Abres la puerta, vas a entrar a la habitación.
Para ti, ese mínimo instante de traspasar el umbral ha sido siempre un misterioso signo de interrogación, pero esta vez, sin conocer a ciencia cierta por qué, sabes muy bien, antes de entrar, qué encontrarás.
Primeramente estas paredes casi blancas, casi frías y calladas. Paredes calladas me parece un buen término porque ofrecen un silencio similar a los panteones. Paredes solitarias la de esta habitación, solitarias y sólidas.
Luego encontraré, sobre las paredes, aquellas fotos, aquellos remedos de vida ya cernida por el tamiz inviolable y violador a la vez, del tiempo.
Son fotos ahítas de recuerdos, imágenes que quedaron congeladas para la eternidad y ser identificadas décadas después por los seres queridos, amigos de los amigos que ya tampoco existirán para entonces y que en la placidez de una tarde lluviosa, mostrando una de las fotos a sus hijos… “mira… este es tu bisabuelo, aquí tenía barbas… mira… aquí estoy con él, esto fue cuan…” y jamás sabrás si una lágrima humedecerá sus ojos para hacerlos más brillantes.
Pasarás a la habitación y ella la verá tal y como está hoy, destendida, “hecha un nido” como sabes que diría. Libros, revistas, diccionarios, diarios revueltos listos para la lectura ocasional o para despejar la mente de las telarañas del recuerdo.
También el fantasma de su cuerpo y el olor de su piel perfumada adherido a las sábanas hechizadas por Afrodita, que en las noches las convierte en algo más que irreal.
Sus faldas. Las recuerdas volando por la pequeña habitación como aves rabiosas; sus blusas, sus pantys, sus sostenes como gladiolos caídos, inocentes e inmaculados.
Sentirás el olor de su sexo, acechado, emboscado por las sombras; su sexo acariciado suavemente por los labios de este hombre; labios que van acariciando sus prominencias y oquedades. Su sexo volteado para ser poseído como ha sido siempre desde la génesis de la Humanidad.
Aquel hombre abre la puerta y entra a su apartamento. Tuvo temor de hallarse con algo parecido al Apocalipsis y salió del letargo.
Se vio sorpresivamente sentado ante su máquina de escribir, tecleando furiosamente, mientras los duendes de la noche y de su imaginación corrían exaltados de un lado para otro en esa habitación a la que había llegado hace escasamente cinco minutos.
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