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“Cuando la confianza te llene y creas tener pleno control sobre tu vida y el rumbo hacia el que marchas, algo tan insignificante como el aleteo de una polilla, te dejará sentado de culo en un charco, preguntándote “¡¿pero qué caraj…?!
Así está escrito, y el que reniegue, reventará…”
(Hortensio Chibián filosofando con demasiado malbec en la cabeza).

Hortensio apuró a grandes sorbos el vaso repleto de vino tinto hasta que el fondo vidrioso se fue despejando, para dejar una borra áspera y violácea como único vestigio del contenido.
Suspiró apenas más tranquilo y con el cosquilleo del alcohol insuflándole un toque de humor a los recuerdos recientes, repasó lo que acababa de vivir con un esbozo de sonrisa, sin remorderse ya por lo que había ganado y perdido en el transcurso de esa noche de mierda.
La fiesta había transcurrido sobre ruedas, casi –pensó- como si una mano diestra hubiera dispuesto cada una de las circunstancias, acomodando las personas, manejando los tiempos y encuentros a sus necesidades acuciantes.
En silencio había celebrado como una victoria en sí misma, la coincidencia de encontrarse en la misma mesa con aquel conocido, gerente de una empresa de telecomunicaciones.
Quince acreedores lo tenían contra las cuerdas, una parva de boletas e intimaciones de impuestos y servicios impagos había germinado una mañana en su mesa de luz, así como los hongos aparecen de una noche para la mañana siguiente y sobre todo eso, había llegado a la conclusión de que era hora de poner fin a ese duro castigo del desempleo que ya llevaba ocho meses tarasconeándole la autoestima y el orgullo.
La oportunidad le había sido servida en bandeja y no pensaba desaprovecharla. La charla de los comensales había arrancado con bromas sobre las patéticas actuaciones de uno de los equipos locales (a punto de perder la categoría), para pasar luego a las anécdotas del trabajo de cada uno.
El licenciado Omar Teoma había concentrado todas las miradas sobre sí. Las retinas dibujaban en las mentes de todos, la imagen de una cabeza calva lustrosa, con ojitos de cobra al acecho, nariz porcina y para rematar el rostro redondo, boca diminuta de labios finos y lengua filosa. Un tótem de casi dos metros con cabeza en bocha, mucho seso para los números y ni una neurona para las relaciones interpersonales. Como para decorarlo, una guirnalda de prejuicios e inseguridades moldeaban a ese canalla caprichoso.
En las mesas, patitas de pollo con champignones nadando en un mar de papas noisettes motivaban un continuo entrechocar de cubiertos que barrían los platos dirigiéndose en una frenética ida y vuelta de los platos a las bocas. El champagne alivianaba los ánimos, contagiando jocosidad y soltura a todos los presentes, que entre bocado y bocado sonreían divertidos ante cualquier coment…
“¿Nos ponemos todos de aquel lado para la foto? ¡Vamos, rapidito, vamos, una postal para el recuerdo de los novios! ¡¡¡Vamos gente!!!” y en un instante estaban los ocho de la mesa contra la pared del fondo, entre molestos y sorprendidos, los más rápidos sonriendo para la instantánea, siguiendo las órdenes del fotógrafo. Algo más distendidos luego de la súbita interrupción, volvieron a sentarse y proseguir las conversaciones truncas.
Apelando a su buen sentido del humor y al ambiente relajado, Hortensio se las ingenió para captar la atención del tótem, derretir con bromas la barrera glacial del gigante y generar cierta confianza con tufillo a “¡hey, compinche!” que pulverizaba las distancias. El tacto y la paciencia allanaron el camino hacia el pedido de un puesto en los cuadros gerenciales de la firma. El licenciado se mostró estupefacto y no salía de su asombro que un hombre de la capacidad de Hortensio estuviera tocando las puertas de su empresa y como quien se precipita a cerrar un negocio redondo, lo invitó a visitarlo el lunes siguiente para arreglar los términos de su incorporación.
Al comprender que había logrado su objetivo, Hortensio se relajó y optó por levantar el asedio de manera paulatina y disimulada. No quería atosigar al empresario, por lo que desvió la conversación hacia temas triviales de rápido consenso como la difícil situación del país, la culpa de los políticos que nunca hacen nada y este país que no termina de arrancar. En definitiva, terreno seguro.
Departía con aire académico sobre la burocracia estatal incorregible, cuando tuvo uno de esos funestos presentimientos que en ocasiones irrumpían en su inconsciente, sin causa aparente. Habría jurado que el champagne servido al comienzo de la cena era extra brut y sin embargo allí estaba, frente a él, una enorme botella de demi sec con letras doradas sobre una etiqueta negra. El descubrimiento, banal y sin consecuencias lo incomodó y quedó pegado a ese pensamiento, esforzándose sin éxito por liberarse.
Demoró en captar qué le estaba ocurriendo. Un retorcijón intestinal le borró la sonrisa de galán lanzado a seducir y los ecos de un río subterráneo en ebullición retumbaron en su interior, dejando escuchar su rabia.
Comprendió que debía alejarse del gentío, de inmediato. De ningún modo podía arriesgar los logros de esa noche exitosa por un prosaico malestar estomacal.
Simuló caminar con paso tranquilo en dirección a un extremo alejado de la galería, apenas iluminado por los reflejos esporádicos de las luces que parpadeaban coloreando los sonidos. Al llegar, se apoyó de costado contra una columna y adoptó la postura más flemática y pensativa que se le ocurrió, simulando disfrutar de la fiesta, a la distancia. Allí, solitario y al amparo del poderío musical de un conocido rock de los años ochenta, dejó escapar una de los flatos más ansiosos de libertad de los que se pueda hacer memoria.
No calculó (está claro que ni siquiera la idea fue barajada como una posibilidad) el efecto pozo-negro-colapsado que su desaprensión acababa de liberar. Un apocalipsis de podredumbre enrareció la atmósfera, más todo hubiera pasado inadvertido de no haber sido por ese estúpido fotógrafo entrometido que venía hacia él.
Se le acercó a grandes zancadas y colocándolo en medio del licenciado y su esposa, surgidos de la nada, ordenó con una mueca simpática “sonrían para la cámara y digan whisky”.
No llegaron a hacerlo. La putrefacción los envolvió, forzándolos a arquearse, buscando responder con premura a unas náuseas repentinas. Doblados en dos y tosiendo, los recién llegados se alejaron con los ojos desorbitados, dejándolo inmóvil en el centro de la escena, tan vulnerable como una comadreja enceguecida por las luces.
Con el estigma incandescente del oprobio como marca, cruzó la pista de baile bajo la mirada indignada de la muchedumbre que le abrió paso más por asco que por respeto. Desinflado y repudiado, traspuso la eternidad del salón hasta llegar a la puerta de entrada y se perdió en las sombras, perseguido por una estela pegajosa de comentarios intolerantes.
A punto de terminar su tercer vaso de un malbec que había resultado mucho mejor de lo que se imaginó al sacarlo de la góndola y con las escenas marchando en caravana por su cabeza, comenzó a sonreír. Al comienzo con desgano; la mueca se le fue escapando de la comisura de los labios hasta que los dientes asomaron en pleno, iluminándole el semblante, para culminar finalmente en una cascada de carcajadas que le humedecieron los ojos.
Es cierto; no esperaba un desenlace tan penoso. Todo el esfuerzo y estrategia de la noche se habían desmoronado por un vergonzoso desliz, de esos que pueden sucederle a cualquier cristiano. No había nada para hacer. Estaba claro que las disculpas sólo hubieran aumentado el bochorno. "Las heridas pueden curarse, pero jamás hacer de cuenta que nunca existieron", se convenció y ya no se molestó en llenar el vaso, la emprendió directamente del pico de la botella.
Sin meditarlo demasiado, llegó a la conclusión de que su vida social acababa de tener un abrupto final. Al menos –concluyó mientras las lágrimas de la risa todavía rodaban por sus mejillas, en medio de la tentación- nadie lo olvidaría. La desgracia lo había inmortalizado.
Volvió a reír divertido, fantaseando con la idea que la Historia acababa de agregar una nueva estrella a su firmamento.
Al lado de nombres de la talla de Felipe el Hermoso; Juana la Loca, Jack el Destripador, Isabel la Católica, y Catalina, la Grande, en lo sucesivo brillaría el suyo, un nombre y un apodo para el recuerdo. Eterno recuerdo, sí.
“Hortensio, el Gástrico”. Lo dijo en voz alta y no pudo evitar soltar una carcajada entre sacudidas e hipos, hasta que al intentar apoyarse en una banqueta trastabilló y cayó con la botella aún en su mano izquierda.

Texto agregado el 20-05-2007, y leído por 437 visitantes. (21 votos)


Lectores Opinan
08-09-2007 Y... el hombre estaría podrido de su situación, no? algunas frases tuyas van siempre más allá de las anécdotas, para conformar la reflexión que tejés a través del humor... la reflexión sobre la inestabilidad, la política que nada tiene que ver con la diplomacia sino con lo acomodaticio, y el ser esencial del hombre en su circunstancia, que lo lleva a los desbordes.. algunos que no se buscan pero perduran. "Las heridas pueden curarse, pero jamás hacer de cuenta que nunca existieron", esa me encantó. Abrazos y estrellas. cromatica
07-09-2007 Jajjaja muy bueno!!!!. Cuantas cosas pude originar tan solo un poco de mal olor, del cual por otra parte todos somos fabricantes. En todo caso el que esté libre de flatos.. que habra la primer ventana jajajja.***** Saludos eidanios
28-07-2007 Que puedo decir o agregar que ya no te hayan dicho!! perfecto!!me encanta tu narrativa y la originalidad de tus cuentos. besos y estrellas MAncus. mancuspia
13-07-2007 Excelente. Como ya alguien apuntó, la vida no te ofrece pautas reglamentadas. Todo es un devenir incierto en medio de la niebla y la duda. Me gustó leeerte. 5* theotocopulos
29-06-2007 Excelente. Sin dudas, no hay garantias ni seguridad de nada. Aunque bien vale la filosofìa que tu personaje manifiesta frente a la adversidad. Una narrativa excelente. Shou
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