A Eva Hammar.
V E R O N I K A
Hoy fui con mis dos hijos al campo, por ser el último día antes de “la vuelta al cole”. Mañana ambos deberán ir a aprender cosas, entre cuatro paredes y un techo; allí les hablarán de cómo es el bien y el mal, “lo blanco y lo negro”... Seguro que no les cuentan sobre “los blancos y los negros”, acerca de nuestras diferencias brutales, no importa lo que aseveran o mienten los demagogos que líricamente versan sobre la igualdad de razas.
Dicen que las palomas son hoy, en las grandes ciudades, “ratas con alas”, y pueda ser que el apodo esté bien elegido. Nadie sabe qué hacer con tanta “ave de la concordia” en las descomunales y civilizadas urbes, ahora que no abundan los diluvios universales, o no, al menos, Arcas de la Alianza. Si la gente no se cuestiona qué solución definitiva tomar con los perros domésticos y sus excrementos en las aceras de nuestras calles, sí se queja de las palomas, tratando de mermar su población. Nuestros animales de compañía están bien nutridos, tienen sus veterinarios, quizás porque tienen dueños; a los chuchos que vagan solos, se les lacea, se les interna, y luego se les administra una inyección letal, por su chulería al presumir de libres... A las palomas ciudadanas, sin amo, “avecillas del campo, que ni siembran ni aran”, les echamos pienso esterilizante y hasta venenoso; mis niños y yo las hemos visto muertas, por docenas, en cierta capital. Hace años, los humanos nos las comíamos (aún hoy se cazan y guisan, mas sólo las salvajes, “deportivamente”); de pequeño, vi a un hombre, sentado en el banco de un parque, echarles migajas de pan, para luego, coger una, prestidigitador él, en un rápido movimiento, escondiéndola entre sus ropas... Además, en aquellos tiempos, ellas tampoco tendrían tanto de que alimentarse, ni tantas posibilidades de supervivencia y reproducción. Se mezclan así hoy dos problemas: Ellas comen cuanto quieren, y nosotros ya no nos las zampamos...
Hoy, primeramente, como aviso premonitorio de una mañana inolvidable de más transcendentales acontecimientos, vimos, al sol oblicuo, cómo un inteligente gorrión capturó en vuelo a una mantis religiosa (primero, el niño nos había señalado a su hermana y a mí el esplendor del vuelo verde del gran insecto; luego, raudo, apareció el pajarito); durante dos o tres segundos, ambos, cazador y presa, estuvieron suspendidos en el aire, actuando, matando y muriendo, hasta que el gorrioncillo emprendió vuelo y desapareció, sin soltar su ración alimentaria. Fue la primera vez que vi algo así. Áurea y Sebas permanecieron atentos, quietos, talmente hipnotizados, vivos sólo para aquella contemplación... Sebastián, debido a sus cuatro años, aseveró en seguida que “el bicho (la mantis) no está muerto, se ha ido a su casa, con sus hijos”... Le contesté que aquella mantis, a su vez, habría comido otros insectos, “otros bichos”, para mantenerse viva, igual que niños y adultos comemos carne, pescado, vegetales y frutas (aunque poco, de todo ello, “para no engordar”)...
Al continuar nuestro paseo, contra el curso y por la ribera del río, encontré un pichón en la hierba, y le apresé sin gran dificultad. Seguro que llevaba caído del nido uno o varios días. Estaba asustado, tembloroso. Notaba su corazón bombeando sangre cálida, por debajo del fresco plumaje... Mis niños me convencieron de llevárnoslo a casa, para cuidarle hasta que fuera capaz de volar en libertad por sí solo. Tuve que acceder, y tomamos a la pequeña torcaz con nosotros, para que compartiera nuestro hogar y nuestras vidas.
Auri dijo que el nombre de su nueva amiga era “Veronika”, así escrito, con “k” de Kilo. Le puso nombre al animal, remedando a su ancestro Adán en el Paraíso Terrenal. Y, cuando le pregunté que cómo sabía que era hembra, ella, displicente, dijo: “Papi, ¿no ves que no tiene huevitos?”... Asentí de nuevo, claro, definitivamente informado y convencido...
Camino a casa, en el coche, el ave iba mirando, sorprendida, a las casas, los coches, las personas. Y, cuando salíamos del garaje, yendo a pie por la calle, Áurea y Sebastián iban diciendo a cuantos se cruzaban con nosotros: “Tenemos una paloma, hemos cogido a una paloma. Su nombre es Veronika”...
Al entrar en la vivienda, mi esposa no estaba en casa, pero, minutos después, a poco de llegada, preparó un cobijo para el pájaro, en la tapa de un baúl plástico de juguete. Ambos, mi mujer y yo, obligamos a comer al pichón, abriendo su pico e introduciéndole allí pacientemente pan embebido de agua; quizás sobrealimentamos sin querer al pobre animalejo, o pueda ser que, como dijo mi compañera, ya estaba “tocada del ala” (nunca mejor dicho), marcada con indeleble pintura por un colombófilo-colombófago sicario exterminador, arcángel oscuro, intangible halcón peregrino que prende con sus garras a cuantos pichones pierden el cobijo materno, envolviéndoles presto (raudo, como el gorrión acabó con las preocupaciones de la mantis) con su aliento anestésico, hasta que los conduce al frío paraíso donde paran y moran los muertos hambrientos...
Luego de su colación (quizás la primera que hacía fuera del nido), dejamos a Veronika tranquila, y comimos nosotros cuatro a nuestra vez. Y, cuando acabamos, oí un ligero ruido, un leve estrépito desde la improvisada cuna de plástico azul en la cercana habitación donde la aposentamos. Entré y me acerqué, solo: El pichón estaba agonizando. Vi perfectamente cómo ella murió, luego de tres o cuatro movimientos espasmódicos... Y, cuando todo acabó, uno de sus ojos quedó abierto, y el otro cerrado. Mi mujer envolvió la campestre avecilla con papel de periódico, y la introdujo luego en una bolsa de basura.
Áurea entendió, supo y comprendió perfectamente lo que había sucedido y habíamos hecho, no así Sebastián. Le dijimos que Veronika voló por el balcón (que yo, torpe, había dejado abierto), para reunirse con su familia, para estar con su papá y mamá y hermanos, como, según él, antes había hecho la verde mantis. A pesar de tan lógicas y plausibles razones, Sebastián arrancó a llorar, mas detuvo el llanto cuando le conté que quizás la reconociéramos otro día, en el campo, cuando se pusiera a cantar, trinando para nosotros, sus amigos humanos. Yo no veía muy clara la imagen de una paloma trinando como un canario-flauta, pero Sebastián, satisfecho, secó sus lágrimas, y me preguntó un par de cosas más, a las que yo respondí, para dejar bien colocado todo en las estanterías de su mente de niño cuatreño.
Cada vez que entraba en la cocina, sentía o presentía al bebé torcaz muerto, rodeado de las noticias del día de hoy; oliendo el perfume artificial de la bolsa de basura, a falta de faraónicos ungüentos resinosos aromáticos. He salido por última vez de la cocina, fumando, pensando acerca de Veronika, y he venido aquí, poniéndome a escribir para dejar constancia del día de hoy... ¿Qué hicimos mal, mi compañera y yo?... ¿Por qué murió?... ¿Por qué ya no podrá ser ella jamás el símbolo de la paz, con una ramita de olivo en su pico gris?...¿Cuál es el color de los pensamientos de las palomas torcaces muertas?... ¿Tendrán pesadillas en las que los azores desgarran eternamente sus entrañas?... ¿Se verán posando para Pablos Ruices Picassos, quienes las pintarán esquematizadas, estáticas, blancas como la leche?...
En las páginas de “El País” que usamos a modo de sudario, de moderna mortaja, antes había leído acerca de los catorce millones de africanos muertos, sólo de SIDA; como no venía a cuento, no entraban en tal cómputo los muertos por inanición. Todos ellos torcaces bíblicas, emisarios de la paz, destinatarios de la muerte. Y pensé: ¿Cuántas Veronikas existen en el mundo, ahora mismo, listas para morir, con un ojo abierto y el otro no, sonriendo eternamente, en africano negro ébano?... ¡Está claro!... Nosotros somos orgullosos canes de razas puras. De cachorros, nuestros dueños nos recortaron orejas y rabos, por estética; nos hemos ganado nuestro derecho a defecar en las aceras del mundo, manchándolo. Y ganamos concursos perrunos, diariamente; nos imponemos cintas y ornamos nuestros pechos con medallas, premios a la elegancia canina, con sonrisa altiva colmillar y distante, de vampiros selectos... Y los hombres, mujeres, niños y ancianos del continente africano (por si no tuvieran ya suficientes defectos, ¡además, “negros!”), quedan en perros callejeros, innobles, destinados a la cámara de gas de la muerte en la perrera municipal de esta aldea global; por no tener dueño, por vagar, por no sembrar ni arar, sin ser siquiera pájaros de Dios...
Pudiera ser que me equivocara con Veronika, y, tratando de sanarla, aceleré su muerte, cebándola, mas... ¿Qué hice mal, qué hicimos, para que desaparecieran de entre los vivos esos catorce millones de difuntas negras palomas, caídas del cálido y blanco nidal lanudo del progreso y la abundancia?... Tenía razón la canción aquella que decía: “Que también se van al cielo, todos los negritos buenos”. Tanta razón tenía el cantor, que ahora se van los buenos y los malos; sólo precisan, además de negros, ser africanos y pobres... Haberse caído del nido...
© Faisanes.
1999.
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