Me levanté presuroso, duchándome de inmediato, quería salir temprano a Toledo, ciudad casi mítica para mí, y el único medio de locomoción con que contaba era un microbús del cual no sabía sus horarios. Mi acompañante de ruta era un mexicano que asistía al mismo Seminario que se realizaba en la ciudad de Madrid. Este amigo - si se puede denotar así porque en realidad era más bien un conocido - era el típico mexicano del pueblo, pelo hirsuto, ojos relativamente rasgados, baja estatura y piel morena oscura; en su labio superior lucía un pequeño bigote más bien ralo que le daba un aire similar a la imagen de Cantinflas. Tan poco lo conocía que usualmente no me acordaba de su nombre y evitaba comunicarme con él utilizando su nombre propio llamándolo con términos genéricos tales como mano, viejo, hermano, cuate y otros más; esto me resultaba fácil y coloquial pues yo había vivido en México. Durante el trayecto asocie su nombre al de Benito Juárez, libertador de México y primer presidente luego de la expulsión de los franceses, y logré memorizarlo con facilidad.
Mi destino era una ciudad que, como pocas, mantenía su arquitectura casi original con reminiscencias de la cultura judía, árabe y castellana. No sabía si Juan sentía la misma emoción expectante que yo, seguramente no era así, pues él tomaba la visita como un viaje a un lugar interesante por conocer ya que era muy turístico. En realidad esta actitud indiferente no me incomodaba pues él fue el único que quiso acompañarme a Toledo, al igual como lo había hecho al Museo del Prado en Madrid. Casi la mayoría de los participantes del Seminario habían transitado rápidamente por el Museo, solamente para comentar que estuvieron allí, tal como lo hacían frecuentemente los turistas japoneses y norteamericanos. Contrariamente, Juan y yo nos tardamos dos días en recorrer algunas de las salas más importantes – no hubo tiempo para más - y nos deteníamos ante cada pintura que me fuese conocida o me interesara. La visión de aquellas obras de arte no sólo era para mí un goce estético visual intenso sino algo de mayor relevancia que me adentraba en la “obra de arte total” produciéndome una exaltación completa y equilibrada de todos los sentidos y emociones. Se me ofrecía un atisbo momentáneo del ser de la obra allende la apariencia.
Luego de algún tiempo llegábamos al rodoviario y nos embarcamos en el primer autobús con destino a Toledo. Elegí el lado de la ventana para mirar el paisaje, Juan durmió todo el trayecto. Arribamos a Toledo tiempo después de haber contemplado a lo lejos las ciudades de Ávila y Toro, en plena Castilla la Mancha, y el panorama de la ruta. ¡ Con cuanto placer habría recorrido la ruta seguida por el Quijote y otros personajes literarios pero, lamentablemente, aquella no era la ocasión!.
Ansiaba percibir y empaparme otra vez de la atmósfera histórica que envolvía a Toledo visitando su Catedral, el Alcázar de Toledo y el Mirador donde se apreciaba claramente el curso del río Tajo. En la ciudad luego de transitar por calles muy angostas, semejantes a un pequeño sendero, con añosas casas que reflejaban fielmente la arquitectura medieval y épocas posteriores llegamos a una plazoleta, discordante en ese contorno, con modernos locales de expendio de bebidas y comida rápida y coloridos toldos en su frente, que para mí constituían un atentado contra la belleza de los alrededores.
La Catedral, solemne y majestuosa, se localizaba cerca de allí. Entramos y nos encontramos con un enorme espacio, con muchas columnas muy bien trabajadas y varios pequeños altares en algunas de las columnas más grandes. La iglesia estaba iluminada tenuemente, demasiado para mi gusto, y no se podía apreciar sus dimensiones. Me alejé del grupo de turistas que comentaban ruidosamente los altares y columnas adentrándome en los lugares menos iluminados. En ese momento volví a sentir aquella paz interior y serenidad que me embargaba cuando visitaba antiguas iglesias en horarios no concurridos.
Saliendo de la Catedral, marchamos por una calle con relativa pendiente que se acentuaba más al avanzar y estuvimos frente a la entrada del edificio del Alcázar. Éste me provocó una sensación extraña; no era un deja vu, sino el encuentro con algo familiar para mí por la lectura de una extensa literatura y fotografías de la ciudad y de su historia; me reencontraba con algo que siempre estuvo presente en mí aunque en realidad estaba ausente. No consideraba al tiempo de manera lineal que fluye inexorablemente tal como lo describe el poeta al señalar que el - Tiempo es un ávido jugador, que gana sin hacer trampas. ¡ Acuérdate! El abismo siempre tiene sed .
Percibía al Tiempo como si no hubiese transcurrido, análogamente a lo que acontecía cuando nos reencontrábamos con un amigo ausente por largos años y continuábamos, como si hubiese sido ayer, el mismo dialogo interrumpido. Era el “tiempo emocional”, equivalente al experimentado al abrir nuevamente la página del libro que se ha estado leyendo; no hay intervalos de por medio. ¡Cronos ha sido parcialmente anulado!.
Entramos al Alcázar por un gran patio y nos dirigimos al segundo o tercer piso. Allí se encontraba la oficina del coronel Moscardó quien tuvo que tomar una dolorosa pero necesaria decisión. Al igual que Abraham debió optar entre la vida de su hijo y el deber ser conforme a su creencia. Entré a su oficina por primera vez y a pesar de estar prohibido toqué y me senté en su escritorio para que Juan me tomara unas fotografías; lo hice también, junto al teléfono, descolgándolo y mirando por la ventana para visualizar el panorama histórico frente a mí. Pensaba que quien acepta el desafío de la historia o de la guerra debe estar dispuesto a transformarse de manera total. El saludo de “ Sin novedad el Alcázar” fue una victoria alo Pirro para él.
Esta historia siempre me ha conmovido profundamente ya sea por lecturas de libros de historia o por la tetralogía novelada de Gironella, cuyos libros he leído en dos circunstancias muy especiales para mí. No era sólo el tacto de los objetos y la visión de la habitación lo me sumergía en una actitud serena que generaba un sentimiento grato, era la constatación de estar presente en algo que ya había conjeturado a pesar de que hubiese estado ausente.
Luego de recorrer la parte antigua de la ciudad nos dirigimos al Mirador donde contemplamos desde la altura el río Tajo; disfruté del panorama durante largos minutos. Antes del atardecer cenamos algo ligero en los locales de la plaza y compramos recuerdos para la familia en las múltiples tiendas establecidas y callejeras que vendían objetos típicos de la cuidad. Miramos el reloj y ya era hora de partir, caminamos hacia el Terminal y cogimos el autobús. Esta vez yo tomé el asiento interior y dormí placidamente hasta el arribo a Madrid. El viaje a Toledo fue completo. ¡ El pasado aún era presente!
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