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El auto dobló en la esquina a toda velocidad, pasó rozando un carro de praliné y sin frenar cruzó el semáforo en rojo. Hacia calor. Un calor de esos que se desparraman como pseudópodos y se meten en las axilas, bajo la ropa, entre las piernas, que revientan dentro de los zapatos y fermentan en el cuero cabelludo.
El auto se detuvo frente a una casa, a mitad de cuadra. Colgaban cintas amarillas de precaución por todos lados. Había muchos policías, varios vehículos patrulleros.
Un hombre gordo se bajó del auto, es un hombre de mejillas gordas, con una barba como un candado en torno a la boca y fumaba. Tenía el cigarrillo colgando de los labios, una gran pila de ceniza colgando del cigarrillo.
Entró en la casa, la camisa de afuera bamboleándose como si fuesen los flecos de un vestido. El piso crujía bajo los zapatos opacos, desgastados, casi tan desgastados como ese piso de madera, lleno de astillas, de grietas. Había olor a incienso en la casa, muchas imágenes de santos y vírgenes.
Sobre la mesa unos bizcochos, un mate usado, un termo; el hombre de las mejillas gordas, o Nicolás, tomó uno y se lo metió y le dio un mordisco. Masticando el bizcocho entró en la habitación.
Sobre el piso, sobre una alfombra, sobre un gran charco de sangre, una mujer de sesenta años, gorda, acostada. No respiraba. Tenía la cara fruncida hacia un costado, tajos en la espalda descubierta.
- era curandera - dijo un oficial
- no pudo predecir su propia muerte – dijo Nicolás
- Cristo tampoco pudo salvarse de su cruz, o no quiso
- es verdad
- es que no entendemos nada
- no entendemos nada – dijo el hombre de las mejillas gordas y después agregó – llame a los peritos y el fotógrafo, yo me encargaré del informe ¿qué es ese olor a meo?
- el tipo, el asesino parece haber meado el cuerpo de la gorda
Nicolás salió de la habitación, en la cocina tomó otro bizcocho, masticando, atravesó la puerta hacia la calle. El calor le pegó un sopapo en la cara. Se abrió unos botones más de la camisa.
A las cinco de la tarde debía encontrarse con su ex mujer, no faltaba mucho. Subió al auto y se alejó manejando despacio.
Sabía que encontrarse con su ex mujer era recibir demandas, quejas, algún beso y caricias también, casi como cuando estaban casados. Se detuvo en la esquina, un joven había tropezado en el cordón, estaba tirado en el piso.
Nicolás lo ayudó a levantarse.
El joven, con cara desorbitada, le agradeció y siguió caminando sobre la senda peatonal. Tenía la cara ruborizada, la respiración conmocionada; envuelto en una situación en la cual sentía un montón de miradas atropellándolo por la espalda, en la nuca, en las orejas.
Siempre le pasaba de caerse, de tropezar, o de tumbar cosas en la mesa, por la calle. No era fácil caminar rebotando entre recuerdos. Lágrimas. Gritos. Turbulencias. Era caminar como sobre una vereda floja. Encima, ahora, el proyecto del psicólogo.
Julián era parte de un proyecto de exploración de la condición humana. El era la laucha, o el humano de laboratorio. Había sido elegido por sus virtudes. El tropiezo había sido un artificio del psicólogo.
Julián se detuvo en una librería, junto a la vidriera. A su lado un muchacho observaba las ediciones. Julián estuvo a punto de preguntarle algo, los precios, los títulos, algo, pero no dijo nada. Martín, el muchacho, le hubiera contestado, él también buscaba alguien para hablar.
Opresivo el silencio de las sillas vacías, la mesa vacía, el mate que va y viene hacia la misma boca como va y viene el cigarrillo hacia la misma boca; era angustiante la cantidad de cama desparramada, sin cobija, en torno al cuerpo, a la noche. La vereda larga, la calle larga, las tardes largas.
Martín le hubiese hablado a Julián, pero Julián no dijo nada y Martín se fue caminando hacia la esquina, después dobló.
A la vuelta de la esquina el muchacho tropezó con un vagabundo. Estaba desparramado en la vereda, con una camisa negra, los codos deshilachados.
- una ayudita para alguien que no supo jugar con la sociedad – dijo
Martín siguió caminando. La frase le retumbó en la cabeza por dos o tres cuadras más. Jugar con la sociedad. Entró en un bar. Como todo en la vida. Se sentó cerca de un espejo. Hay que aprenderlo. Pidió una coca. Hay que destronar la soberbia. Se miró en el espejo. Le gustó mirarse en el espejo, concebir que algo de todo lo que él era, era concreto.
En frente, en otra mesa, un hombre se rascaba la barba. Se rascaba la cabeza también, tenía los cabellos enmarañados.
Estaba en una mesa llena de papeles, papeles con cuentas, dibujitos, gráficas de funciones.
-hay que encontrarle la vuelta- dijo murmurando
Hacia cálculos en un arrebato de pasión intelectual; una pasión que parece concisa pero que bulle, bulle por dentro, bulle como un orgasmo, como un volcán.
-nos han engañado- dice, casi gritando, deja un billete sobre la mesa y sale caminando; atraviesa las mesas como un torbellino; desaparece en la vereda, mas allá de la puerta.

Nicolás llegó a su casa casi el atardecer. Encendió el televisor, dio de comer a sus peces, se asomó por la ventana. No tuvo que encender el ventilador, en esos días de calor lo dejaba encendido día, noche, como un vigilante. El humo de las fábricas oscurecía el horizonte, no se veía el sol; un cielo pintarrajeado de naranja, amarillo y azules.
Descolgó el teléfono y pensó en bañarse pero no lo hizo. Se sentó sobre el sillón, desde allí no se veía el televisor, pero no le importaba; se sacó las medias y movió los dedos de los pies. Miró el diario de ayer, la inflación había vuelto a subir, los maestros hacían paro, el partido clásico del fútbol había sido un empate. Las noticias eran las mismas de siempre.
Eso no fue lo que lo disgustó.
Lo que lo disgustó fue que mañana esos artículos hablarían de la vieja curandera. Esos artículos estarían llenos de declaraciones, de palabras que los periodistas iban a inventar a partir de sus declaraciones.
Se levantó del sillón y caminó hacia la heladera, la jarra de agua fresca parecía una pecera, la sacó; cuando cerró la puerta blanca vio una nota bajo un imán: debía llamar a Natalia. Natalia no era su ex mujer, era su novia.
Iba a marcar el número de Julia cuando el teléfono se destartaló en timbrazos. Atendió. Era el jefe de policía, tenía la voz cavernosa, grave.
Le había dado el caso a Nicolás porque en alguna época había sido un agente sagaz, agudo, efectivo; no era esta esa época; el caso le resbalaba por las manos sin que este pueda atraparlo.
Ahora, el jefe, quería que solucione el tema con los medios. Estaban enardecidos. Yo hablaré con los medios dijo, después colgó. Los noticieros siempre traían problemas, agravaban todo con su macabra imaginación. Llamó a Gilberto Denis, un periodista amigo. Siempre hacia lo mismo, así se evitaba lidiar con el abanico de reporteros.
A la noche se encontraría con Gilberto, en un bar, el bar de siempre, a tomar algunos whiskies, y a charlar. Cuando el colgó el teléfono, las palabras del jefe quedaron flotando en sus orejas, desplegándose como molestos mosquitos por la habitación; tenía que llamar a su novia, pero no lo hizo. Se puso los zapatos y salió a la calle.

Texto agregado el 29-05-2007, y leído por 230 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
01-06-2007 excelente! me encanto. tiene una excelente cadencia que le da un ritmo singular como musica para mis ojos. voy a esperar los proximos capitulos... Amf
29-05-2007 ***** chapoo
 
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