El pibe termina de lustrar los botines y los mira brillar, relucientes, nuevos, más lindos que el mejor de sus sueños. Pero sabe, con alegría infinita, que no son sueño, que el viejo se partió el lomo haciendo changas al salir de la fábrica, para que él pueda tenerlos y romperla en el gran día, el día de la final. ¿Los necesita? No, si llevó al Estrella Roja a la final inter-barrial de la mano de su talento enguantado en ese par de zapatillas blancas y gastadas. Pero el padre sabe que el pibe añora esos botines, le ve el brillo en los ojos cada vez que en la televisión, el 10 de Boca la pone bajo la suela de ese mismo par de joyas de cuero. Y ahora el pibe sale, con los botines atrapados bajo el brazo, camino a la canchita. Es temprano, pero quiere ser el primero en llegar para ir calentando, para entrarle un rato a la pelota con ellos. El padre le acaricia el pelo con una mano callosa y le dice: “Andá, te alcanzo en un rato”. Camina el pibe por las calles irregulares de la villa, envuelto en sueños de goles y gambetas. Y de pronto, todo explota. El puñetazo viene casi de atrás, como un relámpago de dolor que lo atonta y lo pone de rodillas. Queda tirado un rato, como dormido. Hasta que abre los ojos, que están llenos de lágrimas, porque es despertarse y saber que los botines ya no son suyos. El pibe aprieta los dientes, más fuerte que el dolor que lo parte al medio, y enfila para la canchita. “Me punguearon los botines”, ruge-llora por dentro, y mete un caño, y tira una gambeta, y la clava en el ángulo. Y sale campeón, y levanta la copa. Y las zapatillas blancas, embarradas, gastadas, cubiertas de rabia y de gloria. |