Confieso que un día me decidí a escribir porque ya no supe qué hacer con mis supuestos talentos. No lo hice por sentirme destinado al oficio de las letras. Ni siquiera soy capaz de observar al mundo con la agudeza que obliga a crear frases inmortales. Soy un simple cuentacuentos, cuentarollos, un vago sin beneficio, que lo único que aún puede hacer sin necesidad de título ni licencia es escribir pendejadas que otros puedan leer sin temor a sentirse menos que yo. Mis cuentos son sólo eso, el pinche relato de un suceso o una locura que me movió a sentarme, encender la computadora, y escribir. Debo confesar que no soy el escritor compulsivo. Me gusta más no hacer nada, imaginar tonterías, sentirme el héroe en mis historias o el super chingón cuando escucho música. Soy un pobre idiota. No puedo presumir de predestinación de los hechos. Ya de niño me dediqué a no hacer nada. Me gustaría contarles que las tardes de mi infancia las pasaba en un rincón leyendo los libros de grandes autores, los cuales se convirtieron en mis mejores amigos. No, ni madres, mis mejores amigos eran el Sapo, Cañita y Leproso, unos vagos igual que yo, y nos pasábamos la tarde jugando fútbol o rompiéndole los nervios a los vecinos. El único encuentro con las letras sucedía los domingos, esos amados domingos, en los que iba con mi padre a un quiosco oculto en el mercado a comprar revistas de segunda mano. Comics de todos sabores y colores. Me gustaban más los comics color sepia. Los de colores le roban importancia a las letras. Esas tardes de domingo eran mis favoritas. Leía mis nuevos comics de segunda mano y después, antes de ir a la cama, veía el show de los Muppets.

Antes el futuro era mejor.

Ahora, en una edad en la que ya no soy joven, ni viejo, sólo me queda contarles este rollo de papel higiénico...

En la tele pasan reportajes de escritores que desde nenes presentían que la invitación del Nobel de literatura estaba escrita para ellos. Cuentan de su compulsión por escribir, de la ardua disciplina diaria, de las horas de trabajo, de las interminables lecturas y correcciones de sus manuscritos, de la neurosis por publicar, de sus tempranos logros; muestran con orgullo los premios que han ganado, los países que han visitado... Ver esos reportajes me deprime. Aunque casi toco los cincuenta años de vida no puedo hablar de un solo logro, ni siquiera de algo mal logrado. He sido un testigo pasivo en este mundo de activos sin pausa. El zenit que muchos de esos genios han alcanzado con 30, yo ni con 80. No hay problema, las cartas se repartieron así y los ases y reyes fueron destinados para otros. No puedo, ni siquiera, tener la esperanza de cobijarme con el teatro de los poetas malditos, de los escritores repudiados por muchos y amados por otros más. No tomo alcohol, no le hago a la droga, no he matado a nadie, nadie me quiere matar, es más, ni siquiera he publicado un cuentecito de mierda. SOY ANÓNIMO.

Pero, al fin y al cabo, lo único que me queda es escribir. Si supiera hacer algo mejor que esto - y esto no lo domino bien, nada bien- me dedicaría a otra cosa. Quizás a plomero, o portero de un hotel.