Sólo un par de cosas: mis disculpas por la tardanza y espero que os guste.
Urrol (Parte II)
En aquellas noches de verano, la luz de la luna se cernía sobre las montañas como un abrigo protector y las deslumbraba con su tenue resplandor, dejando entrever tramos clareados entre la insondable oscuridad. Era durante aquellas horas cuando un manto de estrellas se extendía en el firmamento e iluminaba con suavidad los viejos muros de la ermita de la Santa Fe. Los fríos baldosines que cubrían el patio del claustro formaban detallados mosaicos, y multitud de sencillas pero hermosas columnas daban paso al diminuto jardín interior. En una de sus esquinas se erguía un gran almendro, que en los días primaverales daba color al abandonado santuario, llenando la alfombra de hierba con frágiles pétalos rosáceos.
La desgastada verja, que siempre permanecía abierta para cualquier caminante que deseara visitar la ermita, aquella noche estaba cerrada. Unos metros más allá, una delgada silueta aguardaba junto a un sucio furgón sin aparcar, que ronroneaba, todavía en marcha. El silencio se vio interrumpido por el chasquido de un candado. Seguidamente, otro individuo se distinguió entre las sombras. Éste se encaminó hacia el que aguardaba y, con un rápido gesto, le entregó un sobre blanco y un par de billetes. Hubo un fugaz intercambio de miradas, precedido de un breve estrechamiento de manos. Acto seguido, el visitante volvió a introducirse en el automóvil. En cuestión de segundos, el ambiente sosegado reinaba de nuevo en los alrededores del santuario.
Lorenzo volvió sobre sus pasos y reforzó el cierre metálico de la entrada. Después se internó otra vez entre los corredores del patio, hasta llegar a la puerta de la capilla. Empujando con fuerza, logró apartar el tablón de madera que la aseguraba y ésta se entreabrió con un chirrido.
El pequeño recinto rectangular se encontraba envuelto en la penumbra. Sólo la suave luz de una vela iluminaba una parte del austero altar, colocado al fondo de la capilla. Anduvo a tientas entre los bancos, con la vista fija en el tenue fulgor, hasta llegar a una pareja de bajas escaleras tapizadas que daban acceso a la parte superior. Allí, sobre la roja moqueta, se desparramaban unos castaños cabellos, que sobresalían de un diminuto bulto, cubierto por varias gruesas mantas. Lorenzo apartó el extremo de una de ellas y contempló el rostro de la niña, que, hecha un ovillo, dormía profundamente. A su lado una estufilla daba algo del calor que ambos necesitaban para poder pasar la noche entre aquellos muros de fría piedra. Acurrucándose junto a ella, le acarició la sonrosada mejilla con ternura.
- Julia, mi pequeña… es una pena que haya tenido que hacer ésto contigo… - susurró con un deje de tristeza.
Al cabo de unos minutos, él se había recostado junto a ella, finalmente vencido por el sueño.
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La ira le corroía por dentro, al tiempo que un torrente de angustia se revolvía en su interior. Su respiración se agitaba. Cada bocanada de aire era como un trago de vida. Todo a su alrededor era borroso.
Las imágenes de aquella tarde no desistían en atenazar su memoria. Recordaba los gritos, las acusaciones y cómo su mejor amigo se marchó dando un portazo de furia. Evocó la indiferencia de su rostro y el frío de su mirada en los días posteriores. Nadie había mediado palabra en aquella batalla emocional. Pero ahora su contrincante había tomado la decisión de iniciar la verdadera guerra.
Al otro lado de la estancia, Nadia, agotada, contemplaba con pesadumbre a su marido, que, desolado y con la mirada vacía, se encontraba acostado cuan largo era en el diván. Se había quedado mudo desde hacía horas. Ni siquiera los agentes de policía habían logrado sonsacarle una sola palabra. Ella se había visto obligada a acusar al hombre más allegado a su familia, sacando a relucir las sospechas que albergaban. La relación entre Carlos y él, que siempre había sido casi fraternal, se había enfriado de forma drástica. ¿Acaso el dinero podía separar una amistad tan sólida en tan poco tiempo? Las duras palabras que se habían dirigido mutuamente tan sólo hacía una semana todavía resonaban en su mente.
- Te juro que te devolveré el préstamo cuanto antes, Carlos… - se había excusado Lorenzo -. Ya sabes que, ahora que he dejado mi cargo en el ayuntamiento, mi sueldo se ha encarecido…
- ¡Ésa no es una justificación razonable! – le había espetado su amigo, furioso -. ¡Deberías haberlo pensado mejor antes de entrar en las elecciones!
Los ojos del otro interlocutor habían brillado de ira.
- ¿No comprendes que he sido amenazado? ¡Han intentado asesinarme con una bomba lapa bajo mi coche! ¿Pretendes que siga siendo concejal?
- No – la negación había sido firme -. Pero necesito que me devuelvas lo prestado. ¡Te hice un favor, ahora es tu turno! ¡Tengo una familia que mantener!
Aunque Lorenzo había insistido en que bastarían unos días para reembolsarle el resto, Carlos no había cedido un ápice. El cruce de miradas de cólera lo dijo todo, así como la impetuosa salida de la casa por parte de su amigo. Después se habían mostrado impasibles el uno con el otro, hasta el punto de no darse ni los buenos días. Nadia, no obstante, había decidido no seguir el ejemplo inmaduro de su marido y continuar su relación con Lorenzo. Éste adoraba a su hija, Julia, hasta el punto de llamarla “sobrina”. Todos los viernes la llevaba de excursión o de paseo por el campo, así que su madre no cambió sus hábitos y se la cedió aquella tarde, como de costumbre. Sin embargo, aquel mensaje telefónico fue la clave que les ayudó a comprender todo: les habían tendido una trampa. Y lo peor de todo aquello era que lo había hecho aquél en quien tanto confiaban.
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- Documentación – demandó con sequedad el agente.
El conductor del vehículo, solo y con aspecto cansado, revolvía con nerviosismo el cajón del copiloto, donde se amontonaban libretas, CDs y recibos de forma caótica.
- Haga el favor de darse prisa, caballero – insistió el policía, con un resoplido quejumbroso.
- Debe de estar por aquí… no puede andar demasiado lejos… - titubeó con voz temblorosa-. ¡Ajá! Ya lo tengo.
El hombre le entregó el DNI y el permiso de conducir, visiblemente aliviado. Tras los controles rutinarios, le devolvió el fajo de documentos plastificados, procediendo a interrogarle.
- ¿Motivos de su visita?
- Personales.
- ¿Sería tan amable de especificar, caballero?
- Verá, tengo un hermano aquí, que pasa sus vacaciones en el pueblo y al que no suelo ver muy a menudo, ya que vivo en Madrid. Voy a aguardar durante lo que queda de noche en Lumbier porque quiero darle una sorpresa a primera hora de la mañana. Y aprovechando que hoy comienzan las fiestas, podré ver a gran parte de mi familia, que se reúne en estas fechas para celebrarlas…
- Es suficiente – cortó el agente -. Tiene usted suerte: han estado a punto de cancelar los festejos por unos sucesos bastante graves.
- Vaya… ¿qué ha ocurrido?
- Puede usted pasar. Buenos días – se despidió el policía, sin responderle.
El pequeño automóvil gris arrancó de nuevo y se perdió de vista en apenas un instante.
Con el ambiente ya menos ajetreado, el agente Navarro se percató de la aridez que había mostrado ante el ciudadano. Quizás ésto se debía al mal humor que su jefe le había contagiado nada más comenzar su turno, o al café que le había arrebatado descaradamente. Pero ése era el precio de estar bajo el mandato del severo comisario: debía acatar sus órdenes sin rechistar si no quería jugarse el pellejo. La noche se había desarrollado sin incidentes: había tenido que montar guardia, apostado a un lado de la carretera, durante cinco horas. Ya sólo le quedaban tres más para poder descansar por fin.
Ya comenzaban a despuntar los primeros rayos del alba cuando divisó en la lejanía una mota en movimiento. Le sorprendió ver que no ascendía hacia el valle, sino que venía de él. Enfocando mejor con los prismáticos reglamentarios, acertó a distinguir una especie de furgoneta de color blanco sucio. Se apostó en un extremo de la calzada nada más llegar al lugar donde se encontraba el oficial, que le hacía señales para que se detuviera. Un individuo de cabello pajizo y complexión fuerte se asomó por la ventanilla. Ni siquiera hizo falta que Navarro le pidiera los papeles, él se los mostró inmediatamente, guardando silencio en todo momento.
- Todo en orden – concluyó éste al terminar la revisión.
- Me gustaría que llevara usted esta carta al comisario de Lumbier – pidió, haciendo audible por primera vez una voz ronca y grave -. Es extremadamente urgente que la reciba. Se la envía un vecino del pueblo.
- Se lo haré saber – aseguró el policía -. Pero… ¿de qué se trata?
- Le ruego que no la abra bajo ningún concepto. Es un asunto privado.
El misterioso hombre no le dio tiempo para replicar. El furgón se encaminó en dirección contraria con rapidez, perdiéndose en el horizonte. Algo confundido, el agente Navarro permaneció de pie junto a la cuneta, observando con extrañeza el sobre rectangular que aquel individuo le había entregado.
Continuará... |