Llueve. La tormenta giró en vano varias veces hasta que acomodó su ojo oscuro y pesado sobre la avenida Cuenca, en el centro de la ciudad. El viento, una brisa fria primero, un ventarrón infernal, ahora, fue empujando a la gente, amontonándola debajo de los toldos, atónita, insegura. Los más audaces se atrevieron a cruzar el río que desdibujaba la vereda, cordón y todo, los otros elegimos ser tragados por el subterráneo. La línea “J” viajaba con demoras y los molinetes ofrecían su cuello a una botella apunto de reventar de furia e impotencia.
Cerca, ajeno al universo diluviado, estaba Felipe Paluffo: cabello engominado, traje azul a rayas, brilloso de tan gastado, manos en los bolsillos y boca arrugada en un silbido. Infaltable el peine de dentadura disipada asomándose por debajo de la solapa y la mirada de desfachatez disimulando su miopía.
Lo saludé con la cabeza, moviéndome al compás del tumulto. Él pareció reconocerme, por un minuto creí que, en un gesto sobreactuado, sacaría su mano del bolsillo para agitarla repetidas veces. Pero no, imperceptiblemente fue pegándose a la pared hasta llegar a formar parte de la propaganda de cigarrillos que rezaba detrás suyo: “Los guapos fumamos Gigants”
La gente fue cercándolo, pasándole por adelante como si no estuviera. Hasta un cobarde osó dibujarle un bigote mientras esperaba.
Yo no pude seguir mirando y, casi por la fuerza, me confundí con la multitud malhumorada.
Pobre destino el de Felipe –pensé entonces- condenado a repetir todos los días la misma pose, en el mismo lugar.
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