Mariana no era una mala piba. Al menos no tenía esa intención, esa pulsión, esa crueldad y ese desinterés por los demás que uno asocia normalmente con la mala gente. Lo que pasa es que tenía un defecto insoslayable: era mentirosa. Pero era mentirosa aún cuando no necesitaba mentir, si es que la necesidad puede ser un justificativo para mentir. Mentía para proteger su fragilidad, y así se mostraba avasalladora, desinhibida, cuando en realidad era muy vergonzosa. Mentía sobre sus gustos, para no revelar su verdadera esencia y sentirse expuesta. Mentía sobre sus intereses, para así estar en sintonía con quienes la rodeaban normalmente, y se la daba entonces de frívola y superficial, cuando en el fondo de sus ojos se adivinaba una constante pregunta, ¿por qué?, una de esas preguntas sin respuestas que cuando uno se las plantea no es para darles respuesta, si no justamente para vivir toda la vida corriendo detrás de ella. Mentía por cuestiones estéticas, mentía porque quería agradar a los demás (y díganme si esa no es una característica de la buena gente), mentía todo el tiempo y de tal manera, a todos e incluso a ella mismo, que cuando llegaba el final del día, y los ruidos de la oficina y los amigos y sus muchas y tumultuosas relaciones se acallaban, ella se quedaba mirando la negrura, irisada por las luces mágicas que danzan detrás de los párpados, y a veces no sabía quien era ella ni que quería ni que era real o irreal. A medida que pasaban los años, fue llenando su vida cada vez más de seguridades y menos de certezas, al extremo de que empezó a sospechar que no tenía ninguna. Aunque eso, claro, no se lo hubiera admitido a si misma jamás. Era bella, era joven, era exitosa. No tenía compromisos y los hombres entraban y salían de su vida como los colores de la temporada. Hasta que lo conoció a Martín. Cómo no podía ser de otra manera, lo conoció en un foro de Internet, un foro de un tema que por supuesto a ella no le interesaba. Allí – en Internet, me refiero – se hacía llamar Rebeca, vaya a saber que atractivo le hubiera encontrado al bíblico nombre; probablemente ninguno, pero a ella le era suficiente, porque no era el suyo. Martín en cambio, era Martín. Con esa habilidad que ella tenía de leer los quereres y pareceres de los demás, lo fue cautivando, dándole a entender que ella era justo la clase de mujer que el podía llegar a querer. Tampoco se sabe por qué lo hizo. En ese momento ella estaba en pareja con un abogado joven y lindo con auto y plata y perfume Old Spice. Lo hizo porque tenía la necesidad de romper con esa relación, que por repetida podía devenir en verdadera, no lo se. La cuestión es que al cabo de un tiempo quedaron en verse, y se vieron. Al principio no pasó mucho. Charlaron un rato, y quedaron en verse otra vez. Pero al poco tiempo ella tuvo que viajar, iba a Mar del Plata a gestionar unas cuentas en la sucursal de la empresa. Pero a Martín primero no le dijo nada y luego le dijo que se había ido a Punta del Este con su novio. Cómo siempre, lo hizo sólo para punzar, para no perder la costumbre. Martín no se mostró ni sorprendido ni escandalizado, el más bien lo sospechaba, las chicas lindas, jóvenes y exitosas rara vez no tiene uno (o más) novios en su haber. Al tiempo ella lo largó al abogado; le dijo que estaba experimentando un periodo de replanteos en su vida y que quería estar sola. En realidad no se replanteaba nada y quería estar con Martín. Aunque no necesitaba desprenderse del leguleyo (ella era experta en eso), vio la oportunidad de mentir y la aprovechó. La relación con Martín, que también era joven y medianamente lindo, aunque no tan exitoso, (los muchachos jóvenes por más que sean lindos si no son exitosos no tienen en cambio, garantizada la compañía estable), explotó desde el principio. Hubo química, piel y fuego desde el principio. A veces cuando falta la sinceridad, la relación se puede mantener a fuerza de actividad física, y eso era lo que pasaba en éste caso. Al fin empezaron a estallar las inevitables peleas. Martín la enganchaba a Mariana en mentiras boludas, cada vez más seguido. Ella, en su interior, estaba empezando a construir por primera vez en su vida una certeza pero reaccionaba con lo que años de práctica y costumbre le habían dado, mintiendo cada vez más. Al final, llegó al extremo de levantarse y encamarse a un compañero de oficina, en un fin de semana, un pobre pibe en el que ella nunca se hubiera fijado y que además la dejó totalmente insatisfecha y deseando aún más a Martín. Luego se encargó, meticulosamente, de dejar las pruebas al alcance de él, porque una mentira que no es descubierta no surte todo el efecto buscado. Así que Martín se enteró que ella era infiel, lo masticó una semana, y al final la encaró para preguntarle que carajo le pasaba. Estaban en un restó del bajo, en un reservado tranquilo, comían y el silencio se hacía espeso.
- Creo que tenemos que hablar – arrancó él.
- Hablemos – mintió ella, que en realidad no tenía ninguna gana de hablar.
- Desde que empezamos a salir supe que eras una mentirosa. Y una mentirosa compulsiva. Tu nombre que no era tal, tus costumbres que no tenías, tus ideales que nunca mencionás, tus intereses que no te interesan.
- Si. Pero …
- Dejame seguir. Es más fácil lo que voy a decir si lo digo como un monólogo. Al principio no me importó, porque vos no me importabas. Con el tiempo empecé a quererte, y no me importó porque no eran cosas que me parecieran tan importantes. Pero cuando descubrí lo de éste pibe, Julián..
- … Hernán …
- ¡Cómo mierda se llame! Cuando fue lo de éste pibe, me lo tuve que plantear. Y no por él, o por el caso de infidelidad puntual. No se si se puede hablar de infidelidad en una relación como la nuestra, donde no pusimos ningún compromiso. Pero justamente y acá llego al final. Si vamos a seguir, si vamos a hacer de ésta relación algo que perdure, necesito que me contestes una pregunta.
Ella lo miraba con los ojos redondos, brillantes. Una lágrima, de vergüenza y de bronca, y un poco también de tristeza, logró escapar de la mentira que ella le quería imponer a su cuerpo.
- ¿Cuál es la pregunta? – dijo ella, con un hilo de voz.
- ¿Me querés?
Hubo una pausa, y por la cabeza de Mariana pasaron versiones varias de la paradoja del mentiroso y la pregunta fatal.
- Si
Él, sin decir nada, se levantó, se puso la campera, miró por una última vez la mesa y a ella, y se fue.
Ella estaba estática. Cuando él salió, ahora si, las lágrimas empezaron a fluir. Al rato bajó los ojos y siguió comiendo en silencio.
Por primera vez en su vida, había sido completamente honesta.
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