Una canción suena de fondo. Un abrazo de acordes que encierra en cada nota, en cada emoción hecha melodía, la memoria de un sueño alguna vez sincero o un recuerdo jamás lejano. “Es el recuerdo del vientre materno” me dijo Rodrigo, el amigo que, a fuerza de disimulada persuasión, me incitó a concebir el presente escrito.
Y eso me llevó al griego Cornelius Castoriadis y la noción de una totalidad, una perfección, perdida al nacer. Pero resultó que todo era más sencillo. Infinitamente fácil. La dicha y la realización, esos “momentos que deberían perpetuarse, ser punto de detención de la vida” según lo pensado por Rodrigo, remitían ahora a algo tan eterno y a la vez tan perecedero como una composición musical, un “Yet another movie” de Pink Floyd o un “nada podía estar mejor” en palabras de mi amigo. Y lo comprendo, porque a veces las búsquedas son tan estúpidas, que uno pierde la vida en ellas, y más aún cuando el tesoro anhelado se muestra ubicado al comienzo de nuestra travesía.
Hay quien sostiene que la felicidad puede resumirse en las “pequeñas cosas” de la vida; postura que, dada mi formación profesional, bien podría refutar entre bostezos. Porque no hay que ser necios: la riqueza económica y la felicidad no son elementos necesariamente incompatibles. Y demás está decir cuán exacta es la estrategia de convencernos respecto a la importancia de las “pequeñas cosas”, mientras los amos de cada ámbito aprovechan nuestra distracción para quedarse con las “grandes cosas” de la vida.
Pero no quiero ahondar en este instante respecto a paradigmas que hablan de manipulación de pensamiento y creación de opinión; eso prefiero dejarlo para las atestadas aulas académicas que en breve me darán libertad condicional. Ahora sólo escucho esa música de la que antes me hablara Rodrigo, y abrazo también “esa sensación, en invierno, del sol dándote en pleno rostro sin causar molestia” que él me describiera, y permito además que ese sol “tiña de rosado mis párpados cerrados”. “Como un atardecer en la playa”, sostuvo mi amigo. Claro que puedo sentirlo también: el estado de bienestar; el recuerdo de una infancia de pantalones rotos o gastados en las rodillas, leche chocolatada y la espera frente al televisor de esos dibujos animados que se transformaban, cual robots espaciales, en un espejo honesto de todas nuestras ilusiones.
“Todo tiempo pasado claro que fue mejor: uno estaba más cerca del útero” concluyó Rodrigo. Y en este momento sonrío al confirmar tal vaticinio. Pienso en lo que quise ser y en lo que soy en este presente. Me detengo, cavilo y continúo con esta precaria columna. Medito sobre lo básico de ciertas experiencias, y sobre lo que he querido transmitir hasta ahora.
Porque pese a todo lo dicho, no he hecho más que hacer referencia a una sola cosa. En este simple y desprovisto escrito, simplemente me he decidido a hablar de una bonita canción.
Patricio Eleisegui
El_Galo
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