Abstracción onírica
Así como en aquellos delirios de embriaguez soporífica, el hombre, se encontraba abismado en el inmenso y tal vez infinito universo de su mente, en aquel sitio específico al que los sumos mortales suelen llamar “el pletórico mundo de los sueños", aterrador, a su parecer, debido a la naturaleza surrealista y expresiva de su mente; en el sueño, estaba acostado en su cama, pero ésta era como treinta veces más grande que su tamaño real, sólo la almohada tenía proporciones normales; al enderezarse un poco para poder vislumbrar la escena, un súbito escalofrío de pánico recorrió su ser; aquella cama de insólitas dimensiones se situaba justo al centro de un inmenso valle, majestuoso a simple vista, llano como cualquiera de los inmensos cráteres de la Luna. Alrededor, más lejanas que próximas, se alzaban una veintena de descomunales montañas que a veces parecían gigantes dormidos y a veces parecían enormes olas congeladas en la perpetuidad del espacio. Inexpresivo, atónito y cobarde ante la escena, no sabía cómo se supondría que debería actuar; al levantarse, el camastro recobró su tamaño original; después de la primera impresión, esto no resultó tan extraño. Sentado en el extremo inferior derecho de la cama, observaba los dedos de sus pies, esperando tres cosas: una buena, una mala y la otra peor; la buena, despertar de aquel funesto episodio onírico; la mala, que algo terrible se diera lugar en cualquier inesperado momento; y la peor, la simple idea de no poder despertar de aquel sueño, jaula de su fobia a los espacios grandes y abiertos. La sentencia de sus interrogantes se resolvería con la repentina aparición de dos inusuales seres, surgidos de un par de cúmulos de arena, idénticos entre sí a excepción de sus prominentes cráneos. Sus cuerpos no coincidían con la apariencia de alguna bestia cornuda, pero tampoco con la de un hombre. Eran más bien una especie de amorfismo de estatura y talla grande, de seis brazos cada uno. Sus cabezas lucían de manera distinta; la forma de una era aerodinámica y lisa, angosta en el extremo inferior y un poco más amplia hacia arriba, de un metálico y brillante color grisáceo, de nariz angosta, boca pequeña y frente ancha con un par de protuberancias en forma de picos; la otra, se asemejaba a un león con mandíbula de tortuga, ojos de reptil y sus orejas parecían cuernos emplumados que se enredaban con una majestuosa cabellera. Sus cuerpos, similares, tenían la forma del torso de un hombre sobrepuesto a las piernas y caderas de un rinoceronte erguido. Dotados de enormes músculos inhumanos, eran de lo más imponentes; uno armado con una hoz y el otro con un mazo que terminaba en picos, se disponían a entrar en combate por razones ajenas a él.
Aún más aterrado que al principio y tentado por la vaga seguridad que las cobijas podrían brindarle, decidió envolverse hasta la cabeza y esperar que su pesadilla terminara.
Cuando por fin tuvo el coraje para asomarse y después de haber presenciado de manera sonora una épica batalla; las bestias, las montañas y el valle, desaparecieron junto con un instante de niebla; la neblina comenzó a desaparecer y se encontró flotando en un mar de nubes esponjosas y blanquecinas entre las cuales decenas de seres alados, de aspecto similar a tigres blancos con cabeza y soportes aéreos de halcón, se desplazaban como acariciando el agua condensada. De pronto y por más extraño que eso pareciera, comenzó a caer, pero no hacia suelo firme, caía hacia los límites terrenales entre el universo y el mundo. Al cruzar la frágil barrera, una nauseabunda sensación se apoderó de él hasta que se acopló. Una vez estable, pudo presenciar aquello que no todo hombre tiene la oportunidad de ver, el infinito espacio. Se alejó de la cama y de las cobijas, las cuales escaparon hacia la nada. Algunos instantes después flotaba rumbo a ninguna dirección. Perdió la noción de arriba, abajo, diestra y siniestra; inclusive llegó a pensar que su cuerpo estaba estático, y que era su entorno lo que giraba. Extasiado por el placer que produce perder las nociones del espacio y del tiempo al estar flotando en algún lugar de la nada, varias visiones se daban presencia ante sus confundidos ojos; pero ninguno de los alucinantes episodios llamó tanto su atención, excepto, la repentina aparición de una mujer de aspecto senil, tan delgada que yacía en un cable y se abrigaba de la leve ventisca con una nube color naranja; era tan delgada que cuando intentó girar para acomodarse, simplemente desapareció. De pronto, fue como si en su sueño se estuviese quedando dormido y tan sencillo como respirar, cerró los ojos en espera del cálido abrazo del sopor.
Al despertar, el agradable calor del sol lo ayudó a levantarse sin pereza. El sonido de los pajaritos hambrientos en espera del almuerzo resultaba muy ameno y, reactivado por un estrepitoso estiramiento del cuerpo, se despabiló por completo. Sonreía mientras recogía los vestigios del placentero hachís y al mirar por la ventana, con una expresión de satisfacción, saludó al nuevo día. Quién sabe que suerte de experiencias habrían de ocurrirle, después de la noche anterior nada podría sorprenderlo.
Alejandro Martínez Cano. “MURPHY”
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