Pedro cada día al bajar del transporte se arrastra pesadamente, regresando a su casa por las mismas calles de su pueblo, sin notar siquiera los cambios del paisaje.
En su jornada laboral conduce un colectivo, y gasta la monotonía de sus días sintiendo que la vida se le escapa inevitablemente entre las ruedas y el asfalto interminable de la ciudad.
Sólo lo devuelven escasos arreglos en las calles, o algún desafortunado accidente que lo obliga por segundos a cambiar el indistinto escenario. Y mientras se le va la esperanza, deja volar sus sueños de pájaro enjaulado:
“Algún día voy a manejar en larga distancia. Éstas calles me agotaron. Volver a Buenos Aires, ¡cómo lo desearía! Allá todo es más veloz. El paisaje cambia a cada instante, ¡hasta los ladrones! Nunca te asalta el mismo, siempre hay caras nuevas.
Cuando vuelvo a casa, los chicos están bien, parecen felices; eso es un consuelo. Ellos no conocen la vorágine de la ciudad. Mejor, así no extrañan.
La casa necesita arreglos. Mañana, que tengo el día libre, quizá pinte un poco, si es que no me piden que salgamos a pasear, para que vean otras caras y cambien el paisaje. Aunque la gente y la ciudad son mi paisaje cotidiano.
Espero no tener que compartir el mate con Tota. Necesito descansar un poco; para ver viejas agrias, demasiado con las pasajeras que se quejan por todo: «Baje la velocidad», «Frene despacio», «Aquélla fuma». Realmente, una visita la Tota es lo que menos necesito, con su mate amargo, con lo amargo de esta vida.
Cuando llegue voy a hablar con María. Voy a decirle que quiero cambiarme a otra empresa. Necesito viajes largos, o me hago camionero; cualquier cosa para dejar de estar muerto.
Caminar estas cuatro cuadras sólo sirven para aumentar la agonía. Por suerte acabaron, tal vez pueda descansar un rato.”
(Trata de abrir la puerta, pero está trabada. Toca el timbre. Se oyen pasos desganados hacia la puerta).
-¿Quién es? -pregunta una voz despóticamente del otro lado.
-Soy yo. Apure, Tota. Abra que estoy cansado.
-Bueno, bueno. No te quejes que estás todo el día sentado. Ojalá yo pudiera hacerlo -le responde la mujer, que no ha trabajado en su vida.
Pedro atraviesa el umbral del desaliento y lo cierra. Cuelga las llaves y tras Tota empuja su alma a la cocina.
-Hola, María, ¿cómo estás? -pregunta con los ojos cansados y una mueca que con mucho esfuerzo podría parecer una sonrisa.
-Hola, amor. Todo bien. Estaba cebándole unos amargos a mamá. ¿Qué tal tu día?
-Como siempre -dice buscando acomodarse en su trono de la cabecera, pero Tota impone su gruesa e inamovible presencia desafiante. Pedro hoy no tiene fuerzas para luchar por su derecho y termina por buscar otro puesto, y descarga sobre ese asiento todos sus sueños mientras el peso de su alma le roba el aire y carga su mirada con el líquido salado del fracaso.
-¿Un mate? -pregunta con cariño María, que conoce a su esposo y a los demonios interiores con los que pelea cada día.
-Bueno…- contesta Pedro, resignando la vida. Y para sus adentros piensa que eso es vivir. Recibe el mate, pero con la mirada y la mano esperanzada busca una cuchara y desborda de azúcar el tibio recipiente-. Para amarga, demasiado la vida -dice bebiendo satisfecho el dulce néctar. Pensando simplemente que hay que vivir lo mejor que se pueda. Es su deber y no dejarse envolver por la amargura. Después de todo, mañana será otro día, con nuevos sufrimientos, pero también nuevas alegrías.
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