Por Dyada y Akeronte
Todas las noches desde las últimas tres semanas lo sentía moverse con ese ímpetu tan arrogante, sintiendo su presencia como un fardo que no merezco llevar. Mucho he pensado y elucubrado. Varias veces he pasado por el bar de Lucas, siempre en la tarde, que es cuando siento que él no me observa, para buscar la mejor solución. Él conoce bastante de mi situación y hoy me ha dado una salida a mi angustia. Con la agilidad de verdugo que caracteriza su manera de ser, deslizó sobre la barra una bolsa negra de no muy grandes proporciones. “Ahí tienes lo necesario”. Lucas esperaba otra respuesta, pero mi reacción fue una sonrisa que delató mi plena felicidad.
De camino a casa recordé, no sin angustia, esas madrugadas tormentosas en que su presencia me congelaba de miedo, no se movía para no delatarse, pero yo sabía que me estaba vigilando, midiendo mis pasos, contando mis pulsaciones, enumerando mis raciones de comida, robando mi vida. Otras noches dejaba escapar uno que otro golpe que retumbaba en mi cabeza, despertando con la confusión de una pesadilla, pero descubría que era un hecho a cabalidad. Se agazapaba en una esquina con su actitud tan soberbia, como disfrutando de mi miedo. Al final, como tragado por las sombras, desaparecía con el silencio de sus movimientos.
Abrí la puerta con la calma de un cirujano, para que no sospechara de mi presencia. Cerré todas las cortinas del primer piso. Subí las escaleras pisando en los lugares donde menos crujen las tablas. Ya en el segundo piso, deslicé mi peso hasta el fondo del pasillo, deteniéndome frente a la puerta de mi propio cuarto.
Entré cerrando la puerta tras de mí. Por la ventana entraba la luz tenue del poste de la luz. Me acerqué con sigilo a la cama, la encontré vacía. Sentí que una sombra fría rozaba mi vientre, me palpitaron las manos y sacando la primera herramienta que encontré dentro del bolso de Lucas, le asesté un golpe mortal. La excitación del momento me aturdió. Al caer al piso observé cómo mi vagina se bañó de un líquido viscoso que brillaba con la luz halógena de la calle y que confirmaba la consumación de mi crimen.
Los primero rayos del sol me encontraron lavando el tendido de mi cama, después de haber fregado con minuciosidad la pared y el piso de mi cuarto. El resto de la mañana lo ocupé en la preparación de un suculento desayuno. Cuando remojaba la almojábana en el chocolate llegó mi madre. La convidé a desayunar conmigo pero dijo que el chocolate le caía mal y que prefería un tecito con leche.
Esperando a que hirviera el agua, yo escuchaba parlotear a mi mamá acerca de su visita a la finca donde vio a una gallina poner huevos y cómo le produjo tanto asco abrir un huevo para el desayuno en el que le salió un pollito. En ese momento empecé a sentir fuertes arcadas, el estómago y las vísceras se me hincharon, si me movía levemente o tan sólo abría un poco más las piernas, todo se me caería al suelo. Mis tripas resbalarían cuesta abajo sobre mis vellos púbicos y los vellos de mis piernas se irritarían al sentir el calor de mis entrañas. Al tratar de detener la hemorragia mis manos quedarían ensangrentadas y en el desespero por limpiarlas mancharía mi camisa nueva. El calor de la cocina me hacía sudar a mares. Tuve un violento espasmo muscular y por mi entrepierna se deslizaron pequeñas gotas de sudor. No aguantaba más, mi madre lo veía todo pero seguía hablando tan tranquila. Tuve que gritarlo: ¡Sí, yo lo maté! ¡Está en la caneca! |