VICIO SOLITARIO (Prosa)
Aquella mañana yo estaba quitando el polvo del piano. Me estaba costando más trabajo de la cuenta, pues mi hija pequeña había estado pegando sus cromos con una especie de engrudo elaborado con harina y agua. La pasta, al no quedar bien batida había formado grumos y éstos se repartían por todos los muebles. El mayor de ellos, un grumo enorme, se había quedado seco sobre las teclas del piano.
Cuando intentaba retirarlo con sumo cuidado para no estropear las teclas, no pude evitar que una melodía cacofónica invadiera el salón. Por si fuera poco, por la ventana entró una abeja cuyo zumbido se unió al tecleo y aquello, la verdad, me sonó como una extraña melodía.
En ese momento, mi marido apareció bajo el quicio de la puerta, y mientras se anudaba la corbata, me dijo:
_¿Qué haces, María?
_Limpiar el polvo, Manolo ¿es que no lo ves?
_Pues, hija, yo pensé que estabas tocando el piano.
_Sí, claro ¡para piano estoy yo! ¡Y quítate de en medio, no seas un estorbo, que tengo que hacer muchas cosas! ¿Ves esa telaraña? Pues lleva ahí desde el año de la pera.
_Desde luego, María, te pones insoportable por las mañanas-respondió mi marido, salió del salón y dando un portazo se marchó al trabajo.
Me di prisa en terminar mis tareas, y entonces ¡por fin! pude dedicarme a lo que más me gusta, mi vicio solitario, mi único solaz, mi secreto inconfesable, mi dedicación exclusiva y en la que me siento libre y dichosa.
Me senté frente a la pantalla del ordenador y empecé a escribir mi novela:
“La abeja entró zumbando por la ventana abierta y se posó en las teclas del piano…”
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