Los meses han pasado, y la barriga empieza a notarse. No solo es el problema con el cambio de talla en la ropa que usa diariamente, también existe las nauseas, el vértigo, el agotamiento. En algunas ocasiones Maria es incapaz de soportar el desaliento, y llora amargamente, llora aunque nadie sea testigo de sus lágrimas; inspirar lastima no mezclado nunca con personalidad, en otro tiempo, arrogante y obstinada. Sin embargo, la embelesaba la idea de tener algo de compañía. Las largas ausencias de su marido, cuyo rostro ya ni siquiera logra definir, acaban con lo poco que queda de su Amor propio. Concurren a aquellas emociones encontradas algunos instantes en los que él se transforma en un buido recuerdo: demasiado efímero, un tanto sedativo. Las frías y silenciosas noches se hacen más largas en ese minúsculo apartamento de barrio, y la soledad, esa amarga sensación de impotencia que nace de su claustro, se hace inclemente; más y más estrecha, con cada segundo que se destila en la oscuridad inmóvil de su habitación.
Pero cuando él regresa, todo cambia. Su cariño parece transformarlo todo, y Maria olvida por algunos minutos los largos lapsos de melancolía que sufre en este pequeño pueblo. Por que ella esta segura de que él es su hombre, lo descubrió una tarde de diciembre, cuando la tía flor le leyó las cartas en la casa de los abuelos maternos. Por él estaba dispuesta a cosas mucho mas grandes que vivir en un pueblo lejos de su familia, así lo había decidido. Solo que habría deseado tener algunas amistades, ejercer algún oficio, distraerse un poco.
Pero las amistades eran momentáneas, demasiado superficiales, y nunca lograban echar raíz. En puerto Asís conoció a la esposa de otro policía que se llamaba Martha; ella era de Cúcuta, y también era una Mujer errante detrás de un hombre con pocas aspiraciones. Ambas se consolaban con la convicción de que así son los tiempos modernos, no solo le sucede a los policías, también le pasa a los médicos, a los maestros, a los ingenieros y hasta a los curas. Las cosas están tan mal que debería agradecerse que por lo menos él posee un empleo rentable que aun cuenta con una decencia de la cual pocos oficios pueden alardear; el tiene seguro medico, un suelo fijo, una casa bonita.
Al menos un bebe crecía en su vientre, y él de seguro le serviría de compañía. Un bebe que en síntesis era el símbolo del amor que ella y su esposo se profesaban, amor verdadero, amor hecho carne. Maria sabia—o creía saber—que aquello que la gente llamaba la crisis del matrimonio jamás tocaría a la relación con su esposo, por el simple hecho de que ellos dos se respetaban como dos personas individuales, cosa no muy común en los matrimonios que ella conocía. Muchas relaciones, en su opinión, fracasan por que los hombres esperan que sus esposas sometan su felicidad al capricho masculino—Maria piensa mucho durantes sus tardes de ocio, para distraerse; el la ama, de eso esta segura. Al fin y al cabo las cosas podrían ser mucho peores—el machismo en este instante de la vida es imposible, completamente anticuado; la mujer tiene derecho a decir “se acabo” cuando algo no cumple sus intereses, la mujer puede decir “ya basta” y sentirse digna, segura, cosa que nunca sucedió en el pasado. Por esos los matrimonios se acaban, por que ya ninguna mujer tiene la obligación de sacrificarse si no se siente verdaderamente feliz. A veces, Maria piensa en como habría sido su vida si el destino le hubiera colocado en otra época, casada con un ser repulsivo por el cual no pudiera jamás sentir ningún tipo de afecto; pero esa idea se disipaba pronto, porque esta segura de que Edgar es el hombre de sus sueños, él solo tiene un defecto; es policía.
Maria no tiene nada en contra de los policías, siempre y cuando sean honestos, amables, y serviciales, como su Edgar. A veces le constaba recordar, durante sus tardes juntos, que el trabajo de su marido tiene que ver con un arma y un bolillo; Edgar no aparenta ser un hombre acostumbrado a la violencia, Nadie que le conociera sin su uniforme verde y sus botas altas lo creería. Edgar, en algún instante del pasado, quiso ser Arquitecto, sueño imposible, demasiado costoso.
Isabel nació una tarde de junio, en buga, Valle. Nadie en la familia de sus padres pudo viajar a visitarlas, así que fue un placer solitario para Maria, el placer de ser madre; cosa graciosa, se decía a si misma, convencida de que Isabel seria hija única. Edgar pidió algunos días libres para estar con su familia, por que la salud de su esposa era delicada. Isabel en cambio, desde el mismo instante en el cual respiro por primera vez, fue una niña preciosa, rebosante de vida, digno retrato de su padre. Maria no tardó en darse cuenta que él la había desplazado, y que ahora, era aquella pequeña criatura el centro de su universo. Pero ello no le molestaba, porque era su hija, la ofrenda de su amor, era su familia, su única prioridad, su sueño más anhelado. Sueño que finalizo con un nuevo traslado, a un pueblo del caquetá, cuyo nombre olvidó incluso viviendo allí. Así que de nuevo serian nuevas amistades, otra vida, otro lugar desconocido.
No paso mucho tiempo para que tanto Edgar como Maria llegaran a la conclusión de que traer a la familia a aquel lugar era una tontería; pero Maria no quería estar sola, y Edgar no deseaba tener a Isabel alejada de él. Además, las cosas no podrían ser tan terribles; habían solucionado otro tipo de problemas, y ahora podrían estar juntos, como siempre lo habían deseado. Maria e Isabel Vivian a un par de calles de la estación. Edgar iba cada hora para poder ver a las dos mujeres de su vida; en algún instante de aquel breve lapso de tiempo, la vida logró ser tranquila y feliz.
Un día cualquiera, Maria escuchó en la plaza de mercado el rumor de una posible toma guerrillera. Su reacción fue confusa; sintió pánico, rabia, alegría, desesperación. Sus piernas temblaron, y su garganta se secó en un instante, hasta casi ahogarle. La gente se negó a darle explicaciones, de ofrecerle mas detalles; tenían miedo, el miedo era parte inmutable de sus vidas, de su trabajo, de sus relaciones personales. Maria no supo controlar sus actos, tomó a Isabel en sus brazos, y salio corriendo a la estación. Llevaba la intención de llevarse a su esposo de ahí; de olvidar la policía, la guerra, las armas, de empezar otra vida con él para su hija. Al llegar a la estación sintió vergüenza de si misma, estaba llorando, llorando sólo por un rumor callejero, ¿Qué pensaría él de todo esto?
De repente, se oyó un estallido. Varios segundos de silencio precedieron al ruido de los disparos, seguidos por el humo, las llamas, los gritos. Maria, por un instante, no supo en que pensar. Miles de imágenes atravesaron su mente, pero solo una, la más importante, prevaleció. Angustiada busco alrededor suyo aquella forma, y sus ojos solo pudieron detenerse en aquel cuerpecito inerte y ensangrentado que descansaba en el suelo, a su lado, rodeado de vidrios y esquirlas.
Isabel, Edgar y Maria murieron el 3 de abril de 1996
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