Hace un rato salí en bicicleta a comprar un zacahuil - es un platillo prehispánico, se hace con maíz quebrado, carne de cerdo y especies; se envuelve con hojas de plátano y queda como un cuerpo que mide alrededor de metro y medio. Se cuece en horno de barro calentado con leña. Con ese tanto, alcanza para doscientos comensales. Actualmente ya no se hace de la misma manera, pero el platillo sigue siendo exquisito. Hoy domingo lo venden en algunas partes de la ciudad y las familias hacen fila para poder adquirir su porción, uno lo puede comer allí o pedirlo para “ llevar”. La señora donde yo lo consumo tiene su puesto bajo la sombra de los árboles y abajo hay una poltrona. Me senté, y le dije: está rica para dormir y si el sillón estuviese hacia el oriente, llegarían los vientos del mar.
Esto disparó muchos recuerdos. Hace como treinta años, me invitó Pepe a pescar. Estaba entusiasmado. Pepé era hermano de un amigo de muchos años y conocía el deporte. Saldríamos el domingo. Muy en la mañana me levanté y pasé a su casa donde ya me esperaban, había tres invitados más.
Llegamos a la ciudad de Tuxpan cuando clareaba el día, y el pescador esperaba en la rivera del río, con una lancha donde cómodamente nos instalamos con los arreos. El aire fresco, la brisa, esas gotas minúsculas que caen sobre la cara, me ponían eufórico. El cielo tenía rayas blancas sobre un fondo rosa, eran las garzas que pasaban en bandadas presintiendo el sol. En medio del río la lancha cortaba las aguas y dejaba una estela de burbujas entre el ruido del chapoteo y el ronronear de la máquina llegamos a la bocana y nos internamos poco a poco en el mar. Había visto el mar desde un acantilado, desde la playa, rodando a la par que la ola, pero nunca había llegado tan lejos. Asombra, enmudeces y sólo el grito de las aves rompe la hipnosis. Allí estás frente a una dilatación que no se le ven límites, parece una obviedad, pero por donde mires hay agua pero está tan viva, que sientes que estás sobre un cuerpo que respira. El plan era adentrarnos un promedio de veinte minutos, llegar a unos “ bajos” atracar allí y tender las redes. Comeríamos algunos bocadillos que nuestras esposas hicieron, a cambio de tener pescado fresco. Yo me veía con el cordel en la mano y escuchando el murmullo del mar y a lo lejos el silbido grave de los barcos petroleros.
Tendríamos como quince minutos de ir mar adentro, cuando percibimos algunos cambios; ¿Habrán visto cuando la hierba se agita? Eso me pareció ver, pero eran las crestas del mar: la espuma se dividía más rápido y algo en el fondo parecía despertar. En el cielo el sol fue cubierto por algunas nubes que salieron de la nada y el día brillante se hizo denso. Lo que vi después sólo lo había percibido en algún pueblo de la sierra. Ahora era diferente: llegaron en bandada sombras de neblina y acamparon sobre nuestra embarcación, en un instante nos vimos como figuras mal cortadas: como espectros que no se sabía si iban o regresaban. Nos quedamos mudos, hasta que el pescador rompió el silencio.
— No se asusten, esto pasa a veces.
Unos minutos después el sonido del motor se escuchaba menos y nuestra nave parecía flotar entre el mar y el cielo. Yo trataba de sonreír, pero los cambios hicieron que mi corazón saltara desordenado.
¡Regresemos! —Exclamó Pepé.
Nadie dijo nada, el pescador dio la media vuelta y enfilamos hacia el puerto. Las briznas de agua, no tan sólo procedían de la quilla del cayuco, sino que empezaba a llover finamente. Quince minutos después nos dimos cuenta de que no era un banco de niebla y el perfil de la costa no aparecía por ningún lado.
—Paremos. —dijo uno de los amigos. Tratemos de orientarnos, pues si seguimos sin saber, podríamos ir mar adentro. ¿Dónde tienes la brújula?
Nos quedamos viendo al pescador y éste balbuceó:
— No la traje.
La pequeña embarcación parecía en ese momento una cuna zarandeada por el vaivén de las olas encrespadas y por el viento bochornoso. Mientras la nave iba en movimiento, me había sentido bien, pero diez minutos después vomitaba y vomitaba, era una nausea que te copa y te rebalsa y la única respuesta era arquear de manera incontenible. Me daban, agua, me apretaron la cabeza con un pañuelo y el vómito parecía quitarse, pero volvía, siempre volvía. No sé cuanto tiempo pasó, y aún de que trataba de asumir fortaleza, sentía un trompo en mi panza y en mi cerebro. Muy cerca retumbó el silbato de un barco y un grito de alegría se escuchó.
— ¡Un barco! Sigámoslo y ellos nos podrán sacar de este apuro.
El Pescador echó mano al arranque del motor y después de jalar la cuerda y escuchar unas tosiduras, éste no arrancó. Varias veces lo intentó y quedamos en silencio e imaginando que el barco cada vez se iría mas lejos.
— Deja descansar el motor; Seguramente ya lo ahogaste. —Escuché.
Ignoro que le habrán hecho, pero minutos después arrancó. La voz cantada del pescador se escuchó de nuevo.
— Solamente tenemos un cuarto de tanque de gasolina.
En mis adentros me preguntaba de los años de estudio que cursé y me decía ¡para qué madres me sirven!, si en este momento no sé para donde esta el norte, el oriente. Veía agua a mi alrededor, un agua que a cada momento se rompía en espumas que parecían vociferar. Veía los ojos de Pepe y se notaba preocupación, miraba al pescador y percibía indecisión y solo se rascaba la testa.
Pepé se puso de pie, casi creí ver que levantó las orejas, luego se dilataron sus pupilas verdes y dijo
— Hay que tomar una decisión, Si se viene un aguacero las cosas se pondrán más difíciles. ¡Vámonos por allá y que Diosito nos ayude!
Ya en marcha el vómito y la nausea fueron cediendo, poco a poco la neblina dio paso a un lluvia fina, pero persistente que había que quitarse para poder mirar. Diez minutos que se nos hicieron siglos, pues teníamos en el pensamiento la voz cantadita del pescador: “Sólo tenemos un cuarto de gasolina en el tanque” Escuché el sonido agudo de la gaviota y traté de seguirla con la mirada, poco después, veíamos grotescamente el perfil de la costa, no se veía el puerto, sino el dibujo tenue de los montes a la lejanía y entonces comprendimos que habíamos navegado paralelo a la costa.
Regresamos a nuestra ciudad, con más pena que gloria, pero antes de tomar carretera, fuimos a las bodegas de pescado y nos trajimos camarón, róbalo en suficiente cantidad pues nuestras esposas esperaban a los “pescadores”
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