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Era de noche. Yo la oscuridad que miraba a Damián. Él deambulaba entre el primer y último peldaño, sin indagar qué había arriba o abajo. No pensaba, flectaba una rodilla rechinante, levantaba la pierna y el zapato corcheteado a ella aterrizaba medio paso más adelante y medio paso más cerca del techo. Repetía la operación con la otra rodilla, luego la inicial, hasta que en el escalón trece volteaba ciento ochenta grados su mirada y con ella seguramente su cuerpo; entonces iba al piso, pero en el segundo escalón se detenía, para girar, reiniciar, repetir movimientos, aunque en el fondo sabía que todo ocurre por primera vez. Fluía en un absurdo oleaje, ofrecía un sentido a esas horas de su vida, sin frenar cortaba la tranquilidad blanca que lanzaban los soles nocturnos en la escalera y en el aire. No pensaba, no veía. Atisbó, cerca suyo, un movimiento negro, más negro que yo, o al menos más visible. Barruntó, al ver la silueta, dónde estaba y quién era la sombra que dominaba el entorno. Con ojos temerosos subió de espaldas la escalera y finalmente la habitación superior se posó bajo sus pies. Al lanzar la primera mirada cercioró su única idea, descendió a toda prisa queriendo retirarse sin ser advertido. No lo consiguió, mas, a pesar de las circunstancias, se alegró de verla, efectivamente era quien sospechaba; parecía que cada cosa que intuía (las pocas cosas que intuía), inexorablemente eran cumplidas, pero de eso él no se percataba. Era Lucía, quien impelida por el desconcierto se tiró al sillón que Damián no había notado. Sin ser lambiscón, extendió los extremos de su boca en dirección a la luna, o a la otra luna que dormía en el segundo nivel. Extendió además los brazos cuando Lucía iniciaba la obvia y coherente pregunta: Qué hacía él ahí. “Dame un abrazo”, contesté todavía sonriendo. Hipnonadada respondió a mi abrazo, luego balbució unas sílabas que en aquel momento entendí, pero más tarde no, y cerrando lentamente una puerta que de pronto nos separaba, se fue borrando su cuerpo y su fondo. Antes de que terminara me apresuré a informarle que ya me iba, luego su figura se extinguió y se volvió pared carbón. Caminé hacia la escalera y pisoteé catorce peldaños, o volé sobre ellos o simplemente aparecí arriba, quién puede saberlo. Guardé mis cosas en un bolso y me senté frente a la cama donde ella yacía entregada a sus extrañas tragedias nocturnas. Se movió, yo otra vez estiré mis labios, expectante, encantado de verla. Abrió los ojos, los míos se empañaron, los suyos aún no distinguían mi rostro, su semblante era una nube, la sombra de una nube espesa ligeramente deformable por un soplo frágil de un insecto sin boca. También arqueó su boca puntas arriba. ¿Hablamos? No lo sé, aunque en caso de no haberlo hecho, no se molestó. Dije que me iba, su brazo izquierdo me envolvió entero, como manta verde, tibia, delgada que me cubrió de fruición hasta el cuello. Toqué su cara, giré la mía intuyendo algo. Era un mueble celeste cuesta arriba por los escalones, tras él apareció Patricio, barbón, delgado y feliz, ella en un sobresaltó enderezó su tronco y golpeó su cabeza contra una plancha de metal salida quizás de qué dimensión. Patricio picaresco acercóse a la ventana, como esperando a alguien. Y por supuesto a alguien esperaba. Surgió por el hueco la pelirroja cabellera de Lucía, quien se sentó a los pies del lecho, aplastando la extremidad superior izquierda de su hija. Esta última, todavía cubriéndome el cuerpo, dejó escapar un “casual” de su mente. Yo me levanté en calzoncillos, me senté junto a Lucía en pijama y volví a estar en cama bajo la piel de serpiente sin saber muy bien cómo. Entonces Lucía preguntó si era “casual”, y sin entender mucho qué quería decir la palabra ya mencionada dos veces, la lancé una tercera vez para expiar las culpas o escapar de un castigo. Después Lucía acotó algo más complicado, parecido a: “Vamos a tener que comprar las láminas de barcos para que no ocurra esto la próxima vez que vengas” Fue en tono amigable, así que acepté de buena gana y por primera vez vi ante mis globos la exhibición del desnudo estómago de Patricio, una barriga descomunal que jamás imaginé de él, un balón que colgaba de su huesudo cuerpo, tirante, inflado… increíble.
Damián está sobre ella, ella le da la espalda al colchón y le come tiernamente el labio inferior. Soy feliz, me besa de nuevo arrastrando sus dientes por mi labio, luego soy sus dientes que incesante rasguñan mis secos labios, tantas veces como hace un rato paseaba entre dos pisos. Yo soy los dientes y los labios están secos y la sensación que experimento es uña en vidrio o pizarra. Pero mis dientes no suenan y es más similar a la terrible experiencia que a veces me atormenta, cuando desempuño las manos y las garras tocan el aire y las siento secas como bañadas en tiza. Huyo de sus cuatro dientes, vuelvo sobre ella y puedo observar. Sin embargo estoy solo sobre el aire. Arredrado me yergo, murmurando su nombre, gimiendo su ausencia. Abriéndose camino por el conjetural espacio se dirige a su tevé, disminuye el ruido de una película que conoce pero no nombra, sólo sabe conocerla. Se pierde, choca, avanza y casi cae al aplastar vacío donde creyó había tablas, se salva al encontrar el peldaño catorce, y baja la escalera más larga y más empinada, sube otra vez, una puerta blanca le grita, gira fuertemente la gélida manilla y se asoman unos labios, esta vez rojos como guinda, su piel es más nívea, de beldad angelicalmente endemoniada o endemoniadamente angelical, él se alegra, ella me evade, estúpidamente me quedo aferrado al picaporte, pensando que algo en él no encaja, reacciono y voy a su encuentro, labios despintados me mira y me dice con pena que de pronto comencé a agarrarme los testículos y con muecas desquiciantes estiraba y mordía mis labios, y asustada ella se retiró. Argüí de inmediato su posterior asco, llanto y desaparición. Le digo que subamos, dispuesto a explicarle la pesadilla, mientras tanto pienso en cuándo desperté exactamente, puede que al agarrar la manilla que después fue un picaporte, o tal vez al abrir los ojos sobre el aire, o al pasar de largo en el piso y encontrarme con el peldaño. Mientras suben él le dice que sólo ha viajado por un día. “¿Debes volver mañana?” pregunta sorprendida. Sí. “¿Viajaste para verme sólo una noche?” cuestiona aún más admirada, y en cierto modo halagada. Sí. Lucía y Patricio ríen en otra habitación y gritan que parezco Arak Pacha. Antes de siquiera intentar darle un sentido a aquellas palabras separo por segunda o tercera vez los párpados. Respiro con dificultad, está todo oscuro, frente a mí la pared y mi brazo izquierdo aplastado por mi cuerpo, decido aplastar el derecho, distingo la mesa, comprendo, todavía estoy medio dormido entendiendo que estoy en este cuadrado perfecto pequeño crujiente y maldito, rodeado de estantiguas luminosas que me perturban. Pero de esto hablaré en otra ocasión.
Recuerdo las escenas de mi viaje, contento de haberla visto. Rememoro un futuro antiguo. Un día en que íbamos en una micro amarilla todavía le relaté un sueño del cual quedé fascinado, le dije que me gustaría continuarlo, pues siempre los mejores sueños quedan inconclusos. Ella me reveló una manera de hacerlo. Aunque lo intenté, nunca pude lograrlo. Pero esta vez volví a intentarlo con esta nueva historia, “tengo que explicarle que aquello no fue un acto grotesco consciente, sino un sueño. Debo aclararle los de los dientes sobre mis labios, que yo era los dientes, que yo estaba sobre ella, debo regresar para volver a verla” No podría explicarle que era un sueño que había tenido dentro de ese sueño, eso era imposible porque el primer sueño sería nuestra realidad, y aunque llegase a tener ese mencionado sueño lúcido, lo primero que hubiese querido hacer sería olvidar que era un sueño, para volver a actuar como hasta ese momento, por instinto nato, ya que siendo como soy en realidad, algo malo ocurriría y ella desaparecería de la historia. Me concentré, al principio reviví los hechos y diálogos de forma confusa y desordenada, hasta lograr algo –después de distraerme muchas veces y desviarme-, algo casi idéntico. Sin saber cómo, nuevamente estaba a su lado. Debo de haberle aclarado las cosas pues íbamos en un ómnibus en dirección incierta, “por aquí vive Chichu”, me dice. Parece una mansión, nos alejamos por un paisaje a la vista de una ventana de un lugar que viaja a la velocidad del agua. Estamos junto a un muchacho que toma entre sus pequeñas manos el cuaderno que Damián le regaló a ella. Lo estudia “¿Podrías regalarme esta hoja?” La leo: “SI TENGO SUEÑOS LOCOS SE DEBE A TI”, es lo que dice. Casi arranca la hoja, pero recuerda que se la acaba de obsequiar a ella, así que le ofrece escribir la frase en otro papel. El niño acepta. Agarro un lápiz, a pesar de ya saber qué dice, miro el cuaderno para copiar su contenido. Muchos signos revolotean frente a mis pupilas, escribo una palabra, otra, la cubro de tinta, añado otras tres, tacho dos, vuelvo a mirar el cuaderno, la oración parece un libro que no puedo leer, lucho contra la incomprensión, no consigo enrielar las palabras. De atrás de Damián sale la mano del padre del pequeño, con una pluma y un talonario diminuto, anota las ocho palabras y se las entrega al chico. El padre me mira despectivo, como exclamando “tú no eres capaz de nada”. Ella se da cuenta y le grita que no me insulte. Yo, feliz por la defensa, le digo que no importa cómo me juzgue el viejo.
Suena el celular, mi madre me da la maravillosa noticia de que puedo abandonar el perfecto cuadrado y volver finalmente. Vuelvo a dormirme pensando y repensando en todo el sueño, anhelando vivir un tercer episodio, lamentablemente sin lograrlo. Hace seis o siete años un amigo me dijo que los trucos no funcionaban dos veces. Tendré que saltarme el segundo intento.

Texto agregado el 25-05-2007, y leído por 236 visitantes. (3 votos)


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