Era un árbol, que alguna vez fue semilla, que alguna vez fue fruto. Ese día la melancolía había regresado a su alma, como solía hacerlo siempre que veía un corazón llorar. Pero esta vez fue diferente, porque, mientras el corazón de aquella muchacha lloraba y gritaba desesperado, su cuerpo irradiaba alegría, esperanza.
Pero, ¿cómo era posible? Se cuestionaba el árbol. Si, cada vez que el se sentía mal sus hojas marchitaban, sus ramas caían y ni fruto producía. ¿Qué significaba ello?
Entonces, decidió imitarla, y, para el asombro del pueblo, el árbol daba unos frutos deliciosos y bellos, sus hojas eran tan verdes como nunca había sido. Años después llegó el supuesto progreso, y con el la destrucción. Fue cortado el árbol, y como si fuese un milagro, del tronco que yacía aferrado en la tierra, brillaba algo, un algo tan resplandeciente que había enceguecido al mundo entero. Era el alma de lo que fue alguna vez fruto, de lo que alguna vez fue una semilla; era la pura y lozana alma de un árbol.
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