Iba dando un paseo o echando una carrera en bici con mis amigos cuando me di cuenta de que sus figuras se alejaban y yo quedaba atrás. Sudaba y sudaba, me apresuraba a pedalear, pero no conseguía acercarme ni un centímetro. Lo que ya producía sonrojo es que ellos no parecían muy afanados en correr, iban simplemente paseando. Pero se alejaban, se alejaban y llegó un momento en el que sus figuras eran minúsculos puntos en el horizonte.
Luego desaparecieron. Entonces dejé de pedalear y, abatido, me senté en la cuneta. Pasaban de tanto en tanto nuevos ciclistas. Me adelantaban sin siquiera mirarme. Tiempo después volví a subir a la bici. Avanzaba renqueante, hacía grandes esfuerzos, pero la gente seguía adelantándome como quien no quiere la cosa: rascándose una oreja, bostezando o, si el terreno era descendiente, incluso sin pedalear (cosa que yo no podía dejar de hacer ni aun en esas circunstancias si no quería que la bici se parase). Volví a desfallecer, volví a detenerme. Alguien pasó entonces a mi lado y se detuvo. Me avisó de que el taco del freno se había quedado pillado a la llanta y así la rueda no giraba bien, de manera que todos mis esfuerzos serían inútiles.
Observé al pequeño taco, a la causa de todas mis desgracias. No saben cuánto agradecí el consejo. Puse en su sitio el freno y monté. Qué fluidez, qué velocidad, qué placer, con qué facilidad se avanzaba. Adelanté por lo menos a veinte ciclistas. Al poco rato, sin embargo, el freno se volvió a pillar. Lo arreglé. Volvió a ocurrir lo mismo. Volví a ponerlo en su lugar.
Así sigo todavía hoy. En los buenos días pienso que el día en que la mecánica no me lo impida tal vez ganaré la carrera. En los días malos me siento tentado de detenerme y tirarme en la cuneta o en la misma carretera para que los demás ciclistas pasen con sus ruedas por encima de mi pecho.