Camila bajó del autobús, sacudió con una palmada los pliegues de su falda y dirigió la mirada hacia el largo sendero que en ocasiones conservaba huellas. Nunca vio la nieve, pero el envés blanco de las hojas sueltas, liberaba sus sentidos cual copos oscilando con el viento.

Entró por un portón azul, atravesó el jardín lleno de rocas hasta donde estaba Fabián, se tendió en el pasto y cerró los ojos.

Ella le dio un tierno beso en la mejilla mientras charlaban entre un olor a tabaco. El hambre los llevó hasta la casa, historias interminables los condujeron a la sala, y una tasa de café los recostó sobre el diván

Fabián, casi siempre permanecía inmóvil, callado, mirando esa pequeña cabeza recargada entre sus piernas para hablar con sus ojos, el solo escuchaba, solo sonreía.

-María esta bien, ella te ha escrito una carta. Dijo Camila


Querido:

Te extraño, cada día pienso en lo que pudimos hacer con nuestro futuro. Los niños están bien, ya sé, ya sé que tienen más de veinte.
Ellos resienten tu ausencia pero lo sobrellevan con resignación, supongo que Camila te pone al tanto, ella se esmera por no olvidarte y se encarga de que no te olvides de nosotros.
Espero el día en que estemos juntos, no lo olvides… nunca deje de amarte.
Siempre tuya. María

Fabián abrazó a su hija, le besó la frente al mismo tiempo que esbozaba una sonrisa y dejaba caer su melancolía en una lagrima sobre el rostro de Camila, que al sentirla rodear su nariz… abrió los ojos. Una gota de lluvia que antecedía a una tormenta.

Respiro profundo hasta ponerse de rodillas, acomodó las flores, separó de su pecho el retrato para colocarlo frente a la lápida, sacudió los pliegues de su falda y se marcho.


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