Esta no es una historia con final feliz. No esperen sonrisas. Lo que encontrarán en las siguientes líneas es el relato del suicidio de mi mejor amigo y de cómo le invité a abandonar este mundo, que tanto odiaba.
Mario y yo siempre fuimos uña y carne. Crecimos juntos en un pequeño pueblo con nombre de ciudad dormitorio. Permítanme que no les cuente con detalle donde pasamos nuestra infancia. Creo que todos los habitantes de aquel lugar tratamos de olvidar que un día esas calles inmundas fueron nuestro hogar.
Aprendimos lo dura que es la vida mucho antes que los otros niños. Los dos teníamos un padre en la cárcel y una madre drogadicta, así que la necesidad fue nuestra única maestra. Siempre elegimos el camino más fácil y nadie nos lo puede reprochar. A los dieciséis años, sobrevivíamos entre basuras, robando y atemorizando a cualquiera que se cruzase en nuestro camino. No teníamos ningún futuro, ni esperanzas, ni sueños. Por eso, cuando se presentó el reclutador del ejército buscando carne de cañón y nos prometió un uniforme, aceptamos la oferta.
Después de un breve periodo de formación, nos destinaron a compañías distintas. Mario se adaptó rápido a la vida castrense y no pasó desapercibido a los mandos. Su futuro estaba en las fuerzas de élite. Yo acabé en la cocina de un campamento militar.
Estuvimos más de cinco años separados y el día en que volvimos a vernos no le reconocí. Y no es que su aspecto fuera muy distinto al que intimidaba a todo el barrio un lustro atrás. Conservaba el corte de pelo militar y estaba igual de pálido. Lo que me llamó la atención fue su mirada. Había perdido el brillo.
A Mario siempre le había gustado ir al grano. Fiel a su estilo, después de un fuerte abrazo y un brevísimo intercambio de cortesía, me preguntó qué día de la semana era mejor para morir. Le respondí sin pensar mucho que cualquiera era malo. Él me habló de los domingos por la tarde. Tenía la sensación de que sabían más a lunes de trabajo que a día del señor. Cuando le recordé que jamás había creído en dios, me sorprendió con un “yo sólo sé que existe el diablo”. En ese momento no entendí muy bien a qué se refería, pero a medida que avanzaba la conversación me di cuenta de que algo iba mal. Cada frase suya sonaba a despedida.
- Lo he pensado mejor. Será el lunes. Por una vez, no quiero estropearle a dios su día de descanso.
Traté de sacarle esa idea de la cabeza rellenando su copa de alcohol durante toda la tarde del domingo. Luego, al saber los motivos, quise matarle yo mismo.
Cuando estuvo destinado en África, había sobrepasado el límite. Siguiendo órdenes, cambió su uniforme por un delantal. Me reí de que un soldado de las fuerzas de élite hubiese terminado en una cocina como la mía, pero un gesto de Mario me arrebató la sonrisa. Con la mirada perdida me confesó que fue torturador.
Me contó con tono grave que no estaba al corriente de quién era esa gente. Ni siquiera sabía si eran culpables de algo. Su trabajo consistía en hacer confesar lo que sus mandos le pedían. Y lo conseguía.
Practicó todas las atrocidades imaginables. Apagó cigarrillos en cuerpos de bebés delante de sus padres. Amputó centenares de dedos, golpeó hasta la extenuación a jóvenes maniatados, violó repetidamente a mujeres y niñas.
La lista de salvajadas no terminaba nunca. No pude seguir escuchándole. Vomité, como si así pudiese desprenderme del que un día fue mi mejor amigo. Le odié como jamás he odiado a nadie y decidí darle el empujón que necesitaba para abandonar este mundo.
- Muérete cabrón. ¡Muérete!
Estas fueron las últimas palabras que escuchó. Era como si hubiese estado esperando mi aprobación para quitarse la vida. En cuanto la tuvo, no dudó ni un instante. Sacó una pistola del bolsillo de su chaqueta y colocó el cañón entre sus dientes. Tomó aire y apretó el gatillo. Su sangre se esparció por la habitación y su cuerpo, después de un rápido vaivén fruto del impacto, cayó fulminado.
Tardé unos segundos en reaccionar. No había terminado de tomar su vaso de bourbon. Me acerqué a él y vi que tenía algo fuertemente agarrado. Era un papel no más grande que la palma de su mano. Le separé los dedos uno a uno y encontré escrita una frase de Benedetti:
“Ningún torturador se redime suicidándose. Pero algo es algo”
Una lágrima recorrió mi mejilla precipitándose sobre la nota. Mis ojos se emborronaron y mi cabeza empezó a martillearme una y otra vez: pero algo es algo, pero algo es algo... Miré el reloj. Pasaban tres minutos de la medianoche. Ya era lunes. Me puse de rodillas y recé por primera vez. Por favor, no me pregunten por quién.
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