Cuentan los que cuentan cuentos que un día el sol abrillantó con tal fuerza los trigales dorados que sembraba Pietro, adusto y nada transigente, con dedicación de abeja obrera, tanto así que a lo lejos se podía confundir con la cabellera dorada de Zuleima, hija única de éste, y que, rezaba la leyenda, poseía un mar de cabellos abundantes, como con luz propia, tan largos que si uno se ponía a tejerlos por completo sería capaz de confeccionar un abrigo a la luna para que nunca más pasase fríos.
Aigen, afamado piloto de la Segunda Guerra sobrevolaba los campos en un ejercicio de reconocimiento, en cierto momento volcó su atención a la gala de destellos áureos que forraba el suelo, como un panal por dentro, cortó comunicación con la torre de control, y con urgencia kamikaze enfiló su Nakajima J1N1 Gekko a tierra. Desconfiado desenfundó su arma. La puerta de una casa blanca y sin barrotes en ventanas cedió ante un imposible golpe; Zuleima, tras de la puerta rota descargó el ansia del fusil de caza sobre las piernas del soldado que a su vez tronaban como almendras. Arrastrándose con pesadez de oruga se dispuso al los pies de la mujer, de su boca brotó un crujido de dientes y después se disculpó en un japonés maravilloso. Arma y mujer abandonaron la escena para nunca volver.
Despertó Aigen en la oscuridad de un cuarto nauseabundo donde, a lado suyo se podían advertir decenas de compañeros de batalla, apilados cadáveres que seguirían quietos, con una incierta expresión de paz ganada. Aigen hablaba, una rata escuchó su confesión por más de una hora, y después de carcomerle las sobras del muñón que ahora por rodilla presumía, subió a la mesita comedor dibujando sin querer, con sus patas llenas de nipona sangre, el poema más bello jamás escrito por nadie, trazos largo y sobrios daban cuenta de la voz acallada de profetas y escribanos, lenta la grafía escurría por los bordes cuado las palabras lo ameritaron.
Cuatro en punto, una madrugada calurosa de mayo la población pesquera de Playa de Gris recibió al barco Marianela de l que descargaron toneladas de trigo fresco, madurado por extraños soles, lo decían los granos y lo gritaba la silueta de quien, desde el interior hacia tierra con aire resuelto bajaba, piel morena y cigarro de prostituta triste. La esperaba el hombre del andador al lado de donde los cargadores afanaban, quien al tenerla de frente le empezó a contar de tierras extrañas, y de la manera en cómo había logrado sobrevivir a la embestida municiona, curándose las fugas con torniquetes que les dieron las ropas de sus otros compañeros, de cómo enfrentó en lucha con un ejército de ratas asesinas y trazadoras de mapas, y describió la pelea puntiaguda a florete desnudo ante un certero Pietro, defensor de los trigales y el honor de una hija ahora puta, concluyó con la manera tan azarosa en que fue rescatado, y cómo ingeniosamente arribó a esa misma playa una tarde lluviosa.
La prostituta triste, a golpe de órdenes y ademanes ordenó a dos trabajadores a que apresaran al falsario y lo condujeran al interior del barco; dentro de un camarote en desuso Aigen fue confinado. Sería lanzado al mar justo en el amanecer.
A lomos de un ancla, crucificado, como último deseo pidió morir con la katana que su rango exigía. Enfundada entre las costillas bajas y asomada por la espalda arrebató la sangre en tributo a una guerra que estaba apenas por ver la luz del día. A lo lejos aún se podía casi palpar la flor carmín que decoraba el agua, expandiéndose como el vientre de Zuleima a punto del parto. |