En el corazón pleno de Olivos hay una gigantesca mansión. Sus muros son los de una prisión, encerrando un descuidado jardín de plantas enredadizas - Prisioneras que parecen intentar fugarse del otro lado del muro - Y sus vidrios, completamente polarizados en todas sus ventanas, no hacen más que agregegar misterio a lo que sea que imaginan que habrá en su interior los transeuntes del lugar.
Dentro hay una habitación. Hay varias, pero Julia solo conoció una. Del resto de la casa solo conocía el comedor, el pasillo de entrada y la escalera que da al primer piso, dónde estaba aquella habitación, que - Le parecía - debía ser la más fea de toda la casa. Es en ella dónde cuidaba de Martín, el hijo menor de la familia, desde hacía 6 años.
Martín era ciego, sordo y mudo de nacimiento. Julia adivinaba - Nunca se lo dijeron - que debía tener veintidos o veintitres años; Más o menos su misma edad.
Su existencia se limitaba a yacer en una cama, como un paralítico, como un enfermo. Su torso, atado con correas de cuero; Sus pies, fijos con dos grilletes, parecidos a los de la cárcel. Debían asegurarse de mantenerlo atado todo el tiempo. Aunque él se había acostumbrado a no moverse, Julia debía encargarse de chequear sus ataduras, para protegerlo de que se hiciese daño a si mismo Intentándo pararse o moviéndose y cayéndose de la cama.
Por la falta de actividad, su carne era extremadamente delgada y tirante, ajustada sobre su estructura ósea. Su palidez, por la falta de sol, solo contribuía a acrecentar su semejanza con un esqueleto. Un esqueleto que respiraba y se convulsionaba en intervalos irregulares, tras algún flujo primitivo de emociones en su cerebro estéril.
Por alguna razón, su padre insistía en mantener aquella habitación en la penumbra casi absoluta; Siendo un velador de piso la única luz permitida allí. Evidentemente no por la comodidad de su hijo - ¡Era cigego! - sino tal vez con la irreal esperanza de que, si se lo descuidaba demasiado, su hijo - su problema - desaparecería.
De hecho hacía ya varios años desde la última vez que Julia había visto a sus empleadores. Habían gastado una gran cantidad de dinero y esfuerzo para evitar siquiera pasar por la puerta de la habitación de Martín; Una escalera adicional había sido construída en el extremo opuesto del primer piso para poder pasar al estudio del segundo, sin transitar por aquel pasillo. Además, un pequeño elevador mecánico había sido instalado en la habitación, para posibilitar el ingreso y salida de objetos - usualmente del rubro médico - sin necesidad real de entrar en la habitación.
Si lo odiaban, se avergonzaban de él o sufrían con verlo por alguna otra razón, Julia no lo sabía. Lo cierto era que querían olvidarlo. Para su padre lo más probable es que no significara más que el sueldo de una enfermera. Un monto anónimo automáticamente debitado de su cuenta bancaria. El único contacto humano que tenía era Julia. Ella lo bañaba diariamente con una esponja, lo afeitaba - Aunque solo hacía falta muy de vez en cuando-, lo vestía con su camisón, del que tenía 4 modelos en un placard, e incluso le lavaba los dientes 2 veces al día. También le cortaba el pelo, lo peinaba y le limpiaba los oídos.
Él era poco más que un muerto. Era como un un pedazo de carne que jamás se terminaba de pudrir - un cadaver de frigorífico - excepto por el ritmo regular en que su pecho se expandía y contraía y por los espamos sorpresivos, a los que Julia ya estaba acostumbrada.
Cuando podía, le llevaba regalos. A veces solo porque si, pero siempre le llevaba algo en su cumpleaños. Esta vez había logrado conseguir unos gramos de un polvo blanco de un hombre - Una amiga se lo había presentado - que lo preparaba en el garage de su casa.
Buscó en su bolso una jeringa y lo diluyó en unas gotas de agua, en una cuchara sopera. Lo cocinó con un encendedor y se lo inyectó en el brazo.
Martín se revolvió en la cama. Ya había probado otras cosas antes. Pero aquello hacía que la heroína pareciera azucar impalpable, o al menos eso le había dicho aquel hombre en el garage.
Julia se encargaba de estimular los pocos placeres que Martín podía experimentar. Y esta vez había conseguido algo muy especial. Ella, claro, jamás probaba los regalos que le llevaba a él, a pesar de las muchas veces que, sola, condenada a interminables horas de encierro - de esclavitud - y de una feroz depresión, había sentido ganas de hacerlo.
Pero todo era para Martín. Era todo para él - pobre - que no tenía nada, a nadie, excepto a ella.
Julia había pensado varias veces en cambiar de trabajo. Aquél le consumía la vida - No solo por las horas de trabajo que no le dejaban tiempo para nada - excepto dormir - sino porque hacerlo día a día, presenciar aquella imágen, aquél engendro, que debió ser una nueva vida, que debió traer alegría y felicidad, pero que solo trajo molestias, que solo existía - pero no vivía - la deprimía muchísimo. ¡Era contemplar la muerte durante horas!
A veces pensaba que si ella se deprimía tanto con solo verlo, el pobre Martín, si se le hubiera dado opción, si fuera consiente, si pudiera siquiera entender algo de lo que le pasaba, de su situación, habría elegido no vivir más.
Martín exhaló un suspiro ronco. Cada tanto abría y cerraba su mano pálida y los tendones se marcaban en su piel tirante, como lombrices bajo la arena.
Julia prendió un cigarrillo y se quedó mirándolo, ahí en su cama, un rato. Poco a poco pareció quedarse dormido - Julia había aprendido a distinguir su sueño de su vigilia - y el abrir y cerrar de su mano cesó.
Se acercó a él y sintió en su muñeca el latir de su corazón - Siempre débil y pausado, como si estuviera habitualmente al borde de la muerte, como si hubiera estado muribundo por más de 20 años -. ¿Con qué sensación fantástica estaría soñando?. No podía ni siquiera comenzar a comprender lo que los sueños eran para Martín; Como se desarrollaban las imágenes sensoriales en su cabeza. Pero tenía la impresión de que su sueños debían ser, para él, para su mente subdesarrollada - confundida - tan reales como la vigilia. Y que sus sentidos inoperantes solo debían contribuír a esa confusión. Porque tenía menos sentidos, es cierto, pero el mundo es como un río que fluye siempre igual; Con la misma intensidad. Y si la barrera, la represa - Nuestro cuerpo - tiene menos orificios, menos desahogos, el infinito caudal fluye por ellos con mayor intensidad aún. Así de reales - terriblemente reales - debían ser los sueños de Martín; Soportando todo el flujo del mundo en tres sensaciones básicas. Podría saborear el mundo de sus sueños, olerlos, tocarlos. Y seguramente no podría entender la diferencia entre un mundo y otro, al despertar; vigilia y sueño atados perpetuamente por la incertidumbre.
El ritmo cardíaco de Martín era lento y estable; Más lento de lo normal. El regalo de Julia debía estar en el punto máximo de su efecto. Julia lo miró unos segundos; ahogando sus pupilas en lágrimas saladas. No estaba triste; estaba contenta. Le había proporcionado a Martín lo que siempre quiso, lo que estuvo implorando pasivamnte durante más de veinte años. Aquello por lo que hubiera suplicado si hubiera tenido la voz con qué hacerlo. Para lo que no tenía conocimiento suficiente del mundo alrededor de él, como para entender qué existía siquiera la posibilidad de pedírselo a alguien. Algo que ni siquiera podía comprender, pero que - Julia sabía. Sentía - él anhelaba con todo su ser.
Julia apretó con fuerza la almohada contra la cara de Martín. Él ni siquiera se agitó. No se inmutó, ni se sorprendió en lo más mínimo. Probablemente siguiera soñando; Siguiera viviendo en el otro mundo, en el de los sueños.
Presionó con fuerza, hasta que, tras un leve espasmo, el abdómen de Martín se contrajo por última vez.
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