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ELLOS NO HAN ENVEJECIDO NADA DE NADA


Cuando él llegó un brillante y esplendido Sol alumbraba la pequeña ciudad. La gran y olvidada casa del barrio antiguo estaba allí, justo en el mismo lugar dónde él la dejó cuando se fue a vivir a una ciudad más grande y con mayores posibilidades de conseguir un buen trabajo.
Ahora era la herencia de un pasado vivido en familia. El escudo de la fachada le dio la sensación de darle la bienvenida. Los gratos recuerdos que guardaba de ella se descolgaban del techo y se le montaban encima. Abrió el portón de madera labrada. Bajo ese esplendido Sol el antiguo techo de su maltrecho hogar escondía entre otras cosas unas oscuras golfas habitadas por nostálgicos recuerdos de un antes de ayer, (que el ayer se me hace poco lejano) escribiendo a la luz de las velas mientras las tímidas noches hacían de paisaje y la Luna de compañera de minutos derretidos y de sueños consumidos. La habitación sin luz está siendo ahora acariciada por el haz de una linterna, quien la empuña se baña en solitarias horas que se desvanecieron con el tiempo pero que quedaron encerradas allí para siempre. Unas espirales de sensaciones ya vividas se arremolinan de nuevo en su interior. La luz descubre por fin el objeto deseado. Un baúl mil veces recordado y sólo una buscado, la vez que ahora nombro.
Lo recordaba más grande. Pesa más de lo que se imaginaba, cosa que le extraña en un principio pues los recuerdos no le pesan tanto. Más tarde se da cuenta que los recuerdos no le pesan tanto como el baúl porque no los recuerda todos, somos selectivos con ellos. Tras varios descansos, y dos tropezones que no pasaron a mayores, deja las escaleras atrás. Mejor dicho arriba, pues las ha bajado. La luz de la linterna ya no le hace falta, la apaga. Nota sus ojos vidriosos. El baúl se le resiste un poco, al final parece que le reconoce y se deja abrir. Le da la sensación de que le pregunta por qué ha tardado tanto en volver, pero piensa que son cosas suyas, que los baúles no sienten.
Se impregna de lejanos recuerdos arrinconados en algún recóndito lugar de su mente. A él vuelven las notas de las melodías que susurradas a escondidas escuchaba mientras escribía sus cuentos. Las notas las siente enredadas, mezcladas, saltando de canción en canción sin acertar con la melodía adecuada, como si hubiesen olvidado su antigua procedencia. Ve entonces la pluma negra Y La coge con sumo cuidado sintiendo su tacto. Aún no entiende porque la dejó allí, en el baúl, con lo que él se quería a aquél pedazo de plástico que había rellenado una y otra vez de ríos de tinta azul. La abrió y desmontó. Rastros de un ayer bañaban su vacío interior. La dejo a un lado con mucho cuidado. Sus manos se perdieron en el interior del baúl.
Lo rescató. Allí estaba, ante él. Lo que iba a convertirse en su gran sueño, no pasó de ser una reunión de hojas escritas ocultas bajo un bonito lomo y muchas noches en vela. Los ojos del personaje de la tapa del libro que no fue tal pues se quedó inconcluso, escondido, sin ver la luz, parecía que le estaban mirando, cuestionando: ¿Por qué no dejaste que el mundo me admirase? él, como entendiendo una pregunta que se formulaba a si mismo, se contestó:
“Por miedo al fracaso, al que dirán, al qué sé yo.”
Abrió el libro por el índice y deslizó su mirada por él, saltando de un título de cuento a otro. Todos reconocidos como hijos por un padre que no había ejercido bien de tal, no les dejó salir de casa y les encerró sin ninguna posibilidad de que ellos, por si mismos, viesen otra luz que no fuese la de la oscuridad.
Buscó el lugar más iluminado de la casa. No había electricidad. Limpió y transportó un viejo y antes polvoriento sillón. Se acomodó en él. Sus cansados ojos, tras aquellas viejas gafas se pusieron a leer. Algunas lágrimas le resbalaban presurosas cargadas con el peso de los recuerdos. Otras más curiosas tardaban en caer, pero igualmente lo hacían.
Minuto a minuto, hora a hora, cuento a cuento hasta llegar al título que anunciaba el último, el nunca escrito, el gran ausente. Pensó: Para el libro ha pasado el tiempo tanto como para mí, pero los cuentos no han envejecido nada. Me superarán. Vivirán más que yo pues apenas me queda un cuarto de vida. He de escribir ese último cuento que haga que el libro esté acabado y pueda ver la luz, se dijo.
Quiero sentirme orgulloso de él, quiero sentirme orgulloso de mí, y ahora, después de tantos años, puedo decir sin miedo a equivocarme, que mis cuentos no envejecen, yo sí, pero ellos no, ellos no envejecen nada de nada.

Soy la pluma, su pluma, la que ha escrito con él una vida en blanco y azul. En blanco, su vida, pues no la ha sabido escribir bien. En azul sus cuentos, que aunque bellos, solo hace unos días que vieron la luz. Hoy esos cuentos dan la mano a mentes con ganas de aventuras, de saber, de querer experimentar.
Él esta feliz, yo también. Me está utilizando de nuevo. Ya hemos empezado juntos el segundo libro de cuentos. Él envejece, yo también, pero los cuentos, ellos…

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Quiero dar las gracias por el pulido del texto a:
CLARALUZ

Texto agregado el 29-05-2007, y leído por 115 visitantes. (0 votos)


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