Las lágrimas le rugían dentro pero el seguía (y seguiría por siempre) tan sobrio, tan ausente…era como un borracho dormido, con la boca entreabierta, cayéndosele la baba por las comisuras, pero con los ojos como platos, fijos en falsos horizontes. Parecía como si estuviese echándole un pulso de silencio al mismísimo dios. Nunca se supo en el barrio quién fue el vencedor y quién el vencido, sin embargo si que surgieron rumores que hablaban de que cuando se tuvieron frente a frente, jugaron a eso de mirarse y no reírse y que en esta ocasión, y con la mayor de las certezas, el no perdió.
Sonrisa, norte y presente (precioso ménage à tríos) se difuminaron en sombras gigantescas mientras que el futuro nunca hubo existido y el pasado no lo recordaba. Se convirtió en un ser atempóreo, ni adelantado ni retrasado, simplemente dejo de ser ahora.
Dicen también que justo antes de que los vecinos lo intuyesen morir, se le escuchó gritar “¡ya era hora!”. Todos ellos tenían su propia versión. Personalmente, creo que se lo han inventado, o que quizás sus cabezas han preferido pensar eso antes que admitir que aquel hombre había sido asesinado por sus propias ganas de llorar (y así seguiría por siempre).