CEMPASÚCHIL
La luna llena marcaba la hora en el horizonte. Aura caminaba en silencio observando los aparadores aún abiertos de las tiendas caras, suspirando. La vida le iba en un suspiro. Una, dos, tres veces…La falda larga de manta suave se mecía a un ritmo con el aire de la noche otoñal. Las botas cansadas y la blusa delgada conservaban apenas su escaso calor corporal.
Carlos caminaba a dos pasos de distancia, melancólico. Se preguntaba que tenían esos seres extraños (mujeres) en los corazones que los hacían parecer tan hermosos a sus ojos pero al mismo tiempo tan complicados y absurdos. Dudaba. Al frente Aura caminaba entre suspiros.
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Aura se detuvo frente a una ventana grande de una casa antigua. Asomó sus ojos castaños por entre las transparencias de una vieja y aburrida cortina. Adentro, titilando en medio de las penumbras había tres veladoras de pesado y anticuado bronce alumbrando apenas la estancia adornada por un altar de muertos, colmado de olorosas y bellas flores. De pronto, Aura sonrió. Ahora entendía, ella era como una flor triste.
Se dio la vuelta y buscó a Carlos que la observaba curioso desde una esquina de la casa barroca. Caminó con decisión y se plantó firmemente frente al él.
—Si yo fuera una flor—dijo—sería de Cempasúchil.
Carlos la miró con indecisión, sorprendido. ¿Debería decir algo? ¿Quedarse callado? La mujer que tenía enfrente era un misterio.
—Nadie regala nunca flores de Cempasúchil—agregó Aura con reproche.
—Porque son de muertos. Huelen a muerto—se atrevió a responder Carlos.
El fino y moreno rostro de Aura se ensombreció de decepción. Caminó de regreso a la ventana y pronunció en voz baja un conjuro aprendido en quien sabe que sueño infantil.
“Flor de Cempasúchil,
Elogio dulce de los muertos,
Flor de las mil hojas,
Nacida del vientre de una diosa.
Faro del Mictlan,
Olorosa guía del inframundo.”
Aura se volvió una vez más y miró a Carlos a los ojos. Rió. Se alejó despacio de la ventana, abrí los brazos, cerró los ojos y dirigió la cara hacia el cielo y giró. Giró, giró, giró.
— ¡Soy Cempasúchil!—gritó al aire— ¡Soy un flor olorosa y triste!
Carlos la contemplaba sin comprender, aturdido por la belleza casi mágica de la mujer que adoraba. Aura giraba y giraba sin dejar de sonreír envuelta en un reflejo plateado y brillante que la hacía parecer un hada fantástica. Una ninfa del bosque. Una flor de la selva siempre verde.
—Necesito del sol para crecer—dijo Aura sin dejar de dar vueltas con los brazos extendidos—Debes regarme—agregó—para que no muera sola y seca.
Carlos cerró los ojos y se la imaginó vestida de gris, recargada en el marco de alguna puerta, con los brazos caídos y las piernas tristes, como una flor olvidada y muerta.
—Soy flor de unos días—explicó ella—No existiré todo el año para cuando decidas buscarme.
Con los ojos aún cerrados, Carlos se imaginó buscándola por las calles, gritando su nombre, consumiéndose en el deseo de Aura, pero sin encontrarla.
—Soy hermosa, rara y especial—continuó Aura aún girando—Nadie que no sepa entender mi verdadero significado y encontrar mi belleza auténtica merece tenerme—sentenció.
Carlos abrió los ojos y la observó girar cada vez más lento y ondulante. Se grabó en la mente los pliegues de su falda, el olor de su cuerpo, el color de su piel y el sabor que su lengua debería tener. Sonrió. Ahora entendía. Por fin sabía que hacer con Aura.
—Te amo—dijo él agarrándola por la cintura, deteniéndola en mitad de un giro lleno de arabescos.
Aura se dejó caer, exhausta, entre los brazos de Carlos. Sonriendo.
—Además, las flores no huelen a muerto—dijo ella, abrazándolo con fuerza.
—No—aceptó él—Son los que se van, quienes huelen a flores.
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