El Canto de la Inocencia
Dos días hace que llegue aquí. He tenido una dura jornada de doce horas diarias de atención; mi antecesor fue un tanto descuidado, así que la gente ya no le frecuentaba con la constancia que exige el ministerio. Gran parte de la población se sintió cohibida por su situación social, a tal punto que rara vez trataban de acercarse a su servicio—que debió se gratuito; por alguna razón, no lo fue—ahora ellos me observan con escepticismo, no creen en mis intenciones. Tardo horas explicándoles que solo hago mi trabajo; ellos lo ignoran, suponen que miento, la sensación de misterio que les inspiran las técnicas médicas incrementa su paranoia, su desconfianza, su acostumbrada timidez.
Sin embargo, y como pueden suponer debido a mi horario de trabajo, son muchos los que han acudido a mi llamado. Sus problemas son variados; la mayoría sufren de infecciones, algunos de enfermedades tropicales, otros de intoxicación y de diabetes. La alimentación en la zona es bastante completa debido a la agricultura; quizás por ello no he atendido demasiados casos de desnutrición. Escuche que el verdadero servicio medico en la zona rural se presta solo para lesiones personales; anoche, precisamente, me enfrenté a un caso que confirmó aquella información.
Yo duerno en una pequeña habitación, cerca de la estación, asignada por el jefe de policía para mi. Estaba casi dormido, luego de cenar, escuchar la Radio y de leer a Fromm, cuando un par de hombres llamaron a mi puerta. Preguntaron por el medico del ministerio; yo respondí afirmativamente.
—Tenemos un herido de bala—dijo uno de ellos, con un acento jalado y discreto.
— ¿Ya hablaron con el jefe de la estación?—pregunte entredormido
— no creo que halla tiempo para eso
Burocracia, sentí vergüenza para mis adentros. Había una vida en riesgo y yo pensando en papeleos.
Los dos individuos me llevaron camino al pueblo, hasta la cantina, en donde había un billar. La dueña de casa aguardaba nuestra llegada con una escoba en la mano; su mirada era sombría. Nos invito a pasar con un movimiento ligero de la cabeza; adentro me esperaba un espectáculo terrible, una increíble y magullada escena difícil de describir.
No había un herido, habían seis. Algunos habían sido mutilados a machetazos, otros tenían heridas de bala, en un costado, en el pecho, en la cabeza. Algunos convulsionaban, otros yacían inmóviles.
—Están muertos—dijo la dueña de la Cantina— no puede hacer nada por ellos, pero ese de allá todavía esta vivo.
Un joven, de aparentes dieciséis o diecisiete años estaba cerca a la mesa de los tacos. Agonizaba, con su rostro inclinado hacia el suelo.
— ¿que sucedió aquí? —pregunte horrorizado
Silencio absoluto, los tres individuos presentes ignoraron mi pregunta, insistí.
—dedíquese a lo suyo doctor—dijo uno de los hombres, supe que seria mejor guardar silencio.
Hice lo que estuvo a mi alcance, pero fue imposible salvarle. Tenia una herida en el cuello que habría en dos la yugular, y otras en el tórax que terminaron por desangrarle a una velocidad increíble. El chico era fuerte, fornido, saludable, pero todo eso solo hizo más dolorosa su muerte.
Al día siguiente se celebraron los seis funerales; el pueblo entero asistió. Habían cuatro viudas, una de ellas, también había perdido a su hijo menor. Algunos miembros de su familia me observaban con recelo; supongo que imaginaban que la muerte del muchacho se debía a mi negligencia; sentí nauseas, ganas de hacharme a llorar. No soporté más el ambiente tenso que se respiraba en la ceremonia, y Salí de la iglesia; Salí directo a la cantina por un baso con agua y hielo para refrescarme. Afuera me encontré al jefe de la policía, le pregunte por la naturaleza de lo sucedido, él notó mi falta de aire, mi desconcierto.
—No se alarme doctorcito—colocó su mano derecha sobre mi hombro—llevan tanto tiempo matándose por política que ya no necesitan excusas para ejercer el oficio. Estas cosas pasan, sobre todo en tiempos de basares y fiestas.
Un coro de niños cantaba la ceremonia religiosa, dirigidos por la profesora de la escuela. Había dos puestos desocupados en su formación; dos de los niños se habían quedado huérfanos, y estaban sentados entre los dolientes.
El reporte que tuve que firmar decía que el alcohol fue la causa del enfrentamiento. Supe, además, que el hermano mayor del joven que atendí había sido asesinado un mes atrás, y el comandante de la estación suponía que el incidente había sido un ajuste de cuentas—nada extraordinario—según sus propias palabras, nada comparado con los muertos producto de enfrentamientos entre ejército y guerrilla, u otros casos de la perpetuada y asignificativa guerra política.
Mañana en la tarde, dejare el puesto libre, por eso haré todo lo posible por cubrir la mayor cuota de pacientes el día de hoy. Todo por que Tengo la seguridad de que en este ambiente, aun no estoy mentalmente listo para ejercer la medicina.
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