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EL FLAUTISTA DE HAMIPLIN


Se estaba celebrando un pleno en la gran sala de juntas del ayuntamiento:

- Dicen que entre sus logros se le atribuye el haber liberado a todo un pueblo de su problema con las ratas. Las había por todas partes, nadie sabía qué hacer con ellas, y mira por dónde, va y se presenta dicho flautista, y a base de notas musicales que salían de una extraña flauta que dicen es mágica, todas las ratas salieron a su encuentro y se las llevó a un río cercano al pueblo, y ya no se supo nada más de ellas. Dicen que las ratas nunca más molestaron en muchos kilómetros a la redonda del lugar.- dijo Arturo, alcalde del pueblo.
- Eso creo que es un cuento. – Comentó uno de los presentes. Y aunque no fuese un cuento ¿Cómo podremos encontrarlo?
- Lo encontraremos como sea. – Dijo el alcalde- Lo que nos interesa es que volvamos a ser reelegidos, y para eso tenemos que, no sólo ofrecerles algo interesante, sino, además demostrárselo…
- Tenemos un pueblo maravilloso en el que se puede vivir tranquilamente. Todo el mundo está contento, la tasa de delincuencia es muy baja. No existe la pobreza entre nuestra población y contamos con buenas y ricas tierras, magníficos paisajes, buena temperatura…Somos la envidia de los pueblos de los alrededores, nos tienen como ejemplo a seguir y aún así usted quiere ir más allá. La verdad, no le entiendo, yo dejaría las cosas como están – dijo el consejero de más edad que trabajaba bajo las órdenes del joven y ya dos veces reelegido alcalde. Pero esta vez las cosas parecían estar yendo diferentes a las dos anteriores. Al joven alcalde ahora le gustaba mandar, ya no era aquel desinteresado a la vez que inteligente hombre que se hacía querer por todo el que le conociese.
- Es por eso precisamente que tenemos que dar un paso más. Si nos paramos ahora, será como si empezásemos a retroceder. Para algo los catedráticos inventaron la palabra progreso. – iba diciendo el alcalde. – Para seguir progresando, consiguiendo nuevas metas y poder llevar la cabeza bien alta.
- Quizás, y digo quizás, si no llevase la cabeza tan alta, señor alcalde, se daría cuenta que dando un paso más, pueda precipitarse precipicio abajo. Todo tiene un límite, y creo sinceramente que no se puede mejorar lo que ya tenemos. Lo que hemos de hacer es preservar lo conseguido, que es muchísimo y no caer en manos de la avaricia. –dijo algo pensativo Cornelio, el viejo consejero.
- Imaginaros un lugar en el que sólo existiese la verdad, qué felices seríamos entonces, conseguiríamos el pueblo perfecto. Todo el mundo querría venir a visitarnos y con el turismo seríamos más ricos.- Iba diciendo Arturo, después de haber hecho caso omiso a las palabras de Cornelio.
- No sé hasta dónde quiere ir a parar, pero si eso se pudiese hacer, el pueblo saldría seriamente perjudicado en poco tiempo, y además ¿sabe que le digo?: Que como yo ya soy mayor y no tengo ganas de pertenecer a un consejo que está empezando a querer complicar nuestro buen sistema de vida, dimito. – Dijo Cornelio abandonando la sala enfadado.- No cuenten conmigo para tal disparate.
- ¿Quién necesita a ese viejo gruñón?- Preguntó el alcalde dirigiéndose al resto de las personas que componían el pleno. - Que ya es más parte del pasado del pueblo que del nuevo y prometedor futuro que se nos presenta.
- Es desde que Cornelio entró de consejero, siendo aún un muchacho, que el pueblo empezó a ser lo que ahora es. – Comentó alguien.
- El pueblo tiene que tirar hacia adelante tanto con Cornelio, como sin él. ¿Qué pasará cuando muera? ¿El pueblo morirá con él? – Aventuró a decir Arturo.
- Un poco sí. – Se atrevió a decir alguien, más por haberlo pensado que por haberlo querido decir en voz alta. Arturo se le quedo mirando fijamente sin decir nada hasta que el último en hablar agachó la cabeza depositando la mirada en las puntas de sus pies.

Finalmente, y después de mucho dialogar, decidieron ir en busca del flautista para que erradicase las mentiras del pueblo. Querían ser el ejemplo de todos. Que se hablase de ellos en cualquier lugar del mundo y que todas las personas tuviesen ganas de ir a visitar aquel lugar donde era imposible no decir nada que no fuese verdad.

- Señor alcalde, ¿Está seguro de querer que en el pueblo y alrededores del mismo, nadie pueda mentir? – Preguntó Amiplín el flautista.
- Si, para eso le hemos hecho venir ¿Cree que puede conseguir lo que deseamos?
- El problema no es si yo puedo o no conseguir que aquí nunca más se puedan decir mentiras, sino que las personas así lo deseen.
- Parece que sus poderes distan de las habladurías que hasta nuestros oídos han llegado.
- No es eso Señor alcalde, no es eso, lo que ocurre es que un pueblo sin mentiras…
- Usted no tiene por qué preocuparse de ello. – Le interrumpió Arturo. - Sólo díganos el precio, y si nos parece más o menos justo, llegaremos pronto a un acuerdo.
- Está bien, está bien. El precio es de… Se quedó un momento pensando y después dijo: cien monedas de oro.
- Ja, ja, ja, ¿Sólo eso? – Rió el joven alcalde muy divertido pues tenía llenas las arcas del municipio.- Me parece que vende muy baratos sus poderes ¿cuándo podríamos contar con no mentir más? – preguntó Arturo con una gran y divertida sonrisa en forma de mueca que casi estuvo a punto de hacer reír al flautista.
- Mire, como creo que es una cosa muy seria, les doy tres días para que se lo piensen. Si al amanecer del cuarto día aún quieren hacerlo, en cuanto me den las monedas, las mentiras se vendrán conmigo.
- Creo que podríamos hacerlo antes, así lo único que hará es perder tres días.
- Yo no perderé ninguno, los viviré aquí como los podría vivir en cualquier otro lugar.- Contestó Amiplín.

Sellaron su pacto con un apretón de manos. El flautista salió de la preciosa y gran casa del alcalde. Después de andar un poco por las callejuelas del pueblo y de haber respirado tranquilidad, aire puro, la amabilidad de los habitantes de aquellas ricas tierras, se encontró en el centro de una plaza circular rodeada por grandes y gruesos árboles que proporcionaban una apetecible sombra. Había también unos bancos de piedra que repartidos por la plaza ofrecían un tranquilo reposo a quien quisiese sentarse en ellos.
Como le gustaba dialogar con la gente, fue a sentarse justo en el único banco que estaba ocupado. En él, un anciano parecía contemplar la parte visible de la raíz
del árbol más alto de la plaza. Éste, al oírle llegar le dijo a modo de bienvenida:

- Sin las raíces, este árbol no existiría, ni sería tan alto, pero si sigue creciendo, ni las raíces, ni el tronco, ni las ramas ni los frutos ni nada, podrán vencer a la ley de la gravedad y eso sería grave. – Dijo Cornelio al recién llegado.
- Hay dos formas de gravedad, que yo sepa, la que tira de todas las cosas hacia el corazón de la tierra y cuando los elementos, animales o hombres hacen actos que pueden dejar malheridos sentimientos, cosas, personas, pueblos, situaciones. ¿A cual de las dos se refiere? – Dijo Amiplín.
- Veo que es usted astuto. A ambas, me refiero a ambas.
- Pues usted no se queda a la zaga.
- Sólo habla la astucia, pero me apunta la experiencia. – Dijo Cornelio.- Sé que es usted forastero, conozco a todos los habitantes del pueblo, deduzco entonces que usted es Amiplín, el flautista- Yo soy Cornelio, ex consejero jefe del alcalde Arturo.
- Si, así es, soy Amiplín y estoy encantado de hablar con usted. Entonces, ¿Ya no es usted consejero? Qué lástima, creo que les vendría muy bien tanto su experiencia como su sabiduría y astucia.
- Ellos sabrán lo que hacen, y, por cierto ¿Le han pedido que no se puedan decir más mentiras en el pueblo y sus alrededores?
- Exactamente eso.
- Y ¿Puede hacer que eso suceda? – Se interesó Cornelio.
- Sí, la verdad es que sí. – Contestó Amiplín.

Como se encontraban tan a gusto hablando de cualquier cosa, Cornelio, después de saber que el flautista se tenía que quedar tres días en el pueblo, le invitó a su acogedora casa. Las paredes de la misma, fueron testigos mudos de las interesantísimas conversaciones que mantuvieron.
Los dos fueron a la vez maestro y aprendiz.

Era la última noche antes del amanecer tan deseado por Arturo.

- Bueno, se acerca el día de la verdad, nunca mejor dicho. Que duermas bien, amigo.
- Sí, Cornelio, pronto podremos saber que sucederá – dijo Amiplín. - Que duermas de verdad.
- Eso espero, amigo, eso espero.

Sólo despuntar el día, Arturo, seguido de su séquito, se encaminó hacia la casa de Cornelio. Al llegar, aporreó la puerta a la vez que gritaba:

- Qué ya es de día, Flautista, le traemos sus cien monedas de oro. Salga a cogerlas y sálvenos de las mentiras. Queremos ser el mejor pueblo que habita la tierra. – Lo dijo todo lo alto que pudo para llamar la atención de las personas que vivían cerca de allí.
- Ya lo tenemos aquí, ni dormir deja. – dijo Cornelio malhumorado.
- No se me enfade, pero de eso tengo yo algo de culpa. – Le respondió Amiplín sonriendo divertido.
- Perdona hijo, pero es que mis despertares a esta edad no son como los de antaño. Espero que te sirva de experiencia para la próxima vez.
- De acuerdo, maestro – dijo Amiplín - Voy a abrirles la puerta, que son capaces de tirarla abajo.
- ¡Pobres de ellos! Se las tendrían entonces que ver con este viejo.
- Por fin se abre la puerta que nos separa de la verdad.- dijo Arturo. - Venimos a traerle las cien monedas.
- Bien, déjelas en cualquier lado.
- ¿Y no las cuenta? – Preguntó uno de los consejeros de Arturo.
- ¿Ustedes las han contado? – Contestó con una pregunta el flautista.
- Sii.
- ¿Entonces? Qué me quieren decir: ¿Qué no saben contar?- Dijo Amiplín Mientras Cornelio, que estaba escuchando la conversación, reía divertido por las frases cruzadas.
Amiplín salió de la casa con la flauta en una de sus manos. Comenzó a andar sin tocar el instrumento. A su lado marchaba Cornelio, detrás de ellos Arturo y todos los miembros del ayuntamiento y a éstos les seguía gran parte de los habitantes del pueblo pues raro era el que no había madrugado ese día.

- Amigo ¿Dónde nos llevas? – Preguntó Cornelio intentando equiparar su paso al de Amiplín.
- Voy al lugar que más me ha gustado del pueblo, a la plaza redonda rodeada de grandes árboles.
- Y ¿Por qué allí? amigo.
- Simplemente me ha parecido un buen lugar para tocar mi flauta.
- ¿Nos puede decir a dónde nos dirigimos? – Preguntó en voz alta uno de los consejeros cumpliendo órdenes de Arturo.
- Al único lugar donde se podrán decir mentiras de todos los alrededores. Las mantendremos allí durante tres días, y si después de esos tres días no las queréis recuperar, se perderán para siempre.- Se giró entonces Amiplín y le preguntó directamente a Arturo: ¿Estáis conforme?
- Ese no era exactamente el trato - Se aventuró a decir el alcalde. Pero sólo decirlo pensó que si igualmente ellos serían finalmente los que decidirían sobre las mentiras, que más les daba que estuviesen allí tres días. Por lo que enseguida dijo: Pero me parece bien- y pensó: No está de más cubrirse las espaldas.

Por fin llegaron a la plaza. El alcalde subiéndose sobre uno de los bancos de piedra empezó diciendo:

- Habitantes de Trapecio, me alegra ver que nos hemos congregado un gran número de personas en ésta, la plaza más emblemática de nuestro querido hogar. Les comunico que en breves momentos este lugar y nosotros mismos vamos a ser el lugar más privilegio de toda la tierra. La verdad será nuestra bandera. – Alzó la voz para decir: Vamos a ser el primer pueblo donde no se podrá mentir.- La gente que muy expectante esperaba las palabras de su alcalde, se sorprendió y empezaron a cuchichear en pequeños corros, por lo que uno de los consejeros tuvo que alzar la voz pidiendo silencio. – Pensar en la fama, en el turismo, en las riquezas que nos puede reportar la noticia.- Continuó diciendo Arturo cuando le dejaron hablar…

Cuando ya casi había finalizado con su discurso y viendo que había conseguido convencer a casi todos los presentes, les recordó sutilmente que podían votar por su reelección en las próximas y señaladas fechas.

Quiso dejar la palabra a Amiplín creyendo que estaría cerca de donde él se encontraba, pero resultó que el flautista estaba delante suya quedando toda la gente que concurría la plaza, entre los dos.
Amiplín se subió a uno de los bancos y entonó unas notas, las justas para llamar la atención de todos. Las personas que asistían a aquella reunión improvisada se dieron la vuelta dando entonces la espalda a Arturo, cosa que no le gustó a éste último.

- Bien. - Empezó diciendo el flautista.- Cuando de mi instrumento salgan las notas de una bella melodía, en el único lugar que podréis decir mentiras de todos los alrededores será en esta plaza. Sólo las podréis decir durante tres días. Si pasado ese periodo de tiempo no las queréis recuperar, me las llevaré conmigo para siempre. Por el contrario, si las queréis, hacérmelo saber, estaré durante esos tres días en casa de mi buen amigo Cornelio.- Dicho lo cual se puso a tocar su flauta.

Poco a poco la gente fue abandonado la plaza y volviendo a sus quehaceres habituales.
Hacia el mediodía, delante del ayuntamiento se había congregado un reducido número de personas que solicitaban hablar con el alcalde. Venían a protestar por no poder decir mentiras. Por la tarde el número de personas que se quejaba era aún mayor. Al día siguiente, en el único lugar del pueblo donde no había problemas, era en su bonita plaza rodeada de árboles.

Poco antes del amanecer, Arturo salió disfrazado de su casa. Lo hizo por la puerta trasera. Prácticamente todo el pueblo estaba delante de la casa de éste pidiendo a gritos su presencia inmediata.

Vestía de oscuro. Una capucha negra le tapaba el rostro.
Al llegar a la casa de Cornelio miró a derecha e izquierda y, viendo que nadie se había percatado de su presencia, golpeó la puerta.

- ¡Vaya! Mira a Quién tenemos aquí: EL alcalde que mirando alto nos consiguió la verdad y nada más que la verdad.- Dijo Cornelio en tono algo burlón al ver que era Arturo disfrazado quien estaba al otro lado de la puerta.
- ¿Dónde está Amiplín? – Preguntó éste con un tono de voz que denotaba preocupación.
- ¿Me buscabas? – dijo el flautista saliendo del interior de la casa.
- Me he dado cuenta que los seres humanos no pueden vivir sólo con la verdad. Vengo a que nos devuelvas las mentiras. - Dijo el alcalde.
- No me quisiste escuchar en su día y ahora tienes que verte pidiendo favores. – Le reprochó el flautista. - Lo que los humanos necesitamos es equilibrio. No estamos preparados para saber toda la verdad de lo que ocurre. Necesitamos muchas clases de pequeñas mentiras para que la vida cotidiana no se convierta en una batalla campal.
- Tú, que presumías de progreso, de dar continuamente pasos al frente sin darte cuenta que vivimos en un mundo redondo y que llega un momento que dar un paso al frente es retroceder, que las cosas no se pueden mejorar constantemente, que todo tiene un límite. – Entró en la conversación Cornelio.

Mientras, el pueblo estaba dividido en dos partes, los que esperaban a que Arturo saliese de su casa para pedirle responsabilidades y los que se habían desplazado a la plaza del pueblo para poder decir de nuevo tantas mentiras como quisiesen.

- Por favor, lo primero es lo primero, y ello es solucionar el problema. Devuélvenos las mentiras y luego podéis decirme todo lo que queráis. - Dijo el alcalde.
- Las cosas no funcionan como queréis que funcionen. El que vuelva a traer las mentiras tiene un coste.
- ¿Qué queréis, 100 monedas más? Las tendréis. - Dijo Arturo.
- Si que compráis barato. Que vuelva a traer las mentiras al pueblo cuesta cien mil monedas de oro.
- Pero, pero esa cantidad esa cantidad es un altísimo precio, difícilmente podremos pagar esa cantidad. – Tartamudeó Arturo mientras un sudor frío empezaba a bañarle la frente.
- Bueno, es eso o que no se presente a las próximas elecciones. - Le dijo el flautista, a lo que Cornelio aplaudió sin hacer sonar sus palmas, como queriendo demostrar a Amiplín que era muy buena idea, cosa de la que no se percató Arturo, pues Cornelio estaba detrás suyo.
- Y yo ¿Qué haré entonces?- Se preguntó a si mismo en voz alta Arturo.
- Ha quedado una vacante de consejero jefe. - Le recordó Cornelio.
- Es increíble, resulta que la verdad ha acabado con mi carrera de alcalde. – Se dijo para si Arturo resignado.
- La verdad no, tu avaricia, tus ansias de querer dominar, tu orgullo. ¿Sigo? – preguntó Cornelio. - Aunque sé que en el fondo tú no eres así y esta experiencia te hará volver a ser aquella persona que a todos gustaba.

Las gotas de sudor que caían de la frente de Arturo se confundieron con lágrimas.
Se acercó a Cornelio para abrazarlo, llorando le pidió perdón.
Amiplín en un segundo plano contemplaba algo emocionado la escena, y cuando creyó que era el momento oportuno dijo:

- Bueno señores, creo que ya va siendo hora de que a Trapecio vuelva el equilibrio. Si me quieren acompañar, les invito a un recital de flauta que tendrá lugar en la plaza más emblemática del pueblo dentro de unos momentos.

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Quiero dar las gracias por el pulido del texto a:
CLARALUZ

Texto agregado el 22-05-2007, y leído por 122 visitantes. (0 votos)


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