El arte de sonreír desde adentro
Quiero que sepan que en estos últimos meses he aprendido a reírme mucho. Y es que resulta increíble que a mis ya casi veinte años, apenas esté aprendiendo. He convivido con gente de los pueblos más remotos que se puedan imaginar. Parece que la pobreza no impide que se rían de todas las cosas. No me refiero la burla ni la carcajada, tampoco la ironía o el sarcasmo: Simplemente a la sonrisa franca y simple; el arte de sonreír de la gente que vive en los pueblos, es misterioso y poco práctico en nuestros días. Como todos los oficios nobles, como los oficios que todo el mundo puede hacer y que pocos hacen bien, la sonrisa auténtica de estas personas es casi un milagro.
Existen las personas que con poses falsas, inmovilizan el gesto para las fotografías. Pero la sonrisa que he visto, que vale, se filtra, como el agua de manantial oculto, para abrirse paso en secreto, silenciosa y amable, como una dádiva inmerecida.
La sonrisa de esta gente es una difícil pronunciación de los músculos de la cara, pero proviene del espíritu, de la satisfacción de sí mismo, de los pasadizos del alma. Toda la gente sabe reír, toda la gente esculpe carcajadas que bordean la furia, mas pocos sabemos poner en nuestros rostros esa firma discreta, sutil y sugestiva, que significa la verdadera sonrisa.
He visto numerosos imitadores del arte de sonreír. Cuando viví en la ciudad de México, me cruzaba con rostros que “no me querían ver”, pero que me sonreían. Era la sonrisa aquella, una anti-sonrisa: procedía de la cordialidad ensayada, del arte de ser cortés a fuerza, de la discreción por conveniencia, no del cálido afecto ni de la fraterna intención que puebla los más limpios laberintos del ánimo.
La sonrisa que no se parece al gesto en U de la boca, ni al alza en paralelo de las mejillas, es un suceso digno de mención, de valoración sin límite. He visto muchos rostros en varios lugares y muy pocas sonrisas. Agobiados por el empeño cursi de tanto cartel que nos demanda reír, como si fuese un deporte parecido a la halterofilia, la sonrisa no quiere ya vestirse de antifaz y por eso difícilmente aparece en los rostros sinceros. Cuando la oferta de gestos que se parecen a la auténtica sonrisa se multiplique, en los rostros del mundo se esconderá, pudorosa y segura de sí misma, la misteriosa sonrisa.
He llegado a la conclusión de que algunos animales imitan el llanto, el bostezo o la risa, pero el hombre es el único animal que imita la sonrisa. El hombre falsifica los gestos, para intentar que lo quieran sin conocerle, y se pone a sonreír como si fuese fácil disimular aquello que no se siente. Habituados también a sonreír como si nada, por cualquier cosa, para congraciarnos con quien no repara ni examina a fondo las intenciones, también nosotros practicamos la sonrisa apócrifa, la sonrisa falsa: no es difícil ver cómo asoma en los rostros esa plaga infeliz de la sonrisa mentirosa. El arte de sonreír es casi un milagro. Así es que espero, mis queridos lectores que no olviden sonreír desde adentro.
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