Lázaro Bride estaba sentado en el banquillo esperando. Nadie sabía que pasaba dentro de su cabeza. Ni los más potentes proyectores de ondas cerebrales habían podido encontrar el patrón de sus pensamientos.
Del otro lado de la puerta el jurado deliberaba. Habían escuchado durante tres semanas los testimonios de medio centenar de personas que ubicaban a Lázaro en el lugar del hecho. También habían escuchado a los expertos disertar sobre pruebas de ADN, pruebas de balística, heridas de cuchillo y su correlación con las hojas encontradas en poder del acusado, pruebas de parafina, y médicos forenses que aseguraron que la colección de treinta y tres orejas derechas encontradas en el freezer de Lázaro pertenecían a las víctimas.
La defensa había sido inteligente. El abogado defensor, Jerónimo L. Bacón, sabía que su cliente era culpable, por lo que decidió que la única forma de salvarlo de la pena capital era inspirando piedad. Para ello debió preparar cuidadosamente su exposición final. Sabía que el fiscal, que abriría la ronda de alegatos, se concentraría en las toneladas de evidencia física que había volcado durante audiencias interminables. Bacón pensaba que ello terminaría siendo contraproducente, porque el horror tiene la cualidad de afectar la sensibilidad humana por ser espantoso, pero más aún por ser novedoso.
Tanta prueba le había quitado la novedad al horror. Él mismo se fue acostumbrando a los hechos a medida que los testigos redundaban, confirmaban, e ilustraban al jurado con más y más evidencia. Entonces había sido cuando su idea comenzó a tomar forma.
A la fiscalía le tomó seis días hacer su deposición. En esos seis días revivieron una vez más los detalles de las treinta y tres obras maestras del sadismo que se le atribuían a Lázaro. Seis días durante los cuales quisieron grabar a fuego en las mentes de los jurados la convicción de que la pena de muerte era la única solución posible para el caso.
Y en el séptimo día, la fiscalía descansó.
Lázaro se acercó a Jerónimo. –Es irónico. Dios creó el mundo en seis días, y en el séptimo descansó. Quizás sea por eso que estamos jodidos, porque se fue a dormir la siesta y lo dejó al diablo jugando con la creación. –Jerónimo se mostró sorprendido. –Vaya abogado, ellos tuvieron sus seis días, apuesto que usted no necesita más que uno para jugar a ser el diablo. –Fue lo último que dijo, y sólo Jerónimo pudo escucharlo.
Lo que siguió fue digno de cualquier gran dramaturgo. El defensor se levantó de su silla, abotonó su saco, caminó hasta el frente de su mesa de trabajo y se sirvió agua estirando el chorro que caía desde la jarra hacia el vaso. Ese sonido claro era lo único que se escuchaba en la sala. Luego tomó aire y comenzó.
–Su Señoría, señores miembros del jurado. Durante seis largos días la fiscalía ha tratado de convencerlos que mi cliente, ese hombre pequeño que está sentado tras ésta mesa, es un monstruo. Una aberración del infierno que ha sido creada con el único fin de sembrar la semilla de la maldad sobre la Tierra.
Hizo silencio. Se tomó el trabajo de mirar a los ojos a las doce personas que habían sido seleccionadas para decidir el destino de su defendido. Ellos tenían el peso de la ley sobre sus espaldas y estaban ansiosos por sacárselo de encima. Sin importar las consecuencias. ¿A quién le importan las consecuencias?
Prosiguió. –¿Sabemos quién es Lázaro Bride? Permítanme ser por unos instantes el vehículo que los lleve a conocer a ese hombre al que la fiscalía llama perverso mutilador. Nació en el condado de Wallace, muy cerca de aquí. Nació es una manera de decir, porque cuando lo sacaron del vientre de su madre estaba clínicamente muerto. Fue la fe de su padre y la tenacidad de un médico lo que le devolvió la vida después de seis largos minutos de trabajo. Por eso lo llamaron Lázaro, porque estaba muerto y resucitó. –Hizo una breve pausa. –Su padre fue el famoso Bernardo Bride, predicador, activista de los derechos civiles de los colonos ante la Federación y santo de la comunidad. Su madre, Lupe Bride, murió muy joven. No debe haber muchos que la recuerden. Mi madre siempre me hablaba de ella, decía que no había una voz más bella en la colonia. Siempre me contaba como la gente llegaba desde todos los condados a los servicios dominicales de su marido sólo para escucharla cantar. Sí señor –dijo señalando a uno de los jurados de mayor edad –, sé que usted la ha escuchado cantar.
Jerónimo le dio la espalda al jurado y caminó lentamente hacia los ventanales por los que el sol de la tarde se filtraba. –Lázaro era muy joven cuando ella murió. Demasiado como para recordarla. Y todos saben que poco después el demonio de la bebida truncó la carrera de su padre. El gobierno lo separó de su hijo y le quitó la licencia para predicar. Decían que sus sermones eran un llamado al suicidio. –Giró lentamente y se acercó a la barandilla del jurado. –Lo que el gobierno no sabía era que el único suicido al que Bernardo Bride llamaba era al propio. Fue encontrado colgando de la viga principal de su dormitorio.
Jerónimo midió las reacciones de sus doce oyentes antes de seguir. El tono era apropiado, el tiempo también. –Así que el pequeño Lázaro se había quedado sin madre, luego lo despojaron de su padre para arrojarlo a una institución para menores. ¿Saben cuantos años tenía? Seis, sólo seis años. Allí en el orfanato fue víctima de abusos. No lo digo yo, sólo tienen que revisar los registros presentados por ésta defensa. Registros que son oficiales y que emanan del mismo gobierno que quiere que ustedes envíen a Lázaro a la muerte. Allí dice que durante su internación Lázaro sufrió doce fracturas de costilla, tres de brazo y dos en sus piernas. También sufrió contusiones de todo tipo. Y fue violado en ocho oportunidades.
El abogado caminó hacia la mesa y levantó la copa hacia sus labios pero no bebió. –Todo eso en una institución del mismo gobierno que durante seis días dijo que para tener seguridad es necesario que sujetos como mi cliente mueran. –Dirigió su mirada al jurado y eligió a la número seis, una mujer de edad mediana rechoncha con una cadena de oro de la cual pendían seis dijes con forma de niños. –¿Puede ver la ironía de esta situación? –La mujer bajó los ojos y se concentró en sus zapatos. –Oh, sí, yo creo que para ustedes está todo muy claro. –En ese instante Jerónimo bebió un sorbo de agua y volvió a dejar el vaso sobre la mesa.
–¿Qué ocurrió cuando Lázaro cumplió dieciocho años? El gobierno le dijo que haga las valijas y que se marche. ¿Adónde? ¡Qué importa! Lo único importante era sacar a ese cuasi adulto de la institución y quizás, de ese modo, recortar un poco los gastos y hacer que el presupuesto cierre.
Jerónimo entonces se acercó otra vez al jurado y se apoyó con las dos manos en la barandilla. –¿No están hartos? Todos pagamos impuestos para tener salud, educación, justicia, seguridad. ¿Qué obtenemos? Discursos de políticos que se llenan la boca de cómo debemos hacer esfuerzos cada vez mayores para que ellos se lleven sueldos astronómicos por hacer nada. Ocurrió en la Tierra durante milenios, y hoy ocurre aquí, en la Colonia.
El golpe había sido asestado, la ira del jurado comenzaba a apuntar hacia otra dirección. Jerónimo reprimió su satisfacción. –Aquí deberían estar juzgándose treinta y cuatro crímenes. La primera víctima fue el propio Lázaro Bride. ¿Por qué lo juzgamos? Porque es la cara visible de la cual podemos horrorizarnos. Porque con Lázaro Bride le ponemos nombre y apellido a todos aquellos males que nos acosan en secreto. Todos somos víctimas de alguna u otra manera. Cuando llegan los recaudadores y se llevan parte de nuestra producción para solventar los gastos de una burocracia colosal llamada gobierno. Algunos perdemos nuestras propiedades, otros pierden la libertad. Lázaro perdió la perspectiva del bien y el mal. Sus actos no se pueden medir con la misma vara, porque él no fue libre para decidir.
Algunos suspiros de asombro fueron arrancados de la concurrencia. El juez lo miraba con severidad, el jurado con fascinación. Sabía que su carta la tenía que jugar con los apóstoles de la justicia. De otro modo, estaba perdido. –¿Qué ley puede condenar a un hombre que no comprende la criminalidad de sus actos? Sólo una ley injusta, y ustedes son la única garantía de justicia que los ciudadanos tienen. La fiscalía tiene como misión perseguir a los ciudadanos, y Su Señoría es un funcionario del poder...
–Abogado –dijo el juez –, le advierto, no se pase o lo encarcelaré por desacato.
Bacón levantó las manos y bajó la cabeza en señal de sumisión. –Lo siento, Señoría, no volverá a pasar. –Luego miró con una sonrisa al jurado y cuando tuvo la atención de los doce levantó las cejas sin decir nada. –Yo creo en la verdad. Creo en la Justicia, y creo en el pueblo, en ustedes. –Caminó hasta la mesa y se detuvo junto a su carpeta de trabajo. En silencio revisó sus papeles mientras le daba la espalda al jurado. Recorría las páginas sin leer nada en particular, sin apresurarse. El fiscal mostró su fastidio.
–Abogado –dijo el juez.
–¿Señoría?
–Estamos esperando.
–Oh, lo siento, sólo necesitaba verificar algo en mis notas.
–Apresúrese.
–Descuide –dijo Jerónimo –, ya lo hice. –Volvió su rostro al jurado y sonrió. –Señores del jurado, ¿qué es la libertad? Alguien ha dicho que es nuestro bien más preciado, o que al menos debería serlo. ¿Qué ocurre cuando nos olvidamos de nuestra libertad? Un poeta dijo que para la libertad sangro, lucho y pervivo. Cuando dejamos de luchar y sangrar por lo que importa nos convertimos en esclavos. Lázaro Bride se convirtió en esclavo, ¿podemos culparlo? Él era un niño cuando la maquinaria estatal se arrojó sobre él. ¿Cómo podía luchar? ¿Cómo podía ganar? No, él no tuvo oportunidad. Él estaba condenado mucho antes de que este proceso se iniciara. Así es, cuando tenía sólo seis años le notificaron su sentencia de muerte.
Algunos jurados murmuraban entre ellos. Algunos no querían ser vistos, ocultaban su rostro detrás de sus manos. Todos tambaleaban, salvo uno. Ese único era su problema, el Judas que daría el beso de la muerte. –Yo no voy a abrumarlos durante seis días. No creo que haga falta. Ustedes saben que la verdad se esconde mas allá de lo evidente. Si no lo saben, estamos perdidos. Todos.
El abogado se sentó en su lugar y tomó un último sorbo de agua. –La defensa descansa.
Lo que siguió fue un breve instructivo del juez a los jurados acerca de su deber y éstos se retiraron de la sala de audiencias. Lázaro fue llevado a la Alcaldía y Jerónimo salió de la sala para tomarse un trago. El fiscal lo interceptó en el camino y lo tomó del brazo. –¿Qué quieres Luis?
–Te has pasado con ese discurso. Quería que los sepas.
–¿Me estás amenazando?
–Sólo espero que esa bestia no quede libre. Treinta y tres muertes han sido suficientes.
–Aparentemente no. Me da la sensación de que quieres una más. ¿Puedo tomarme una copa? Te escuché por seis días, podría decirse que me hartaste.
El fiscal le soltó el brazo y Jerónimo se fue.
Tres días más tarde la decisión había sido tomada. El recinto estaba a pleno. Lázaro, Jerónimo y el fiscal estaban en sus lugares. Los periodistas sacaban fotos, hacían retratos, especulaban de pie frente a las cámaras de televisión. Dos docenas de guardias militares armados hasta los dientes formaban un cordón infranqueable entre el público y los protagonistas del drama. Las dos puertas que flanqueaban el estrado del magistrado permanecían cerradas. Entonces una marquesina se encendió pidiendo silencio y ordenando a todos ponerse de pie. La puerta de la izquierda se abrió y un hombre gordo envuelto en toga negra y ataviado con una peluca ridícula emergió para sentarse en el sitio de honor. Apenas se hubo situado en su asiento la marquesina cambió de mensaje y todos se sentaron.
Hubo una breve pausa durante la cual el enjuiciador terminó de acomodar su trasero en la silla. Luego miró al alguacil, que permanecía de pie frente al estrado, y le ordenó que hiciera entrar al jurado. La puerta de la derecha se abrió y los doce hombres y mujeres entraron en fila con la cabeza gacha, y se ubicaron en los sillones que se les había indicado como suyos al principio del proceso. Una vez que estuvieron todos en posición el juez habló. –Señor Presidente del Jurado. –El primer hombre de la izquierda sentado en la fila delantera se pudo de pie. –¿Han llegado a un veredicto?
–Sí, Señoría.
–Alguacil, alcánceme el informe. –El alguacil recibió un papel doblado del hombre que se encontraba de pie y se lo llevó al inquisidor. Éste lo abrió, leyó su contenido y dudó. Luego, con una sonrisa, se lo devolvió al alguacil. –Que sea leído para que el pueblo conozca la decisión de sus representantes.
–Acusado –dijo el alguacil –, póngase de pie para escuchar la sentencia. –Lázaro y Jerónimo se levantaron y el alguacil prosiguió. –Lázaro Bride, en el proceso que le ha iniciado el Gobierno Colonial de la Federación por cargos de treinta y tres homicidios agravados por alevosía y mutilación, el jurado lo encuentra culpable. –Los aplausos irrumpieron en la sala de pronto. La marquesina comenzó a destellar intensamente y todos se llamaron al orden. –El jurado rechaza el pedido de pena de muerte de la fiscalía y los querellantes. –El clima efusivo mutó en feroz reprobación y el público comenzó a acercarse al cordón defensivo. –La decisión del jurado ha sido unánime. –Nuevamente las luces de la marquesina se activaron emitiendo destellos paralizantes. Pero era tarde. La furia contenida por tres semanas ya se había desatado.
–Orden en la sala o mandaré que la desalojen –gritó el magistrado en vano –, ¡orden!
Lo que siguió fue confuso. Mientras los guardias militares se avocaban a reprimir a los amotinados, los hombres del alguacil sacaron a Lázaro, Jerónimo, al fiscal y al juez por una puerta y al jurado por otra. Docenas de manifestantes aporreados, algunos guardias heridos y una sala de audiencias destrozada fue el saldo del enfrentamiento.
Jerónimo estaba feliz. Había evitado que matasen a su cliente. Lázaro, por su parte, no demostraba nada. Seguía en perpetuo silencio, expectante.
Tres días más tarde la sesión se reabrió a puertas cerradas para que el sentenciante impusiera la condena. Presentes en el recinto estaban el acusado y su defensor, el fiscal, el jurado y cuatro alguaciles. El juez obvió las formalidades y se dirigió directamente al acusado.
–Señor Bride. Este jurado lo ha encontrado culpable de todos los cargos de los que se lo acusa. No obstante ello, y pese a que en la historia de ésta Colonia no ha habido un criminal más violento y sanguinario que usted, han decidido que viva. Personalmente, hace tres días sentí un dolor en el estómago al leer el veredicto que el alguacil me alcanzara, pero de inmediato me di cuenta que ellos tenían razón, y pude sonreír. –El gordo sacó un habano de su bolsillo y lo encendió con satisfacción. Aspiró una larga bocanada de humo y la soltó lentamente. –Estos tres días que siguieron al motín que se suscitara me han ayudado a reflexionar respecto de la naturaleza de las penas que se imponen en nuestro sistema. Las mismas podrían clasificarse en económicas, como una multa o un embargo, privativas de libertad, como son la prisión y la reclusión, castigos corporales, ya sea una ronda de azotes o una temporada en el cepo o, incluso, la amputación de algún miembro, y la pena de muerte.
El juez hizo una seña al alguacil y éste le sirvió una buena ración de brandy. –A lo largo de la historia humana algunas de estas penas han gozado de mayor o menor prestigio que otras. Los sistemas codificados fijaban escalas de penas según el delito cometido. Sistemas de derecho común han ido construyendo un sistema que en apariencia aparece como jurisprudencial, pero que en los hechos es tan codificado como el anterior. Por suerte hemos evolucionado y aquí, en las Colonias, el criterio de justicia es discrecional. O sea, la ley es lo que yo digo que es.
Los presentes escuchaban en el más absoluto silencio. Nadie podía dar crédito de lo que estaba sucediendo, ni siquiera el fiscal. –Lo que dije es cierto, pero mi arbitrariedad tiene ciertos límites. Pequeños, pero muy precisos. Uno de ellos es la voluntad de estas doce personas. Si ellos dicen que no lo mate, no puedo hacerlo. Ahora, ¿sería justo facilitarle las cosas administrándole una dosis letal de químicos? Yo creía que sí, sinceramente lo digo. Pero ya no lo creo. Creo que usted debe sufrir las consecuencias. Creo en Dios y en su misericordia. ¿Por qué darle la oportunidad de arrepentirse a último minuto e ingresar al paraíso? No señor, usted merece el infierno, y por Jesucristo que se lo daremos. –La voz del magistrado había crecido en densidad. Incluso parecía que físicamente había ganado estatura. –Señor Bride, póngase de pie para escuchar su condena.
Jerónimo permaneció en su asiento mientras su cliente se levantaba. No sabía que hacer, nunca había estado en una situación semejante. Miró al fiscal y éste le hizo una seña para que también se parara. Vio al alguacil, con su ceño inmutable, y se irguió junto a su defendido. –Por el poder que el Gobierno de la Colonia me ha investido lo condeno a ser convertido en un cyborg. Sus ojos serán removidos y sus órbitas selladas con piel. Igual suerte correrán sus oídos. Se le amputará de sus orejas los orificios se sellarán con piel. Sus cuerdas vocales le serán removidas. No tendrá control alguno sobre sus partes mecánicas. Su conciencia permanecerá separada del CPU de que gobernará sus partes robóticas. Respirará con un pulmón artificial y su corazón latirá en su pecho. Será una máquina, y no será nada. En síntesis, Señor Bride, lo condeno al peor de los infiernos. Alguacil, llévese al prisionero a cumplir su sentencia.
El alguacil y sus ayudantes se llevaron a Bride a las rastras mientras éste pataleaba y forcejeaba. Jerónimo trató de detenerlos y recibió un macanazo en la cabeza. Con una herida que sangraba profusamente sobre su rostro se dirigió al magistrado invocando artículos del Código Colonial. También fue llevado a las rastras por los alguaciles a una celda mientras los miembros del jurado y el fiscal se retiraban sin chistar.
Tres días más tarde la condena había sido instrumentada. La cabeza sin ojos ni oídos de Lázaro Bride estaba conectada a un robot con forma humana que fue destinado a la reparación y conservación de edificios públicos. Pero pronto tuvieron que destinarlo a otros usos, alguno en el cual no estuviera expuesto a las miradas de los colonos. Nadie soportaba ver su boca, que nunca se cerraba y que disparaba un grito silencioso que perforaba los tímpanos de quienes lo observaban.
El juez lo visitaba de vez en cuando para asegurarse que siguiera cumpliendo su condena.
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