agotados por sus cien estocadas. Los kishime esperaron respetuosamente, rodeando el campamento mientras su jefe se ocupaba del traidor del Consejo.
Mientras tanto los humanos se iban congregando, y viéndose rodeados, Faney ordenó marchar tierra adentro, donde encontrarían refugio en los bosques. Pero no pudieron moverse un centímetro de sus lugares, pues su única salida estaba siendo tapada por kishime vestidos de gris; los hombres de Sulei que tan poderosa actuación habían mostrado en Frotsu-gra.
–¡Reúnanse! ¡Mantengan las defensas! –gritaba Faney a toda voz alzándose en su montura por encima de las cientos de cabezas, armas y caballos que lo rodeaban.
Fahgorn observaba la lucha entre Zidia y Koshin con maravilla: la velocidad con que se movía este último, saltando, eludiendo los golpes y los temblores de tierra que Zidia le mandaba para hacerle perder el equilibrio. Al final, Zidia optó por dragar y enviar contra su adversario una granizada de polvo y piedras. Koshin cortó el aluvión con su espada y se arrojó contra Zidia antes de que lo pudiera engañar y atacar cuando no viera nada.
Cara a cara, Koshin le encajó la espada.
Zidia rió suavemente, despegándose:
–No creas que porque me falte un brazo ahora tú tienes más habilidad –y el otro notó con pasmo que había fallado el golpe y en cambio Zidia lo había atravesado de costado–. Me gusta esa cara que pones.
Koshin sintió cómo la punta de la espada le pinchaba el corazón y luego salía por su flanco, ensangrentada. Trestabilló, se apoyó en Zidia mientras su arma caía de sus manos, y por último, le fallaron sus piernas. Murió con los ojos abiertos, atónitos, y una expresión helada en el rostro, sostenido por su adversario, quien lo depositó en el suelo con delicadeza. Al mismo tiempo iban apareciendo algunos kishime, llamados por su líder Koshin, venidos de todos los rincones del mundo, justo para presenciar su final.
Cáp. 10 – El alma
Frenético, Fishi no sabía a quién atacar primero y mantenía a Fesha y los guardias a raya. Si ellos eran más y se sentían fortalecidos, no se hacían ilusiones de enfrentarse con el filo de su espada que podía cortar incluso el aire. Por su parte, Vlojo se dirigió directamente hacia Sulei e interrumpió la charla de Deshin:
–Yo he venido a vengar la muerte de mi compañero y de todos los trogas. Con su muerte me basta –exclamó, caminando hacia él con una daga desenvainada.
Sulei paró el cuchillazo con su mano desnuda y aplicó la otra contra el pecho troga; una bola de energía explotó y arrojó a Vlojo a varios metros, todo chamuscado.
Deshin se interpuso, considerando la diferencia de poderío y el temperamento del troga, que había insistido en venir y al final lo logró a la fuerza, saltando sobre Fishi y enganchándose en el momento en que se abría el espacio entre dimensiones.
–Bien –asintió Sulei, tomando la cimitarra de la mesa junto a él, con rostro severo–. Traidor, si no te gustan mis explicaciones al menos nos entenderemos en la lucha.
Aunque su habilidad con la espada no era inferior a la de Fishi, a Deshin no le agradaba que la situación hubiera llegado a esto, una pelea entre kishime. Mientras ellos cruzaban espadas y Vlojo se sacaba de encima a Zelene que lo había dado por muerto prematuramente, Bulen se alejó hacia el otro extremo y se sentó sobre un pedazo de muro del templo, a contemplar los acontecimientos plácidamente.
Lo que primero había notado Amelia al llegar fue que sus enemigos más terribles, que la habían intentado asesinar, se hallaban allí: Sulei, junto al extravagante aparato que le daba escalofríos, y sus secuaces, Bulen y Zelene. Como no sabía de lo ocurrido entre ellos, no podía imaginar por qué ahora el glacial Bulen se comportaba de forma tan extraña. Luego, al acostumbrarse sus ojos a la penumbra había notado la figura encerrada en el líquido.
–¿Está muerto? –preguntó, pero no había nadie para responderle ya que todos estaban luchando, y entonces vio salir de entre las sombras a Tobía.
–¡Estás bien! –exclamó él, encantado y olvidándose del peligro que corrían, le tomó las manos y la estudió con admiración.
–¡Tobía! –replicó ella, azorada, y también contenta de encontrarlo de nuevo.
Aunque ocupado con el metódico Deshin, cuyos ataques no eran fuertes pero sí diestros y constantes, Sulei notó la escena y al pasar cerca sorteando una estocada, comentó con ironía:
–Qué dulzura, los dos humanos... Si quieres puedo mostrarte algo que prueba que él estaba trabajando para mí.
Deshin se movió hacia delante, ensartando su espada con un impulso que, aunque Sulei retrocedió y evitó el golpe, despatarró la mesa y unas cajas quedaron desintegradas.
–¿Lo dices por la espada de Claudio? –replicó Amelia, enojada–. ¿Por qué iba a hacerte caso después de todas tus mentiras y tus maldades?
Sulei rió, encantado con su ingenuidad.
–¿Y tú, Bulen? –se interrumpió de pronto–. ¿Piensas quedarte ahí mirando?
Con total tranquilidad, este replicó: –Yo he sido descastado. No puedo intervenir –y a la joven le dio la impresión de que la miraba fijamente.
Fishi y Vlojo no eran cuidadosos en su lucha. La shala de Fishi cortó más cosas que ropa y hierro, y con excepción de Fesha, ninguno quería enfrentarse con el fanático kishime. Amelia y el tuké tuvieron que pasar sobre los despojos de la mesa y apretarse contra un muro para evitar los misiles vivientes que el troga mandaba para todos lados, arrojando kishime con sus puños y alguno que otro de un colazo.
–No puede ser que esté muerto –murmuró Amelia, todavía afectada por el estado del troga.
Muchas veces había soñado con librarse de él, pero nunca, se decía, nunca hubiera querido que le pasara algo malo. Además, tenía la sensación culposa de que tenía que hacer algo y no lo había hecho. Se escurrió por el muro de piedra húmeda y musgosa hasta ubicarse en el rincón detrás del artefacto y miró hacia arriba, tratando de ver cómo sacarlo. Estaba muy alto, las paredes, lisas y selladas. No tenía siquiera idea de cómo lo habían metido. Apoyó las manos en la piedra negra, desesperada. Sintió una vibración en la superficie tibia y suave, mientras arriba el líquido burbujeaba.
–Una vez comienza el proceso no tiene salida –dijo Sulei, con voz grave, deteniéndose junto al artefacto a un paso de Amelia.
Deshin se detuvo para respirar. Fesha estaba atacando a Vlojo con una lanza y el troga esquivó la punta, tomó un extremo y tiró de ella lanzando al kishime al techo. Fesha saltó y rodó en el aire, aterrizando a sus espaldas al tiempo que el troga se volvía invisible y cambiaba de posición, dando la vuelta. Fesha miró alrededor y le pareció ver un movimiento. Sorprendido, notó que un baúl entero venía volando hacia él. Sulei corrió como un rayo y se interpuso con la cimitarra levantada en el camino del mueble, partiéndolo en mil pedazos. El contenido cayó con estrépito, lámparas, jarros de cristal, espejos, todo se estrelló en el suelo.
Como si el ruido hubiera aplacado sus ánimos, los combatientes se detuvieron, exhaustos. Sulei aprovechó ese momento para decir con voz grave a todos los que lo rodeaban:
–Es muy tarde para cambiar el destino. He seguido los pasos de este troga –señaló al Grenio inmóvil– desde que se reveló como el elegido, y he actuado para obtener su poder para nuestra raza. No desperdiciarlo, como proponía el Kishu, matándolo antes de que creciera su fuerza. No es para mí solo, porque cuando esté en mi cuerpo será patrimonio de toda nuestra raza. Uds. humanos, no deben temer, porque no es mi deseo exterminarlos y tan pronto tenga el poder absoluto haré que detengan la matanza. Tampoco deseo tener enemigos de mi propia raza, gente de Fishiku –Sulei habló con cierta humildad y sinceridad.
Ahora estaba cerca de Tobía; movió la shala a tal velocidad que no pudieron verla, y cortó la parte delantera de su túnica, dejando caer al piso el contenido de sus bolsillos internos. Las dos gemas tintinearon en el suelo de roca, lanzando débiles reflejos. El tuké se sonrojó y miró turbado a la joven, que observó con curiosidad su pasaje a casa.
–¿Qué les parece si decide ella? –prosiguió Sulei–. Ahora que conoces toda la historia, cómo te han utilizado los monjes, el troga, yo mismo. Sabes, tengo un poco de tu sangre en las venas, así que me siento compenetrado. Puedes acabar con tu martirio ahora mismo, yo tengo lo que necesito y tú te marchas a casa. ¿Qué decides?
Amelia miró al suelo y se movió. Como si el orden de los acontecimientos ya no dependiera de ellos, todos los demás que se habían quedado paralizados, esperando, y les pareció que ella quería acercarse al Sulei. Pero solo caminó dos pasos y se agachó. En el suelo había visto la espada fabricada para Claudio, que había aparecido al estrellarse un arcón en la batalla con su empuñadura labrada y la hoja teñida con el óxido infame de la sangre.
–¡No puedes... –exclamó de pronto Fishi, molesto, pero una mirada de Deshin lo calló.
–Esta espada –comenzó Amelia en voz baja y temblorosa, posando sobre el arma sus dedos que iban adquiriendo firmeza–, es de mi antepasado, él vino para acá siguiendo a un monstruo, para vengar a su hermana... –la joven se enderezó con rostro sombrío, movió la cabeza en un gesto afirmativo, y susurró–: Bien, ¿cómo sigue esta cosa?
Una sonrisa ensanchó el rostro de Sulei, pues nunca había creído que fuera tan fácil, y se adelantó con un gesto triunfante.
Los seguidores de Koshin se hallaban perdidos, sin saber si debían luchar en contra o unirse a los kishime vencedores. Los humanos, no se hacían más ilusiones y sólo esperaban que les perdonaran la vida y no cometieran con ellos las torturas que habían presenciado antes. Jóvenes e incluso hombres mayores y cuarteados por la vida, lloriqueaban en torno a su jefe, los rostros alzados al cielo o clavados en tierra, sin escuchar ya las órdenes que les daban. Eduleim tuvo que abofetear a unos cuantos para que se movilizaran y al menos no quedaran en el camino de los kishime que seguían luchando, Shadar y una docena de sus hombres contra los cientos que comandaba Dalin.
Tampoco se daban por vencidos los trogas al mando de Fretsa, que habían mantenido el terreno con la gente de Zidia, sin dejarse aventajar por su habilidad de mover la tierra o mandarles explosiones y fuego, y aun heridos y apedreados lograron vencer a cincuenta kishime que Zidia había enviado. Pero al tiempo que la tarde se nublaba, vieron aparecer otros tantos guerreros en la lejanía.
–Son los que vimos ayer, ¿cómo están detrás de nosotros? –preguntó una guerrera del clan Fretsa, enjugándose la frente.
–No te preocupes –bufó la jefa–, y sigue peleando.
Tenían que mantener el ánimo. Esta vez se había preparado y mantuvo una parte de sus guerreros ocultos entre los bosques, en caso de que intentaran una trampa entre dos fuegos.
Fahgorn y Krandon estaban discutiendo si deberían disponerse a luchar aunque significara la muerte, ahora que hasta les habían dejado sin caballos y debían correr a pie. Estaban por echarlo a la suerte y dar la vuelta para enfrentarse a los kishime, cuando los cegó una luz blanca, y alertados por los fabulosos ataques que habían sufrido, se tiraron al piso. Entre los dedos con que se cubrían la cabeza, lograron divisar la aparición de dos personajes más.
–¿Enemigos?
–Tal vez.
Los dos kishime nuevos trataron de ubicarse, estudiando los restos, los cuerpos, la gente que corría, el olor a cuerpos chamuscados, a sangre y miedo, los llantos.
Zidia, que iba persiguiendo a los humanos, reconoció a uno y suspiró.
Bofe percibió el cadáver de Koshin, y se lamentó por la pérdida de uno de los kishime más poderosos, jóvenes y hábiles en el Kishu. Sus seguidores lo rodearon, buscando consejo.
Necesitaba sostenerse en Sel para caminar. Apenas había despertado, y a pesar de su estado débil, pidió trasladarse con los demás, y el joven lo acompañó sintiéndose en la obligación de cuidarlo. No le habían dicho que impidiera su salida sino que vigilara que no le pasara nada. Bofe sabía que su extenuación, a sus cuarenta años, no le daba mucho futuro. Pero creía que si el Kishu al que pertenecía se hallaba dividido y enfrentado, no podía permanecer aparte, aunque le costara los últimos segundos de vida. No tenía otra cosa mejor en que utilizarlos.
Sulei pasó por su lado y lo vio entrar desnudo en la cabina interior del artefacto, donde se arrodilló sobre la superficie blanca. Los símbolos refulgían y la puerta comenzó a cerrarse con suavidad. Amelia se tiró al piso, y antes de que Zelene o el resto pudieran darse cuenta de lo que intentaba, empujó la espada de Claudio hacia la abertura. La espada patinó por el suelo y se coló justo cuando la entrada se cerraba.
En seguida escucharon un golpe sordo, que provenía de adentro. Alguien intentaba salir, pero la puerta no lo dejaba. Zelene corrió al artefacto y al punto se dio cuenta de que no tenía ni idea de qué hacer. Sulei había dicho que no había forma de detenerlo pero se escuchaban golpes desesperados cuando debería estar narcotizado. Fesha también se acercó y le ordenó que pulsara algo, asustado al ver que la energía comenzaba a correr por los conductos y se seguían escuchando gritos ahogados.
Amelia se había quedado mirando embobada el cilindro, preguntándose qué había hecho, cuando la potencia aumentó drásticamente y de pronto el torso del troga empezó a brillar, allí adentro de la sustancia, junto con los hilos de corriente roja-anaranjada que circulaban por afuera del artefacto. La joven se echó para atrás, espantada, lo mismo que los kishime.
–Toma su shala y sácalo –ordenó Deshin, que conservaba la cabeza clara, a diferencia de los demás, aterrados de perjudicar a su jefe por inútiles.
Fesha le tomó la palabra y se lanzó, arriesgando chocar con un gran cúmulo de energía, contra el trozo de piedra negra y lustrosa que debía ser sencillo para la cimitarra de Sulei. Hizo dos cortes rápidos cruzados, y se alejó para contemplar su labor.
Todos los ojos se centraron en la pared de la pirámide, intacta.
–Está construida del mismo material que la shala, la misma gema invulnerable –alegó Fishi.
–¿Qué es eso? –lo interrumpió Amelia, alarmada.
Donde el pecho había formado una burbuja de luz, la piel oscura se había abierto, explotado, y el líquido comenzó a enturbiarse con la sangre troga. El resplandor no cedió, se tornó amarillo brillante y al mismo tiempo un sonido agudo perforó sus oídos, haciendo huir a todos los kishime excepto a los de Fishiku, Zelene, y Bulen, que se quedaron hasta el final. Tobía y Amelia se cubrían las orejas pero el ruido igual les taladraba el cerebro. Fue aumentando de frecuencia hasta convertirse en un alarido a la vez que la luz se expandía e inundaba hasta el último rincón de la cámara.
El fenómeno se agotó, los ecos del sonido vibraron en la pared de la cueva, sacudiendo la montaña, el artefacto se apagó, y el ruido se diluyó en un estertor agónico. La pirámide trunca chifló y una mano apareció en la rendija de la entrada, empujando, porque ya no se abría de forma automática. Algo se había roto en el mecanismo, sobrecargado de energía. El líquido, de rojo grana, se desagotó, dejando el cuerpo del troga sin vida, fláccido.
Después de la mano apareció un brazo, y el resto de un cuerpo blanco. Sulei se arrastró, las manos machucadas y las puntas de los dedos ensangrentadas por los arañazos que dio para escapar, los ojos inyectados en sangre, dilatados, y toda la espalda cubierta de franjas moradas.
Cáp. 11 – Derrota
En Semel sólo los trogas y algunos kishime seguían luchando. Fretsa ya no gastaba energías en gritar y dar órdenes, confiando en que cada troga iba a continuar peleando con cada gramo de energía que le quedara, como lo hacía ella. Tenía enfrente a los hombres de Sulei, y detrás a Lodar. Vio cómo una de sus primas caía con la cabeza destrozada a manos de un hombre de gris, y luego otro troga saltaba hacia él con una daga que clavó en su pecho y el kishime caía pero ya aparecían más para atacar por ese lado. Se dio vuelta y paró una estocada de Lodar deteniendo su brazo, y en seguida le mando un golpe con el tridente que le quedaba. Lodar giró la espada y le hizo soltar el arma, que se clavó en la tierra. El suelo temblaba con los golpes de Zidia, y notó que Raño y otros dos trogas se acercaban saltando el río, a ayudarla. Lodar le hizo retroceder unos pasos y ella decidió pararse ahí y contraatacar, desplegando sus alas. El kishime la tomó de un brazo y la mandó despedida. Cayó en medio de los combatientes, a pasos de un hombre de Zidia que intentaba ensartar a un guerrero humano por la espalda. Fretsa se lanzó hacia sus pies y lo volteó, salvándole la vida a Krandon, quien no había notado el peligro que corría. Unos trogas se vieron aprisionados en un montículo de tierra, y las piedras volaron directo a sus cabezas. Porondeles se zambullía al mismo tiempo para salvarse de la embestida de doscientos kilos de troga dirigida contra un kishime gris que le opuso resistencia y resbalaron juntos hasta caer en el Parilis.
Bofe se metió en medio de los guerreros y algunos kishime lo reconocieron y se lanzaron hacia él. Pero en el último momento se interpuso entre ellos Lodar. Con la espada levantada gritó la voz de alto.
–Lodar –le habló Bofe, cuyo rostro se estaba poniendo gris y reseco–. Detenlos tú, que no eres la clase de ser que llevaría a cabo una guerra contra tu propia raza.
–¡Bofe! ¿Qué haces aquí, en este estado? ¿Cómo? –replicó Lodar, al volverse y notar por primera vez la apariencia de su antiguo compañero–. Deberías estar recluido en el refugio, ¿no es cierto?
–Ya es tarde para mí. He vivido todo lo que podía y mis últimas energías las he usado en venir hasta aquí... Detenlos... Shadar y Dalin, Zidia y los hombres de Koshin, y a Sulei...
–Yo... –Lodar se rehusó, observando con desesperanza a su alrededor, los trogas heridos que seguían adelante peleando a muerte con su propia gente, los kishime matándose entre ellos, los humanos aterrados, el río vuelto sangre y la tierra revuelta–. No sé... Pero tú, puedes salvarte. ¿Sabes que Sulei ha encontrado una máquina que nos puede alargar la vida, darnos más fuerzas?
Pero como lo había dicho, había gastado sus últimas energías en transportarse hasta allí, y ya no iba a pronunciar más palabras. Lodar le tomó una mano y, en medio del caos de la guerra que sólo era un remolino de ruido y color, observó cuartearse la piel gris, que se hundía sobre sus delgados cartílagos blancos. El cuerpo cayó blando como una pluma, se desinfló. El agua se evaporó como expiró su último aliento y Lodar creyó sentirlo pasar a través, y se preguntó adónde había ido la persona, la energía con la que había conversado. ¿Sólo así desaparecían? Miró alrededor; había unos cuantos kishime muertos, todavía carnosos, llenos de líquido vital que se derramaba por sus heridas, y sabía que pronto se volverían como Bofe, una mota de polvo en la llanura.
Zelene lo había cubierto con una túnica gris y lo estaba ayudando a levantar. El kishime parecía desorientado, los ojos en blanco y las manos temblorosas como las de un anciano. El sirviente también lo ayudó a anudarse el cinturón y envainar la cimitarra.
De pronto, Sulei levantó la cabeza, los ojos brillantes y bien enfocados, fijos en la joven. Alargó un brazo y la levantó del cuello, antes de que pudiera moverse.
–¿Qué intentas, fagame? –le gritó, y la arrojó al piso.
–Cuando era chica mi madre también se enojó mucho cuando puse un tenedor en la licuadora a ver que pasaba –replicó ella con calma.
–¿Funcionó? –preguntó Deshin, apartando la atención del kishime.
Como respuesta Sulei abrió los brazos y cerró los ojos y al mismo tiempo la gruta comenzó a vibrar. Sulei inspiró hondo y las puntas de sus dedos sanados, brillaron.
–Aunque parte del poder se perdió por la... perturbación. Sí, soy el ser más poderoso de este mundo –exclamó sintiendo el temblor de la montaña que resonaba con su cuerpo.
–No lo creo, no es posible –replicó rápidamente Deshin, incrédulo.
–Veamos –repuso Sulei, haciendo apartar a Zelene y preparándose para la lucha.
Deshin desenvainó, pero antes de que comenzaran Vlojo y Fishi se acercaron, deseosos también de ser los primeros en probar si era invencible o no. No obstante Deshin no pensaba sacrificarlos; les daría tiempo para escapar si lo necesitaban. Giró su cuerpo y la espada en un solo movimiento. Sulei recibió el impacto de la shala con su cimitarra, la cual había desenvainado luego de que Deshin comenzara su rotación. Asombrado por su velocidad, Deshin le envió una carga de energía por la hoja cristalina; quería vapulearlo y azotarlo contra el muro. Sin embargo, toda su potencia se desvaneció al tocar la shala de Sulei que funcionaba como escudo y filo a la vez.
El jefe kishime sonrió al ver el asombro en la cara de los demás y le dio un empujón a Deshin que lo arrastró por el piso con la fuerza de un huracán. Revoleó la cimitarra, y la misma energía que le había enviado, se la devolvió amplificada. Deshin se vio envuelto en un remolino que lo dio vueltas por el aire y lo estampó contra el muro al otro lado, arrastrando consigo los muebles y piezas rotas que encontraba en el camino. Vlojo se zambulló a un lado para evitar la corriente y Fishi se cubrió con la shala, cortando la fuerza tormentosa. Tobía aprovechó para tirarse al piso, y lo primero que hizo fue recoger las gemas que Sulei le había extraído. Amelia se hallaba a cubierto detrás del poderoso kishime, junto al artefacto, que ya no brillaba pero conservaba un poco de calor.
Deshin intentó mover un brazo, defenderse. Había caído sentado, luego de chocar contra el muro y quebrarse los huesos. Ni siquiera había podido salvar a su compañero. Movió los labios y un murmullo salió de su garganta, pero Fishi no se iba a detener por nada que le dijera. Exaltado, rabioso, saltó contra Sulei y este lo repelió con una mano. Una bola de energía lo envolvió en un manto llameante y lo derrumbó de una vez, todo quemado. Fishi tembló, con dificultad se arrodilló y sacudió su ropa hecha jirones. Tenía media cabellera consumida por el fuego de la explosión, la piel tostada y magullada, pero sus ojos brillaban con una furia asesina. No tenía poderes como Sel, no percibía cosas como Deshin y no tendría la fuerza de su enemigo, pero no se iba a dar por vencido así nomás. Podía pelear aún; usó su fuerza para desvanecerse en el aire.
Sulei advirtió que en el mismo instante una ráfaga de aire se acercaba a su cara, dio media vuelta, y extendió un brazo, a tiempo para detener el puñetazo que Vlojo, acercándose sin ser visto, tiraba con la izquierda mientras preparaba la puñalada con la derecha. La daga entró en el vientre de Sulei, debajo del brazo izquierdo, sin encontrar resistencia en la carne blanda. El kishime reaccionó y usó el arma, abriendo un tajo en el cuerpo de Vlojo, de la cadera izquierda al hombro derecho. El troga se encorvó sintiendo cómo se le escapaba la sangre caliente y se abrazó para contener un poco del dolor que lo abrasaba, aún sosteniendo la daga. Cayó de rodillas con una maldición entre dientes, un juramento a su jefa, mientras sus órganos vitales pugnaban por seguir viviendo a pesar del daño masivo. Apenas pudo despegar el brazo y apretó la daga mientras trataba de enfocar el corazón kishime. Sulei contempló con asco su túnica bañada en sangre y lanzó un puñetazo a la frente arrugada del troga, hundiéndole el cráneo y parando en seco el movimiento del brazo que ya iba hacia su pecho.
Vlojo se desparramó en el suelo, de espaldas, los brazos abiertos. La daga rebotó en el suelo entre fragmentos de vidrio y madera.
–Ya no queda ninguno –comentó Sulei, con desencanto.
Fishi se materializó detrás de él con un retumbe apagado, la shala en una mano y una espada en la otra, traspasándolo en el acto de lado a lado:
–Sólo fui a pedir esto prestado –replicó.
Aún con el gesto irónico en los labios, Sulei dio un paso, tropezó y se congeló; de su garganta salió un murmullo agónico como si intentara gritar. Abrió los brazos, gimió, movió la manos y con un nuevo esfuerzo que sacudió paredes, artefacto y cadáveres, aferró las dos armas y las arrancó de su cuerpo. Bulen había saltado de su puesto de observación y se acercó lentamente. Todos lo miraron atónitos; Sulei se precipitó al suelo como una roca.
Lodar se plantó frente a Faney, Eduleim y Mateus, y les prometió sus vidas si dejaban de resistir. Su rostro calmo y palabras sensatas los convencieron, aunque aceptaron con desgracia y abatimiento, abandonando en ese acto su libertad y forma de vida para ser esclavos de unas criaturas que no conocían, no entendían y temían con superstición.
Los humanos se inclinaron, la mayoría con desconsuelo y angustia, otros con resentimiento como Krandon y el resto de los cazadores, algunos terriblemente heridos como Porondeles, pero ansiosos por acabar allí. Se rindieron por respeto a la vida de los demás, y de sus familias en tierras lejanas.
Los que persistían, abrumados por un sentimiento de fatalismo que los impulsaba a seguir adelante, eran los trogas, y Lodar tuvo mayores problemas para convencer a Fretsa que dejara una lucha inútil que a todos los humanos juntos. La troga y sus guerreros no se hacían ilusiones sobre sus vidas, porque sabían que los kishime eran enemigos naturales de su raza y no pretendían dejar a uno con vida.
–Yo les prometo, con honor de guerrero como somos todos, dejarlos partir –argumentó el kishime, parado junto con Sel en medio de los trogas enfurecidos, que querían descuartizarlos allí mismo.
Fretsa consideró la situación. Los kishime no tenían honor, pero este se había portado como un guerrero en todos sus encuentros, y de todas formas si seguían luchando, iban a morir más tarde o más temprano.
–No nos rendimos –gruñó, bajando su lanza–, pero vamos a esperar. Una tregua, hasta que tengamos noticias.
–¿Esperan a Grenio? –preguntó Sel con frialdad, como si dudara.
Los trogas se le aproximaron peligrosamente.
–Sí –afirmó Fretsa, que todavía esperaba un milagro–. Por la profecía. Tregua hasta saber si Grenio o ese kishime que dice ser su líder ha vencido.
Lodar asintió y le hizo una seña a Sel.
–Ven, jovencito. Ahora sólo me falta convencer al loco de Dalin para que no atormente a los humanos, y tú ayudarás a contener a Shadar.
La gruta seguía vibrando como si la montaña estuviera bajo los efectos de un terremoto y lo único que permanecía intacto era el misterioso artefacto oscuro. Tobía iba retrocediendo como quien ha visto una serpiente, y chocó con Amelia, quien lo sacudió por los hombros para que reaccionara, y luego él a su vez le apretó las manos y le suplicó que escaparan juntos. La sangre de Sulei desapareció del piso, sus heridas se contrajeron y el kishime se levantó, ante la sorpresa fugaz de Bulen y la rabia de Fishi, cansado y hastiado de este enemigo que se recuperaba una y otra vez.
–No se rompió –murmuró Amelia.
–No –concordó el tuké, mirando al kishime que se erguía, fuerte y entero, cuando se volvía para enfrentarse con Fishi.
–Me refiero a esta cosa –acotó la joven, levantando una mano para tocar el cilindro encima de la piedra negra–. Pensé que la había descompuesto, pero sólo se apagó. Después creí que el cristal se iba a romper, con todo el escándalo que hicieron y estas vibraciones...
–Hay una tapa arriba, por donde lo metieron –señaló Tobía, y luego sacudió la cabeza–. Pero no sirve de nada, ya está muerto. Vamos, Amelia...
–¿Qué dices? ¿Qué huyamos dejándolo aquí? –replicó ella, frunciendo el ceño.
–Sí –respondió con firmeza Tobía, tirando de su brazo, y luego susurró, intenso–. Si nos vamos ahora y huimos de los kishime, puedo llevarte al templo, a la puerta de Agasia, y con estas gemas, te devolveré a tu tierra. Tienes que huir ¿entiendes? Tú no perteneces aquí y esto se está poniendo muy feo...
Fishi había esquivado los ataques de Sulei, maniobrando para recuperar su shala del suelo y con ella poder desintegrar su energía. Pero la cantidad que Sulei podía enviarle superaba lo que podía dispersar en un solo movimiento y con cada descarga iba quedando más devastado. Deshin abrió los ojos débilmente y se alegró porque seguía vivo.
Zelene notó que los humanos cuchicheaban y adivinó sus intenciones de huir. Amelia aún no había tomado una decisión, pero al mirar a Tobía, vio por encima de su hombro que Zelene venía hacia ellos con una espada alzada sobre su hombro. Empujó al tuké y se tiró a un lado, cayendo sobre el hombro herido y desmayándose por un segundo. La espada, que no era otra que la shala de Grenio, siguió viaje y se estrelló contra el artefacto, arañando cristal y piedra sin ningún efecto, salvo un tintineo metálico. Tobía masculló con desagrado, cansado de que lo mandaran al piso y al dirigir los ojos al sirviente notó que Zelene observaba el arma que tenía entre manos con expresión desorbitada. Amelia abrió los ojos en ese momento y también lo vio, sin comprender todavía qué le pasaba. Fascinada, vio que por sus brazos se extendían unas estrías moradas hasta su cuello y rostro. Su vestido y cara mostraban igualmente unas ramificaciones oscuras.
–So... –llegó a emitir el kishime antes de que su cuerpo se astillara en mil pedazos como un cristal.
Adonde estaba parado, sólo quedaba polvo, y en el suelo la shala con forma de flama azul.
–¡Cielos! –exclamó Tobía, girando el cuello para cerciorarse de que sólo él había explotado. En medio del aire enrarecido por el polvo de los temblores, Sulei seguía intentando liquidar a Fishi, y Bulen apartado, esperaba el final–. Ahora sí que no me quedo a ver otra...
Amelia se había arrodillado junto a la shala, y miraba al troga.
–No la toques –le advirtió Tobía–. Viste lo que le hizo al kishime, porque no tenía el poder para manejar una espada sagrada.
Sin hacerle caso, la joven se trepó al artefacto, poniendo los pies sobre los símbolos esculpidos y empezó a golpear el vidrio, llamando al troga por su nombre.
–¡Basta Amelia! –suplicó Tobía, y si hubiera tenido se le habría caído el pelo de preocupación.
Si las palabras del monje no la detuvieron, la risa burlona de Sulei la paralizó y entonces se bajó. Fishi yacía en el suelo, cubierto de heridas y exhausto.
–¿Qué dices, Bulen? ¿Este es el final que pudiste ver después de tu traición? –exclamó Sulei mirándolo con ironía–. No estoy destruido. Al final, obtuve el poder del troga y la humana, que combinados con un kishime dan un poder infinito. Bueno... debería tirar ese cadáver, pero al parecer el artefacto se ha averiado.
Amelia sintió enfriarse su corazón, pero también percibió que algo no era del todo correcto. ¿Qué había pasado con Lug, con los recuerdos de su vida pasada, y de Claudio? ¿Por qué creía que todavía podía y tenía que salvarlos, a Grenio y a Lug? Le costaba aceptar que quería salvarlo, pero no podía traerlo de la muerte. Le dio lástima que no pudiera cumplir su venganza, en la cual había puesto toda su vida, toda su familia, por tantos años.
–Y Uds. ¿por qué no huyeron? –prosiguió Sulei, mientras Tobía daba todo por terminado y se sentaba en el suelo con un gesto de fastidio–. Me alegra que sean fieles entre Uds. –aunque fuera el más poderoso del planeta, le hubiera gustado poder creer en la confianza absoluta de Bulen, como antes.
–¡Maldito! –gritó la joven, dándole la espalda para esconder sus lágrimas, y masculló–. ¡Para qué todas estas muertes! ¿Qué poder tan maravilloso tienes, aparte de asesinar y destruir?
Con un gesto ampuloso, Sulei le concedió:
–Tienes derecho a conocerlo antes de morir. Me caes bien. Te voy a mostrar.
Cáp. 12 – El elegido
Amelia sintió los delgados dedos del kishime cerrarse sobre sus hombros y se acobardó, deseaba haberse ido, quería estar de vuelta en su casa como si nada le hubiera pasado. La punzada en el hombro izquierdo le hizo ver las estrellas y la devolvió a la realidad que no podía abandonar.
–Tu cuerpo grita por salir de aquí –susurró Sulei, cerniéndose sobre ella, la vitalidad que rebosaba los límites de su cuerpo llenándolo de gozo, de optimismo y haciendo temblar la montaña–. Así que me gustaría ayudarte en tu deseo... ¿Qué lugar te parece adecuado? ¿Adónde quieres ir?
–¡Detente! ¡Déjala en paz! –exclamó Tobía, arrojándose a sus pies, pero Sulei lo pateó a un lado.
Bulen se había acercado con expresión sombría, pero sus ojos no estaban fijos en Sulei ni en la humana.
–Te llevaré a una luna –murmuró, ante el rostro pálido y ojeroso de la joven–. Te dejaré en un bonito lugar en la luna, o en el cielo...
Amelia cerró los ojos con fuerza, temiendo encontrarse sola en una dimensión oscura al abrirlos de nuevo, o peor, en medio de la nada, sin oxígeno. Sulei sintió una vibración. La gruta tembló y algunas piedras rodaron; los trozos de escombro, vidrio y madera regados en el piso comenzaron a girar en torno a la pareja a medida que su energía se convertía en un remolino. Finalmente el vendaval invadió todo el espacio. El cabello azotado por la fuerza desatada, Bulen alzó los ojos y se quedó helado. Tobía siguió la dirección de su mirada, preguntándose qué le causaba tanta impresión y exclamó:
–¡Cielos!
Algo había llamado la atención del kishime hacía un rato, algo que le pareció extraño con el artefacto y ahora al fin se daba cuenta de que el cilindro estaba vacío. Donde se hallaba el cuerpo troga, voluminoso y lánguido, atravesado y clavado al mecanismo, no quedaban más que un par de varillas de metal escurriendo líquido rojo.
Fishi se había arrastrado hasta donde Deshin, derrumbado contra el muro, miraba la escena con ojos entrecerrados por el dolor. Las figuras de Amelia y Sulei se volvieron borrosas y el remolino se concentró a su alrededor. Sulei sonrió con triunfo cuando una grieta luminosa los succionó desde abajo, desvaneciéndolos.
Amelia abrió los ojos y su corazón se detuvo un instante. Luego comenzó a latir a toda velocidad y se aferró al kishime, quien contemplaba admirado el espacio absolutamente negro y vacío en el que se hallaban, aunque desconcertado por no haber llegado adonde quería.
“Estamos entre dimensiones”, pensó la joven. Sulei se fijó con atención y percibió que la negrura estaba salpicada de estrellas tenues. Una de ellas comenzó a moverse en su dirección, haciéndose grande y brillante al acercarse, y ambos advirtieron que parecía una galaxia girando a toda velocidad sin detenerse hasta producir un borrón colorido. La luz pasó entre los dos, y Amelia sintió un aliento cálido, sedoso, un aleteo de mariposas le rozó las mejillas.
–¿Qué es esto? –inquirió Sulei, comenzando a irritarse.
El espacio se arrugó y los envolvió. Maravillada, ella sonrió. No recordaba haber visto estos fenómenos cuando estuvo con Grenio y Lug, pues las luces lejanas no se les habían acercado.
Sulei no estaba feliz. No había logrado llegar adonde quería... ¿por qué no podía manejar su poder? La capa negra que los envolvía se tornó líquida, brillosa como petróleo, luego iridiscente, y al final se fue aclarando hasta terminar rompiéndose como una pompa de jabón, y los devolvió a la gruta húmeda. Estaban en el mismo lugar del cual habían partido, Tobía seguía arrodillado en el suelo con expresión pasmada y Bulen observando el artefacto vacío. Apenas habían desaparecido de su visión un par de segundos.
El kishime se miró las manos, frustrado, y la ira subió como una oleada negra que lo mareó. Amelia retrocedió instintivamente, percibiendo el color que subía a su rostro pero antes de que pudiera alejarse, Sulei le lanzó un puñetazo, le partió el labio y la hizo caer de espaldas, luego chocó contra el artefacto y resbaló hasta el suelo. Aturdida, suplicó ayuda. Sulei la estaba mirando lleno de un odio irracional, como si fuera la culpable de que no le salieran las cosas. Pero al levantar la vista, notó lo mismo que Bulen, y se echó para atrás, pálido:
–¿Dónde está? ¿Cómo desapareció? –y tomando a la joven del cuello, la levantó en andas y la sacudió, gritándole–. ¿Qué has hecho? ¿Dónde está?
Ella no tenía idea de qué le estaba hablando, y lo único que quería era que dejara de sacudirla. Se tuvo que morder el labio hinchado para no gritar por la herida del pecho. Sulei deliberadamente le puso una mano en el hombro y Amelia sintió un dolor tan agudo que lanzó un alarido. Entonces, cuando estaba a punto de perder el sentido, una mano la libró de la crueldad de Sulei, dejándola caer al suelo. Tobía miraba asombrado y el kishime exclamó, con un tono que rayaba en el pavor:
–¿Cómo es posible? –retrocedió un paso y luego, recapacitando, se tranquilizó y lo estudió con curiosidad, añadiendo en tono acusatorio–. No es posible, nadie puede sobrevivir a este procedimiento...
Grenio apretó los puños y los soltó, viéndolos como si también le extrañara estar vivo. Sin saber cómo, había salido de su prisión y se hallaba ileso, la cabeza un poco ligera, pero lleno de energía y repuesto de las heridas y la pérdida de sangre.
–Es posible que haya estado muerto –replicó con voz grave, mostrando los dientes afilados–, pero he vuelto para exterminarte.
Sulei no esperó a que terminara de hablar para atacar. Grenio se abalanzó sobre su shala abandonada en el piso entre los escombros, y la hendió en el aire al tiempo que giraba y saltaba hacia él. La hoja describió un arco fulgurante, arrastrando la luz hacia el vacío que generaba su vertiginoso viaje a encontrarse con la cimitarra que venía hacia su pecho. Sus armas chocaron con estrépito, enterrándose un filo en el otro en medio de una serie de explosiones centelleantes por las moléculas del aire que se partían en la colisión de sus fuerzas. Decidido, Grenio lo empujó con todo su poder, apretando los dientes así como sus ojos se volvían rojos al calor de la batalla. Sulei frunció el ceño al notar las quebraduras que se iban extendiendo por su cimitarra. El cristal crujió como hielo al descongelarse y su espada se disolvió en minúsculos fragmentos.
Asombrado, Sulei arrojó el pedazo de empuñadura que le había quedado e intentó trasladarse para evitar el sablazo del troga que venía por su cabeza. En el mismo momento en que se desvanecía, Grenio se detuvo y dio media vuelta, arrojando su shala. La espada voló directo e interceptó a Sulei al tiempo que su figura se materializaba en otra parte de la cueva. El kishime quedó rígido, la hoja atravesada en su vientre había esquivado el corazón de puro milagro. Grenio gruñó, desilusionado, y se arrojó sobre él a toda marcha. Sulei lo vio venir y le lanzó una masa de energía con una mano. Tobía se zambulló fuera de su camino, tropezando con Amelia que todavía estaba en el suelo, absorta en los dos combatientes, y Bulen saltó con suavidad hacia atrás. Hubo un gran resplandor, un sonido atronador y la cueva tembló, y al disiparse el polvo caliente pudieron ver que alrededor de Grenio el piso de roca se había pulverizado. En medio del cráter, el troga permanecía incólume, protegido por un escudo ovoide. Sulei quedó estupefacto; se sentía harto de este troga. Grenio había levantado las manos por reflejo, pero ahora podía sentirse confiado al ver que conservaba sus habilidades. Desapareció junto con el huevo de energía y reapareció frente al kishime. Tomó la espada que sobresalía del estómago de Sulei, y la arrancó de un tirón.
Su tajo ya se estaba curando y resuelto, seguro de ser más poderoso, Sulei decidió atacarlo de cerca, y antes de que Grenio adivinara su intención lo tenía aferrado del brazo izquierdo y comenzó a traspasarle energía, la cual lo paralizó, impidiendo que usara la shala. Sintió calambres en todos los músculos, mientras su corazón luchaba por seguir latiendo. Los dientes le rechinaron, descubiertos entre los labios fruncidos.
–¡Muévete! –le gritó Amelia.
El troga trató de enfocarse, salir de allí, pero no podía convocar el portal para trasladarse fuera de esa dimensión. Sólo podía resistir, pero además tenía que hacer algo, para no ser derrotado de nuevo. Notó que por alguna razón podía mover los dedos de su mano derecha, aunque el resto del cuerpo lo tenía paralizado, y mientras Sulei seguía electrocutándolo, creyendo que era cuestión de tiempo hasta que su corazón dejara de latir, Grenio había logrado mover su brazo y, con un último esfuerzo, se lo encajó en medio del pecho. Las garras penetraron la carne kishime y sus dedos se cerraron con un último espasmo, entre la carne y el cartílago.
Sulei soltó su brazo, desorbitado, confuso. Bulen, que hasta ese momento observaba de lejos, corrió a ayudarlo; de golpe desenvainó la shala y la clavó en la espalda del troga.
–¡No! –gritaron los humanos, al tiempo que Grenio dejaba libre a su víctima, con el pecho abierto y sangrante, y Bulen extraía su arma rápidamente.
El troga vaciló y luchó por mantenerse de pie, la visión borrosa y la respiración ahogada. Asombrado, se puso una mano sobre el tórax, y sintió un cosquilleo ligero. Toda su piel cosquilleaba, cargada todavía con la electricidad de Sulei. Viéndolo caer de rodillas, el kishime pensó en darle el golpe de gracia y, aun con el pecho destrozado, adelantó el brazo derecho y el aire, denso, voló hacia el troga inclinado. No necesitaba verlo para percibir qué intentaba, Grenio presentía en su mente los acontecimientos de la batalla: movió un brazo hacia atrás, se levantó y disparó su brazo, enviando de revés la energía de su atacante. Bulen se cruzó en su camino, su shala cortando el viento caliente formado al chocar la energía de su jefe con la carga eléctrica que rodeaba el cuerpo troga y su propia fuerza vital. La fuerza se dividió en dos corrientes que lo rodearon, encerrándolo en una nube más intensa de lo que podía soportar y después siguió su curso hacia Sulei, aunque no le hizo mucho daño.
Sulei se arrojó sobre su ayudante, horrorizado al verlo todo chamuscado, y le aplicó las manos en el pecho tratando de recomponerlo. Bulen abrió los ojos débilmente. Tenía la piel del rostro reseca, los labios cuarteados y la ropa chamuscada. Intentó decir algo pero no pudo hacerlo con su voz. Quería explicarle a su jefe antes de morir, que todo lo había hecho para ahorrarle una muerte indigna a manos del troga; estaba seguro de que había nacido para ser un nuevo Kalüb y salvarlo, para que su vida no terminara en el momento que el troga pensaba sacarle el corazón.
–Me salvaste... tres veces ya –murmuró Sulei, apoyando la cabeza de Bulen sobre sus piernas, ajeno a la presencia de los otros en la gruta oscura.
Incluso Fesha, que había esperado mucho tiempo con sus hombres antes de animarse a entrar de vuelta, observaba la escena. Tobía y Amelia se habían acercado a Grenio y este tampoco parecía interesado en interrumpirlos. Sulei se dio cuenta de que no tenía la capacidad para curarlo, no podía hacer nada por él; Bulen se había desgastado demasiado, incluso con la potencia del antiguo kishime.
–No puedo hacer nada –exclamó Sulei alzando los brazos al cielo, luego notó entre la ropa desgarrada, que en el pecho de Bulen resaltaba una marca delgada, rosada, una cicatriz vieja.
–La marca ha vuelto a aparecer –murmuró Grenio con extrañeza, ya que se trataba de la herida que había sanado gracias a su ayuda, y que también simbolizaba el deseo de salvar a su jefe, interponiéndose en el camino de su enemigo.
Bulen sonrió aunque su piel se había puesto gris y cuarteada y ya no sentía nada, ni siquiera las manos de su jefe posadas sobre su pecho y cabeza.
–Ni siquiera quedará de ti una hebra de estos cabellos –se quejó Sulei.
–No temas por mí, señor –replicó Bulen en su mente, sabiendo que su fin se aproximaba –. Sólo abandono esta vil forma física que ni siquiera es mía. Nos volveremos a ver, en otra dimensión, en otra forma, no lo sé... pero estoy seguro de que así será porque lo he visto en nuestro futuro.
Sulei se agachó para posar su frente contra la de Bulen y percibió sus últimas frases, palabras incoherentes, imágenes que había visto del futuro gracias a Kalüb. Estaba lleno de esperanza, de gozo, aun cuando su carne se desvanecía como un soplo de hojas muertas. Los humanos, el troga miraron con espanto el acelerado trabajo de la muerte que secaba y consumía su cuerpo desde la punta de los pies y manos, desde los frágiles cabellos claros, el rostro hundido, hasta que toda la energía se concentró en el centro de su pecho. Sulei, con los ojos cerrados, colocó su mano sobre la luz pero aún así todo lo que quedaba de Bulen se dispersó en el aire, mariposas de luz. Amelia no podía sacar los ojos del cuerpo que lucía momificado, y hacía unos minutos parecía vibrante de vida.
Gritando furioso, Sulei barrió con su mano y espada por encima, y los restos de su leal seguidor se desparramaron en polvo y huesos calcinados. Su aura se expandió por la cámara con una oleada de ira y Amelia y Tobía se pusieron a cubierto detrás del troga, que se preparó a enfrentarse con su espada. Fesha y su tropa los rodearon, aunque su presencia no atemorizaba a Grenio, quien se sentía capaz de luchar contra todos ellos.
–Sulei... Ríndete... –escuchó que le susurraban–. No puedes... Termina con esto... –balbuceó Deshin.
Pero el kishime, no pensaba darse por vencido porque la muerte de Bulen no podía ser en vano; estaba convencido de que debía ser el más poderoso.
Mientras tanto, la montaña ya había soportado demasiados temblores, y las ondas de fuerza que continuamente la atravesaban habían socavado las paredes de la gruta y las laderas que la rodeaban. Todos sintieron un estremecimiento y el techo se derrumbó sobre sus cabezas con una tonelada de roca y tierra, acompañado de un monstruoso estruendo.
Al sentir el ominoso temblor, Amelia, abrazada por Tobía, había extendido una mano hacia el troga, y luego todo se oscureció. Grenio presintió el desastre cuando aún escuchaban las palabras de Deshin y levantó la shala, instintivamente creyendo poder pulverizar toda esa masa rocosa. El derrumbe barrió con todo un macizo de rocas, llevándose las ruinas y todo a su paso, dejando una mordida de ese lado del monte.
Dalin paseaba con impaciencia por la planicie plagada de muertos, acompañado de un séquito de sus hombres, mientras del otro lado del río el campamento humano seguía sumido en un profundo silencio. Faney y Eduleim, reunidos al frente de sus derrotados guerreros, mostraban un rostro de piedra a la guardia kishime que los miraba con indiferencia. Lodar y Shadar conversaban tranquilamente, a unos pasos del lugar donde la jefa troga estaba sentada, altiva, vigilándolos, y los cazadores palmeaban los cuerpos de sus caballos caídos en la batalla con gran disgusto. De pronto, los trogas se sintieron sacudidos por un perfume extraño, acre como metal achicharrado. Sel percibió la vibración en el aire que antecedía la llegada de un kishime y se adelantó, atrayendo la atención de Mateus y los demás hombres que lo rodeaban.
En medio del campamento, entre el río, los trogas y los kishime, se levantó una nube de tierra y apareció un conjunto de figuras rodeadas de un cerco de luz y una detonación.
–¡Flo... ¡Onia! ¡Tro! –exclamaron los trogas con asombro, arrimándose a Fretsa, que se había levantado, fascinada, esperanzada.
Sulei miró en torno y apreció la situación. Además de él, habían sobrevivido Fesha y algunos de sus hombres, pero el resto de los kishime yacía enterrado bajo las ruinas del templo, junto con el artefacto oscuro. También habían aparecido con ellos algunos trozos de piedra y pedazos de cristal y madera presentes en la gruta. Tampoco se habían librado de los humanos, Deshin y Fishi que parecían desmayados, y Grenio. Amelia suspiró aliviada, al encontrarse al aire libre, bajo el rico sol de la tarde, y Tobía saludó a su maestro con energía, radiante por hallarse de nuevo entre humanos.
En medio de la expectativa general, Sulei cruzó la distancia que lo separaba de Grenio y se detuvo, todos los ojos clavados en él. Grenio se removió incómodo; se sentía incapaz de sostener otra batalla.
–Gracias por salvarnos la vida –dijo el shoko, inclinando la cabeza ante el troga.
–No era mi intención.
Sulei se dio vuelta y comenzó a alejarse, llamando a Fesha para que reuniera a los demás y anunciara que se retiraban. Pero al pasar junto a Deshin, que se estaba recuperando con la ayuda de Sel, no pudo evitar preguntarle:
–¿Sabes acaso... por qué no funcionó? ¿Por qué no pude convertirme en el elegido, poseer el driago?
–Tenías tres poderes, tres razas en uno... Pero para completar la fórmula te faltaba tu opuesto. Nunca consideraste lo que decía la profecía, creyendo que todo lo podías cambiar a tu antojo. Por eso nunca observaste lo que ya se sabía... Ese poder sólo funciona con dos.
–Bulen dijo que las profecías no existen.
Los humanos todavía no comprendían del todo qué sucedía, no podían creer lo que veían: cuando ya los habían derrotado completamente, de repente sus enemigos se marchaban. Tan rápido como habían llegado, los kishime se desvanecieron ante sus ojos como un mal sueño.
–¿Vas a dejar que se vaya? –murmuró una voz desde el suelo, y Grenio notó que era Fishi el que se quejaba porque Sulei escapaba.
–Adonde vaya, lo puedo encontrar cuando quiera –replicó el troga, inclinándose sobre él, y para disgusto del kishime, le traspasó energía para que se recuperara.
Amelia se había agachado junto a un cuerpo. Vlojo no había sobrevivido al ataque de Sulei, pero al menos sus compañeros tenían sus restos mortales para venerar y enterrar apenas regresaran a reconstruir su hogar. Raño, el que se animó primero a acercarse una vez se marcharon los kishime, felicitaba a Grenio por su entrada heroica.
–¡Querido Tobía! –el Gran Tuké abrazaba fuera de sí a Tobía, que danzaba frenético mostrándole las gemas que había recuperado y tratando de explicar, de forma incomprensible para todos los demás, lo que había pasado–. ¡Amelia! Ya veo que han encontrado la forma de cumplir la profecía sin destruir el mundo... ¿o no?
La joven sonrió y rogó que se apuraran a salir de allí mientras el troga estaba entretenido con sus compañeros, antes de que se acordara de ella. Los ejércitos de Rilay festejaban ahora que se veían libres, y también lloraban sobre sus muertos. Amelia se mezcló entre la algarabía y pronto se perdió de vista entre la gente, rodeada por Faney y otros jefes, que la saludaban como su salvadora.
Conclusión
Desde que llegó a este planeta se había sentido aislada y desprotegida, pero en sus últimos días estuvo rodeada de personas que la llenaban de cariño y gentilezas. El ambiente entre los peregrinos era, a pesar de haber perdido sus casas, animales y cosechas y tener que empezar a luchar por reconstruir su tierra, cálido y alegre, de festejos por haber sobrevivido. En la noche de conjunción de las dos lunas llenas, la caravana de Rilay que iba a buscar a la gente refugiada en el monasterio tuké, se detuvo para armar una celebración con hogueras, comida y cantos. Amelia fue regalada con ropa nueva y abrigada, bebió con Mateus aunque nunca pudo ganarle, comió asado y rió con los bailes en torno al fuego. Luego de horas, cansados y satisfechos, todos se fueron a dormir bajo el manto de estrellas.
Amelia, arrebujada en un tapado de piel, miró con ojos insomnes la fogata, junto a la cual dormitaba Tobía y roncaba su maestro, el cielo azul terciopelo, iluminado por los satélites blancos. La luna pequeña iba declinando, a su alrededor las sombras apenas se movían en sueños, y sólo se escuchaba algún murmullo apagado. Alguien se levantó de su lugar y caminó hacia los árboles, la joven lo escuchó y lo vio desaparecer en la oscuridad, y se tranquilizó. A su lado, Tobía acomodó la cabeza sobre un atado de libros de Mateus y suspiró. Amelia respingó al sentir una mano pesada sobre su hombro, y se dio vuelta sofocando una exclamación:
–Fruso otla jo –murmuró junto a su oído mientras ella lo miraba con ojos desorbitados.
Tobía abrió los ojos y gritó: –¡Amelia!
Ella se levantó de un salto y luchó por recobrar la compostura. Trató de sonreírle al tuké para tranquilizarlo.
–Déja vu... Tobía, no te preocupes, no despiertes a los demás.
El tuké sabía que no podía hacer nada contra él pero no le parecía justo que viniera a reclamar ahora, que estaban tan cerca de su destino. Amelia caminó controlando el temblor de sus piernas y Grenio la siguió fuera del campamento.
–No tuve más sueños... ¿Qué pasó con Lug? –preguntó cuando se detuvieron junto a un río plateado, y como el troga no respondió en seguida, Amelia temió que hubiera perdido la capacidad de entenderla.
–No está más... murió –contestó Grenio, señalándose el pecho. Por el borde del chaleco calado se podía divisar una cicatriz estriada, donde la carne había explotado de adentro con la luz roja. El troga recordó–. En el artilugio kishime, me estaba ahogando en sangre y todavía podía oír su voz, me gritaba que siguiera respirando aunque creyera ahogarme. Luego dijo que la índole de la máquina era absorber la esencia de un ser y traspasarla a otro, pero que no era... necesario que a los dos... nos matara. Su voz se perdió después.
Lug creía hasta ese momento que sólo podía salir del cuerpo troga si su huésped moría primero. Sumergido en el líquido, la conciencia y los latidos del troga se volvieron tan débiles que simulaba la muerte; entonces Lug aprovechó y fue absorbido por la máquina junto con parte de la fuerza troga diluida en la sangre, y cuando el proceso fue perturbado por el objeto que introdujo Amelia, empezó a sentir una fuerza de atracción igual que cuando abandonaba un cuerpo y era llamado por otro del mismo clan. Amelia consideró las palabras de Grenio, sintiendo un vacío al pensar que nunca más iba a ver a Lug, nunca se despidió ni le agradeció por todas las veces que la salvó.
–¿Y qué vas a hacer conmigo entonces? –preguntó.
Ahora no había nada que se interpusiera en su camino, ni guerras ni kishime entrometidos que retardaran su venganza por los asesinatos cometidos por Claudio.
En la cima de Sulabi, Deshin, Fishi y Sel estaban sentados en unas rocas, contemplando el paisaje inhóspito iluminado por la fría luz lunar. Otro kishime se les acercó, curioso por saber qué hacían ahí.
–Jefe Shadar –contestó Deshin–, se iku. Estábamos tratando de responder al joven Sel qué fue la voz que escuchó cuando cuidaba el sueño de Bofe, poco antes de dar a luz.
–¿Una voz? –repitió Shadar, que había venido a visitar el refugio antes de regresar al Consejo, a luchar por la unidad de su pueblo–. ¿Una voz grave que no parecía venir de ninguna persona cercana? –Sel asintió atemorizado con el solo recuerdo y él explicó–. Bofe estaba cercano a la muerte... He escuchado que muchas veces en ese estado podemos recibir mensajes del más allá, tal vez de kishimes muertos, fantasmas que vienen a dar consejos importantes.
–¿El más allá? –exclamó Fishi, con desprecio–. Eso no existe.
–No... –repuso Shadar, contemplando la luna clavarse sobre el Sulabi–, es una idea humana. Pero es una bonita forma de expresar, como creían los antiguos, que al desaparecer nuestros cuerpos evolucionamos a otro estado superior, pura energía, sólo espíritu.
–¿Es posible? ¿Hay gente sin cuerpo a nuestro alrededor, como esa voz...? –inquirió el más joven, interesado pero temeroso de que fuera cierto.
–Se supone que viven en otra dimensión, como la zona oscura cuando viajamos, Sel –explicó Deshin para calmar los ánimos.
–Si es así, sólo lo saben los que ya no están –concluyó Shadar.
Fishiku había sido abandonado por su estado ruinoso, con trozos perdidos en otra dimensión. Además, como decía Fishi, si un troga podía criticar su decoración, había algo muy mal en su morada. Habían elegido irse al norte, donde las montañas se hundían bajo el peso de la nieve, a vivir en un palacio nuevo entre los hielos eternos. Les gustaba un paisaje yermo y blanco, resplandeciente en las noches de luna, y apartado de los humanos y su alboroto.
Destituido del Kishu con su propia aprobación, rehuido por todos, Sulei se retiró a pasar sus días en una isla en medio del océano. Allí tenía recuerdos de su Casa que había ido acumulando a lo largo de los años, aunque se decía que nunca iba a utilizar ese refugio: espadas, las prendas negras, otomanas y mesas labradas en madera petrificada y montones de libros, grabados, tapices y sellos antiguos. No sabía cuánto tiempo iba a estar allí pero no creía que su vida se fuera a consumir en la soledad. Ya se le ocurriría una manera de volver y hacerle entender al resto de su raza que no podían seguir ocultándose en un mundo que podía pertenecerles.
Mientras tanto, paseaba cada día por los montes de frutal encima de la playa, porque aún conservaba parte de la naturaleza humana y troga que necesitaba alimento sólido, y también pensaba en Bulen, Zelene y lo que podía haber sido; reviviendo en su mente las imágenes que su ayudante le había regalado, de estrellas y cálidos luceros que daban paz. Pero sobre todo esperaba, a cada momento, que Grenio apareciera para su combate pendiente.
Tobía logró al fin despertar a Mateus a fuerza de zarandearlo y los dos corrieron adonde se hallaba Grenio, parado solo en medio de la llanura, seguidos de Eduleim y un par de guerreros.
–¿Qué hiciste con Amelia? –gritó Tobía sin aliento, frenándose junto al troga.
Grenio lo ojeó como si fuera un insecto pero ni siquiera digno de ser aplastado.
–Por qué tengo que decirte... –replicó, sin preocuparse por los humanos que se estaban poniendo inquietos.
Mateus revisaba el pasto alrededor, como detective, tras un rastro de sangre o cabello.
–Tengo que irme –añadió Grenio, comenzando a alejarse de ellos–. Espero no verte más.
Lo esperaban en Frotsu-gra, que para su alivio estaba siendo rehabitado por su gente, bajo la dirección de Fretsa. La mujer había sido elegida una de las jefas temporales más jóvenes de la historia; y luego de su nombramiento ella le había repetido su oferta. Fretsa le había confesado además, su intento de dejarlo sin enemiga, presa de los celos por la cercanía que tenía con la humana. Recordaba detalles que él ni había tenido en cuenta, como tomar agua que le ofreciera Amelia; la troga había llegado a pensar que su frenesí por encontrarla reflejaba un interés en su bienestar. Grenio se había burlado de su fantasía. Igual no podía hacerse todavía a la idea de tomar a la valiente guerrera como pareja, pero había prometido estar junto a ella.
–¡Eh! ¿Dónde está la joven? –gritó Mateus, viendo que sus acompañantes no pensaban perseguirlo.
–En donde la encontré –replicó Grenio sin darse vuelta, y luego se esfumó en una grieta del espacio negro.
–Mateus... digo, Gran Tuké ¿crees que...?
Tobía se volvió hacia el otro tuké, que se alzó de hombros, lo tomó del brazo y lo arrastró hasta el campamento: –Bueno, Tobía. Vamos a dormir, que ya se acabó el espectáculo.
A pesar de la alegría de volver a pisar su mundo, el horror comenzó para Amelia apenas tuvo que explicar dónde había estado, ya sentía el calor que le subía y bajaba por el cuerpo, cuando su madre le recriminó si la quería volver loca, perdida una semana entera. ¡Una semana! Si el idiota hubiera tenido más puntería en su viaje, no tendría que haber pasado por esto... El escándalo terminó en llanto y risas cuando su madre y la policía reunidas en su casa, descubrieron que tenía una terrible cicatriz como si la hubieran atacado con un cuchillo. Ahora pasaba de ser una adolescente trastornada a una pobre víctima de secuestro, con algo de amnesia por cierto. Amelia terminó derrumbada boca abajo en su cama, abrazada a la frazada y extenuada, deseando estar en otro planeta.
Entraron un par de calzas anaranjadas y Amelia sonrió al ver la blusa hindú verde que la acompañaba. Su amiga se abalanzó sobre ella y la aniquiló en un abrazo:
–¡Ame! ¿Estás bien? ¿Qué te hicieron? –exclamó Cata, llorando y empapando la camiseta de su amiga, que sonrió consoladoramente, respondiendo que estaba bien.
Más considerada, Luna se la sacó de encima y le dio un beso.
–Nos alegra que estés bien, amiga.
–Sí, aunque hayas perdido el año por faltas –añadió Cata, sentándose junto a ella en la cama.
–¿Qué? –Amelia cayó de golpe a la realidad, y sus recuerdos del otro mundo parecieron muy lejanos en comparación con el peso de todo lo que debía soportar en su tierra.
–Es una broma –explicó Luna, riendo–. Para ver si tenías amnesia.
–No es gracioso.
–Pero sí es verdad que Cata está saliendo con tu chico.
–Ja, te felicito... Muy buena elección.
–Es en serio –lloriqueó la aludida.
No preguntaron, pero Amelia sabía que se morían por que les contara qué había sucedido cuando desapareció, así como su madre y la policía esperaban que recapacitara enviándola a un psiquiatra para que le hiciera hipnosis. Como le hubiera gustado contar simplemente la verdad, pero la mentira era más creíble, con todas sus lagunas.
Pero a la mañana siguiente su tía la vino a despertar trayéndole un café con leche a la cama, y al ver su rostro donde los años habían pasado benignos no pudo contenerse y confesó que lo que había contado era un invento.
–No sé por qué, pero creo que tú, tía, podrías creerme sin pensar que estoy loca –explicó sorbiendo su desayuno, mientras la mujer la escuchaba seria con una expresión bondadosa, iluminada por la luz rosada colándose por las cortinas de la habitación, le parecía que volvía a ver el retrato de Caterina.
Laura escuchó sin hacer comentarios gran parte de su relato, tan solo haciéndole gestos para que se tranquilizara cuando llegaba a una parte en que se excitaba con su historia.
–¿Me crees de verdad o me estás siguiendo la corriente como a los locos? –exclamó al fin Amelia, ante el prolongado silencio de su tía que ponía una expresión dubitativa.
Sin responder, Laura caminó hasta la puerta y la cerró, y luego volvió junto a la cama pero se agachó para sacar algo que había ocultado debajo, envuelto en una tela. Amelia reconoció el abrigo que llevaba la tarde anterior.
–Cuando te encontramos en la puerta del edificio, medio trastornada, sucia, flaca y con el pelo crecido como si hubieras desaparecido tres meses... –contó, depositando el pesado bulto en la cama mientras la joven asombrada, apenas podía creerlo–. Querida... Amelia, mientras tu madre te gritaba desesperada, mis ojos captaron esto brillando en un rincón del palier, y sabiendo que iba a ser muy difícil para ti explicarlo, la empujé abajo del escritorio del portero. En la noche la traje, mientras dormías profundamente, y me impresionó tanto al tocarla, como cuando de chica tomaba la urna de la abuela. Por eso, aunque suene increíble, creo que lo que viviste es cierto.
–Sí... –la joven descubrió la hoja lustrosa manchada de ocre y el pomo ricamente labrado– es la espada de Claudio, nuestro antepasado.
Su tía volvió a parecer una solterona miedosa.
–¿Corremos peligro entonces? ¿Ese monstruo que dices, va a volver a hacernos algo?
Amelia sacudió la cabeza.
–No lo creo. Esta es la espada de un caballero, y él, a su manera, también lo es. Quiero decir, no sería honorable para él, pelear con nosotras que no podemos ni levantar esto.
Luego de que su tía se fuera a lavar su taza, escuchó que su madre atendía el teléfono y se levantó, para guardar la espada en su armario. Grenio no le había dicho que renunciaba a su venganza, sólo que para hacerse justicia era tarde porque el instigador de todo, Lug, había desaparecido. De todos modos, esperaba que el troga siguiera adelante del otro lado, cambiando la búsqueda de venganza por una vida.
Se dio vuelta cerrando la puerta del armario de un golpe, y otro hizo eco adentro. Se estaba cambiando la blusa cuando escuchó un nuevo golpeteo y giró sobre sí misma, angustiada. “¿Qué pasa ahora?” Alargó un brazo hacia el armario, aunque allí no había nada, recién lo había comprobado. Temió que algo le saltara de adentro, al abrir la puerta de par en par:
–¡Ah! –saltó hacia atrás, pero como había pensado, no había nada, y se reprendió–. Me estoy poniendo muy nerviosa, si sigo así...
Lo que se estaba moviendo adentro era la espada, que recién había empujado hacia el fondo y ahora su punta asomaba entre las cajas de zapatos. Se inclinó y tocó el metal con sus dedos. La espada tembló y saltó en su lugar, Amelia respingó y cayó sentada, llevándose la mano a la boca para contener un grito.
Se mordió un dedo, absorta. Pensó un minuto; en el cual la espada permaneció quieta.
–¿Eres tú? –le susurró, comprobando primero que estaba sola–. ¿Lug, estás ahí?
Como respondiendo o reaccionando a su voz, la hoja se sacudió. Amelia, a toda prisa, tomó el tapado en el que había estado envuelta, lo puso sobre la espada, la empujó hacia dentro rogándole que se quedara quieto, cerró el ropero y se apoyó de espaldas contra la puerta.
Agitada como si hubiera corrido cien metros, todo fue encajando en su cabeza: por alguna inexplicable razón, la conciencia del kishime que Grenio odiaba, después de abandonar el cuerpo troga, había sido atraída hacia esa espada, y pensando que ella debía tenerla porque pertenecía a Claudio, el troga se la había cedido. Su madre la estaba llamando. Amelia se puso el jean y salió del cuarto para continuar con su vida.
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