En el verano, durante las noches de luna llena, cuando estoy por San Pedro, me gusta acercarme al mirador que hay sobre el río, junto al mástil, y desde ahí contemplar las aguas que se mueven lentamente bajo el manto de luz plateada, y la vista se me pierde río arriba, esperando ver llegar al espectro del Manco Vilela.
La primera vez que lo vi fue cuando tenía seis años. En aquellos tiempos apenas llegaba al borde del murallón, y mi padre me tuvo que levantar en brazos para que no quedara bloqueada mi vista. Y allí lo vi, navegando río abajo, los restos de lo que había sido el lanchón Místico, que con su único cañón de seis pulgadas instalado en la proa, había salido a desafiar a la flota invasora.
El Manco Vilela, según cuenta la historia, se había atado el muñón al remo que estaba a su cargo para no dejar de remar. Veterano de las guerras de la independencia, y de muchos combates entre argentinos, el Manco había conseguido ese apodo en la batalla de Ombú, durante la guerra con el Brasil, y tras estar en el hospital de sangre durante varios meses se le dio la baja por incapacidad.
Sin embargo, su vocación por la defensa de la patria era más fuerte que la realidad que se le imponía, y cuando comenzaron a precipitarse los hechos fue uno de los primeros en responder al llamado del Restaurador de las Leyes, siendo rechazado de plano, por su condición de minusválido.
Sin embargo, fue a ver al General Mansilla, quien había sido su comandante en muchas batallas, incluso en aquella que le costó la mano derecha, y le dijo:
-Mi General, Usté sabe que valor no me falta, algún trabajo habrá para un veterano como yo en la batalla.
Mansilla lo miró en silencio unos segundos, y dijo: -Siempre hay lugar para otro defensor de la patria.
El lanchón recibió un impacto de metralla que barrió a todos sus ocupantes, que agonizantes cayeron al río, para encontrar en él su descanso eterno. Pero el Manco quedó atado al remo, y el remo se sostuvo en la lancha destartalada, que bajó el cauce del río pasando frente a San Pedro esa noche del 20 de noviembre de 1845.
Y yo, ciento treinta años más tarde, veía al espectro del Manco navegando tristemente en su derrotero. Mi padre me cuenta que nadie se atrevió a detener al Lanchón, ni los franceses, ni los ingleses, ni los pobladores ribereños que lo veían avanzando desafiante por el brazo del río.
Años más tarde, cuando la inocencia de mis seis años había quedado olvidada, el recuerdo del Manco Vilela navegando envuelto en una burbuja de niebla luminosa aún persistía en mi memoria. Mi inocencia perdida fue reemplazada por un escepticismo furibundo, que me hizo creer que todo había sido una ilusión inducida por mi padre, hombre de gran talento para inventar cuentos y hacérmelos creer.
Sin embargo se me hacía difícil descreer de lo que mis ojos me habían mostrado, y en varias oportunidades había viajado a San Pedro para contemplar el río de noche, no pudiendo ver otra cosa que las aguas mansas murmurándole a la noche su romance inmemorial.
Sólito es creer que los temores de la infancia nacen de fantasías bien fundadas, pero que al final son sólo eso, fantasías. Lo insólito es que en mi caso la fantasía había sido una vivencia que se mantenía tan fresca en mi interior cada una de las veces que estuve de pie, en medio de la noche, buscando al espectro flotando por el cauce del Río Baradero. Sin embargo lo único que encontraba era la soledad y el silencio, y nubes de mosquitos que se hacían un festín con mi sangre.
Reconozco que mi decepción crecía con cada noche que pasaba, y el sentimiento de frustración me quitaba todo ímpetu para seguir con mi cruzada. Al fin y al cabo, ¿cuál era el sentido de mis vigías? ¿Por qué me desvelaba esperando al fantasma? No lo sabía, pero quizás era ese deseo de creer que en esta tierra aún vive y respira la magia, y que a través de ella podía unirme a un pasado que añoraba. Ya que la muerte había sido cruel conmigo, y me privó demasiado pronto de las historias de mi padre.
Era el 14 de enero de 2005 y yo estaba viendo el sol posarse río arriba, con sus rayos filtrándose entre las hojas de los sauces. La escena me fascinaba. Por una vez estaba abajo, y no en el mirador a donde mi padre me había llevado, y conforme la luz cedía terreno a la sombra y la luna se hizo más visible, pude darme cuenta que algo raro sucedía más acá de la línea de fuego que se perdía a lo lejos.
Era un punto blanco, que brillaba sin irradiar, y que parecía deslizarse suavemente al compás de las aguas. Estaba lejos, a varios cientos de metros hacia el oeste, y la costa no me permitía acallar mi ansiedad caminando contra la corriente. Entonces recordé haber visto un bote solitario amarrado un poco más abajo y corrí hacia él para abordarlo. No había rastro alguno del dueño de la embarcación, por lo que decidí que era cosa de un minuto lo que iba a necesitarlo y que el dueño no notaría su ausencia.
Remé con tal energía que al girar la cabeza después de unos minutos pude ver claramente que era él: el Manco Vilela.
Hice girar el bote ciento ochenta grados, solté los remos y esperé a que el lanchón destartalado se pusiera a la par de mi bote. Era una visión increíble. El lanchón conservaba la pieza oxidada de seis pulgadas en la proa y el Manco se encontraba sentado en el medio del bote, apoyado sobre el remo que se hundía en el río del lado que yo me encontraba.
Entonces, cuando estuvimos a la par, levantó la cabeza y me miró con su rostro desencajado. Nunca imaginé las heridas que la metralla le había provocado. Su espalda estaba tan desgarrada como la de un pobre Cristo tras recibir cien azotes. Su cabeza parecía campo de práctica de un leñador, y sus ojos... simplemente no estaban.
Sin embargo esas cuencas abandonadas me miraron, y ese rostro partido me sonrió.
-¿Ganamos? -preguntó.
-Sí, -le respondí.
-Que bueno, -me contestó, -¿me ayuda a desatarme?
Lo ayudé, me pidió un cigarrillo, que se cayó al río apenas lo solté para depositarlo en su mano, y siguió su marcha. El espectro comenzó a esfumarse y pronto ya no pude verlo.
Al volver al lugar donde había encontrado el bote una voz familiar me preguntó:
-¿Encontraste lo que buscabas?
Al alzar la vista pude ver a mi padre, de pie, tal como lo había visto la última vez que salió de casa antes de que lo atropellara ese borracho que confundió la vereda de casa con la calle. Sonreía.
-Papá...
-Me alegra que estés bien, y me alegra que tengas tu vida tan bien hecha. Pero no te descuides, que nunca sabés cuanta cuerda queda en el ovillo
Hablamos un rato y finalmente me dijo que se tenía que ir. Subió al bote y comenzó a remar corriente abajo. El Manco Vilela de pronto estaba sentado con él, pero su cuerpo ahora no mostraba heridas. Es más, ya no era Manco. El bote de remos comenzó a navegar por otras aguas que las del Baradero, y lentamente se fue fundiendo con las estrellas que iluminaban la noche.
Me fui caminando para el auto con la sensación de haber recuperado algo perdido, como si las filtraciones de mi alma hubieran sido selladas para siempre.
Era hora de olvidarse de los fantasmas del pasado, para poder disfrutar de las realidades del presente.
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